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Domingo 29 de enero de 2017

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Cultural El Duende

José Watanabe en la raíz solitaria de su hablar

29 ene 2017

Rafael F. Oteriño

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Primera de dos partes

Con el peruano José Watanabe (Laredo, l946 - Lima, 2007) la poesía recobra su cetro en la literatura de este continente. Como ocurriera con Vallejo, Neruda y Gonzalo Rojas vuelve a convertirse en la voz comprometida de un hombre con su medio. Pero a diferencia de éstos, no hay en ella vastedad planetaria ni diversidad temática.

Tampoco opone dificultad hermenéutica para acceder a sus contenidos. Por el contrario, es clara, directa, expositiva. Se advierten los ecos de una tradición simbolista bien asimilada y, en lo testimonial, la perplejidad ante el simple hecho de vivir.

Tiene la modalidad de un hablar a solas con la naturaleza, con la conciencia y con el pasado, sobre los que desliza una mirada solidaria. De esta manera, viene a señalar que el hombre se mueve en un ámbito que no ha llegado a hacer suyo, pero que puede ser alumbrado por la potencia mediadora de la palabra.

Es la obra de alguien que no reniega de la tradición literaria que lo alimentara -con algo de crítica social, un cierto prosaísmo, asomos del lado mágico de un territorio de contrastes, la endecha anónima que vaga entre ríos correntosos y laderas espectrales- pero que tampoco hace de ella fuente exclusiva de su inspiración. Es diferente: tan lejos está del pintoresquismo como de la elucubración intelectual.

Así munido, el poeta se enfrenta a la simple cosa que está allí -árbol, piedra, ciénaga o abismo- y busca adivinarle su solapado revés.

Tal es la raíz solitaria de su hablar: como juntando presencias a fin de configurar un rostro, una aldea, un pueblo que permitan abrazar el horizonte humano tantas veces alcanzado como perdido. Próximo a un Rulfo por su forma morosa de narrar, muestra en la síntesis más ceñida del verso su capacidad para resaltar situaciones humanas episódicas, laterales, llamadas a perdurar por eficacia del lenguaje.

La austeridad prosódica lo convierte en un artesano de la palabra justa, sólo desbordada por la brillantez de imágenes que abren un espacio testimonial donde lo invisible, lo tácito y lo callado tienen su protagonismo.

Con esta escritura exploratoria, define el desencanto de quien sabe que el devenir es más ancho que el apetito humano y que por más que se batalle los sitios del hombre están siempre amenazados por la fatalidad que planea sobre las cabezas.

Como si utilizara la voz de sus antepasados, Watanabe escribe la crónica de un mundo natural que comienza a tejer alianzas con el hombre, todavía huésped imprevisto del planeta. Con esa garganta atravesada por lejanías da lugar a un conjunto poético elaborado a partir de sucesivos cuadros que conforman una fábula rústica de la que el poeta es actor e intérprete.

Tal es su modo de conocimiento: lineal, progresivo y mediante acotaciones costumbristas de las que aflora un destello que opera a la manera de una verdad cedida:

Desde la cornisa de la montaña

dejo caer suavemente

una piedra hacia el precipicio,

una acción ociosa

de cualquiera que se detiene

a descansar en este lugar.

Mientras la piedra cae libre

y limpia en el aire

siento confusamente

que la piedra no cae

sino que baja convocada por la tierra,

llamada

por un poder invisible e inevitable.

Mi boca quiere nombrar ese poder,

hace aspavientos, balbucea

y no pronuncia nada.

La revelación, el principio,

fue como un pez huidizo

que afloró y volvió a sus abismos

y todavía es innombrable.

Yo me contento

con haberlo entrevisto.

No tuve el lenguaje

y esa falta no me desconsuela.

Algún día otro hombre,

subido en esta montaña

o en otra,

dirá más, y con precisión.

Ese hombre, sin saberlo,

estará cumpliendo conmigo.

"El anónimo" de El huso de la palabra

En Logroño, España, adonde participó de las Jornadas de Poesía en Español 2005, los jóvenes de un taller literario que seguían sus pasos lo celebraron descubriéndose debajo de los abrigos camisetas con leyendas que contenían fragmentos de sus poemas.

�l no se inmutó ante la efusiva manifestación: prosiguió la lectura limitándose a levantar durante unos segundos la vista en señal de agradecimiento.

Esta contención interior es muestra de su filosofía moral, que tiene al recato como telón de fondo del que parten y al que regresan las palabras.

Por más que uno fantasee -quiso señalar con su actitud- una corriente implacable lo devolverá a su sitio apartado, en el que no hay lugar para la vocinglería ni el jolgorio ni la fiesta. Nada podía turbar, así lo entendimos, su oración nacida del refrenamiento, práctica Zen con la que transparentaba una ética muy personal, hecha tanto de pudor como del control de las emociones.

Porque el suyo es un caso de mestizaje, pero de mixtura rara: madre criolla y padre japonés, campesinos ambos de una hacienda del norte del país adonde fue criado en contacto con el paisaje y las costumbres del Perú pobre.

Por lo tanto, hombre de apego al terruño y afición latinoamericana (bajo este lema me dedicó su libro "La piedra alada": "�este libro que quisiera que sonara y oliera a nuestra Latinoamérica"). Su cultura familiar, de ritos domésticos y presencia cristiana, se vio atravesada por la lectura del oriental haiku, esa gema que tiene tanto de poesía como de juego de ajedrez. De allí toma su parquedad en el decir y su velado (y no tan velado) apetito de trascendencia.

Continuará

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