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Domingo 29 de enero de 2017

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Cultural El Duende

El Tata Sabaya

29 ene 2017

Isabel Mesa

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En la región andina de Carangas, a los pies del volcán Sabaya, vivía una pastora de nombre Asunta. Era una joven linda, alegre y con un voz maravillosa. Todas las mañanas, Asunta llevaba su rebaño de ovejas hasta las faldas del volcán donde encontraba yerba fresca en abundancia. Mientras las ovejas pastaban, ella hilaba y cantaba melodías del lugar. Al atardecer, la pastora contaba sus ovejas y regresaba a su casa.

El Tata Sabaya, que era así como se conocía a la enorme montaña, contemplaba a la joven con ternura. Cada mañana la esperaba mostrando lo mejor de sus verdes pastos, deseoso de escuchar las melodías que Asunta cantaba. Sabaya estaba seguro de que no había muchacha más hermosa en toda la región y se enamoró de ella.

El volcán no sabía cómo llamar la atención de Asunta para que ella se diera cuenta de que él existía. Desde su enorme boca lanzaba rocas ardientes que al rodar producían un tremendo eco en la silenciosa región. Eran tan brillantes que parecían perlas alrededor del gigantesco volcán. Y de sus manos brotaban manantiales de agua para mantener la hierba fresca. Sin embargo, cuando el sol se ponía, Asunta reunía a sus ovejas dispuesta a terminar la jornada sin ni siquiera mirar al ansioso pretendiente. El Tata Sabaya, triste y melancólico, veía desparecer a su pastora por el árido sendero de piedras.

Un día, el alma de Tata Sabaya, que no podía vivir sin la pastora, salió de la montaña y se convirtió en un valiente guerrero. Había hecho la promesa de regresar solo si Asunta se casaba con él. El volcán dejó de lanzar rocas ardientes, los manantiales cesaron de brotar y la yerba fresca para las ovejas se comenzó a secar� el volcán se había quedado sin alma.

Sabaya visitaba frecuentemente a Asunta, quien escuchaba impresionada sus hazañas. Y no pasó mucho tiempo para que el amor que sentían los dos jóvenes se encargara de unirlos para siempre.

Tuvieron un hermoso niño, al que su padre llamó Santiago Martín. El niño se hizo pastor y fue educado por sus padres en el campo. Aprendió de su madre a cuidar rebaños y de su padre la agilidad y valentía de un guerrero.

Cuando Santiago se hizo mayor, se casó con una mujer rica de Casinquira llamada Rosa y pronto llegó a ser el hombre más poderoso de la región.

Fue entonces cuando el Tata Sabaya regresó a la montaña tal como lo había prometido.

Viendo que mucha gente partía hacia la Villa Imperial de Potosí, Santiago se fue también para allá. Impresionado con tan bella ciudad, a su retorno reunió a las comunidades cercanas y fundó un pueblo a orillas del río Simisaya. Lo llamó Sabaya en honor a su padre y se quedó como jefe absoluto del lugar.

Al enterarse el obispo de la existencia del pueblo de Sabaya, mandó un cura para que enseñara el evangelio a sus habitantes. Santiago lo recibió de muy buen grado; sin embargo, le puso una condición. Para dar comienzo a la misa dominical, el sacerdote tenía que esperar a que Santiago llegara; no habría misa si Santiago no estaba.

Y así se hacía cada domingo. Cuando Santiago asomaba con su caballo blanco por la quebrada Pihisa, el cura tocaba el primer repique de campanas. Cuando ya se encontraba en media pampa, se tocaba el segundo repique de campanas. Y cuando ya llegaba al pueblo se tocaba el tercer repique de campanas. Entonces, Santiago dejaba allí su caballo y entraba a pie hasta la iglesia a escuchar misa.

Uno de esos domingos el cura daba vueltas impaciente alrededor de la iglesia. Miraba una y otra vez por si el hijo del Tata Sabaya asomaba por la quebrada para tocar el primer repique de campanas, pero tan solo el silbido del viento contestaba a los ruegos de que el caballo blanco apareciera al galope.

Tanto esperó el sacerdote que decidió celebrar la misa sin el jefe de la región. Cuando Santiago llegó al pueblo de Sabaya y se enteró de que la misa había comenzado sin él. Montó encolerizado en su caballo, entró en la iglesia y castigó al sacerdote metiéndolo en prisión. Cuando el cura pudo salir del calabozo, maldijo al pueblo y a Santiago.

El Tata Sabaya se puso furioso al escuchar la maldición en contra de su hijo y se sacudió con tanta ira que desde su interior brotaron inmensas rocas candentes que cayeron con fuerza sobre el pueblo. Y de su enorme boca fluyeron ríos de fuego que bajaban de prisa quemando y petrificando todo lo que encontraban a su paso.

El hijo del majestuoso volcán desapareció durante la destrucción del pueblo nunca más se supo de él. Mucha gente del lugar asegura haber visto la imagen de Santiago Martín en el cielo de Sabaya. Iba montado sobre un caballo blanco, llevaba un sombrero con plumas de vistosos colores y, en lugar de espada, sostenía en la mano derecha un rayo resplandeciente. Por eso, los habitantes de la zona andina recuerdan al patrono Santiago como "Illapa", dios del rayo.

Luego del desastre, el pueblo quedó en ruinas y fue abandonado. Sin embargo, los pocos sobrevivientes oraron hasta que sus ruegos fueron escuchados. Uno de esos días aparecieron tres hermosas mujeres, pero tan solo una de ellas se quedó en Sabaya. La imagen de esta bella dama, que emanaba un fuego celestial, se veía en la punta del cerro Pumiri que queda cerca del lugar. La mujer pisaba sobre una enorme piedra azul que la gente de Sabaya después llamó "Mamitan Sayt´apa" que quiere decir "donde la Virgen se paró". Esta hermosa mujer reconstruyó el pueblo con su sola presencia y desde entonces se la conoce como la "Virgen de Sabaya".

Isabel Mesa de Inchauste. La Paz, 1960.

Escritora, narradora y docente.

De: "El espejo de los sueños" 1999

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