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Domingo 29 de enero de 2017

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Cultural El Duende

Luces y sombras de las utopías

29 ene 2017

H.C.F. Mansilla

Los modelos de conformación utópica de la sociedad -diversos en sus orígenes e intención, diferentes en la solución futura que plantean- tienen su fuerza y su verdad en una negación crítica del presente, aunque este rechazo sea en nombre de un porvenir incierto y hasta fantástico. Arnhelm Neusüss señaló acertadamente que la aversión contra las utopías no se dirige tanto a sus imágenes de un mañana mejor (por ejemplo: un proyecto socialista), sino al hecho de que las utopías contienen una acerba crítica de la mediocridad presente en el ámbito capitalista (1). Los utopistas plantearon la necesidad de soluciones radicales fuera de la existencia cotidiana del régimen jerárquico del momento o del capitalismo ubicuo, y ese aspecto radical es lo que define parcialmente a una utopía. Es conveniente referirse al meollo mismo de la utopía, es decir, al elemento quiliástico contenido en ella, que reproduce bajo modos secularizados la creencia del Apocalipsis judío-cristiano en el advenimiento del milenio: la reconciliación entre el Hombre y la naturaleza, la conversión del desierto en un jardín fructífero, la desaparición de los antagonismos y las contradicciones y el surgimiento del Hombre redimido. Una existencia tal en inocencia, paz y júbilo eternos se acerca a la esfera divina, tanto por la imaginada magnificencia de la naturaleza como por la proyectada eliminación de toda discordia y también por la concepción de la perennidad del placer (2).

Este fenómeno del milenarismo reproduce ocultas nostalgias por la estática, por el fin de toda evolución y por la quietud después de fuertes crisis y revueltas; es un universo donde ya no pasa nada. La vida cotidiana en él podría ser calificada de sublime, pero también de tediosa. La fundamentación misma de las utopías tiene mucho que ver con motivos de evasión: sus autores las conciben en épocas de desorden y descomposición sociales, cuando la población crece rápidamente, cuando los vínculos tradicionales se aflojan o se rompen, cuando las distancias entre los ricos y los pobres se hacen más grandes o cuando se modifican profundamente los modos de producción. Surge entonces un sentimiento colectivo de impotencia y de ansias de modificar el status quo, construyendo la sociedad perfecta, donde los justos gozarán eternamente de seguridad, abundancia y paz. Es, por otra parte, el retorno a la Edad de Oro, concepción que comparten muchas culturas en torno al origen de la historia humana. Todos los utopistas, incluyendo a los pensadores marxistas, toman por cierta la iniciación inmaculada de la historia humana, la caída posterior en un orden más o menos pecaminoso y la redención futura, alcanzable por el esfuerzo humano. Los utopistas de tendencia socialista aseveran que mediante el conocimiento científico de la realidad, el Hombre, como demiurgo en pequeña escala, creará un mundo mejor, sobre todo en base a una organización más apta. Este es el concepto casi mágico de las utopías: todas las partes aisladas del universo y de la sociedad serán vinculadas entre sí para formar un todo armonioso y sistemático, y ante esta tarea inmensa la libertad individual es considerada a menudo como un estorbo inútil. La cohesión social deviene entonces el valor de orientación más elevado, conseguida generalmente por medio de un aparato burocrático bastante extenso y, sobre todo, lleno de las más variadas prerrogativas. La totalidad de la vida queda sometida a los esquemas harto sencillos de una burocracia no limitada institucionalmente, al mismo tiempo que los objetivos ulteriores de las utopías -desde la felicidad perenne hasta la dominación del planeta- se caracterizan por su inmodestia. Hay evidentemente una tensión entre la mezquindad de las metas políticas concebidas para el interior de la futura sociedad utópica y lo fantástico de sus grandes designios a escala mundial (3).

La primera de todas las utopías y la más importante hasta hoy es la República del divino Platón. En ella se manifiestan casi todos los aspectos promisorios y positivos de las utopías al lado de sus rasgos negativos e irritantes. Esta Politeia puede ser caracterizada como la congruencia de intereses y virtudes individuales y colectivas. La solución para una convivencia razonable de los mortales es vista por Platón en la armonía posible entre el desarrollo individual y la evolución de la sociedad: debe mejorarse al Estado para que sea más justo y al ciudadano para que sea más virtuoso. Como dice George H. Sabine, es difícil imaginarse un ideal moral mejor que este, considerando además la temprana fecha en que fue enunciado (4). Es una concepción parcialmente válida aún hoy: la sociedad tiene que poner todos los medios a disposición del desarrollo integral de sus habitantes, para que estos puedan llegar a ser lo que potencialmente está dentro de ellos. La expresión completa de las habilidades naturales de los humanos coincidiría con sus mejores anhelos. La fundamentación del Estado ideal es, entonces, la consecución de la justicia. Esta última es el lazo que mantiene una sociedad unida, y en cuanto virtud privada y pública simultáneamente, representa la unión armoniosa de individuos que realizan su ocupación vital en aquello para lo que exhiben las mayores aptitudes.

En todo el corpus teórico platónico hay un fuerte elemento racionalista y, por ende, muy aceptable, derivado de su axioma de que la virtud más alta es el conocimiento y la sabiduría. La delicia cognoscitiva deviene el bien supremo: la combinación de belleza, proporción (justicia) y verdad. Nadie puede oponerse a tan hermosa teoría, que deja entrever un ímpetu noble, inspirado al mismo tiempo por el saber puro y por consideraciones estéticas. Platón aconsejó que los filósofos sean reyes y viceversa; la imagen de los intelectuales como gobernantes debe ser algo que corresponde a los más caros anhelos y propósitos de los intelectuales de todos los tiempos. En un famoso pasaje de su crítica a la utopía platónica, Karl R. Popper censuró con argumentos de mucho peso la famosa concepción del rey filósofo, es decir la doctrina de que los que poseen sabiduría y moralidad deben gobernar su comunidad respectiva, y hacerlo sin limitaciones legales. La cuestión clásica contenida en la Politeia de Platón: "¿Quién debe gobernar?", debería ser sustituida, según Popper, por la pregunta más compleja y más realista: "Cómo podemos organizar nuestras instituciones políticas de modo que a los gobernantes malos o incompetentes les sea imposible ocasionar daños demasiado grandes?"(5). Conociendo las debilidades de la humanidad, Popper propuso modificar y fortalecer la esfera institucional para que la nave del Estado funcione de manera pasable aun cuando la clase política no alterase sus (malas) prácticas consuetudinarias.

Se debe enfatizar el hecho, curioso pero característico, de que todos los proyectos utópicos cuentan con una clase dirigente, aunque compuesta de diferente modo: el único rasgo realista de las utopías. Se genera la gran paradoja que cuando la teoría del igualitarismo fundamental, la fraternidad universal y la esperanza mesiánica tiene que convivir en la realidad con jerarquías sociales, privilegios políticos y prácticas represivas. El análisis de la literatura utopista nos da la clave: ya en el plano conceptual los autores de estos grandes proyectos subordinaron la igualdad y la fraternidad bajo elementos prosaicos como los gobiernos autoritarios, la obediencia irrestricta de parte de los ciudadanos y la atmósfera generalizada de temor y servilismo. El principio esperanza de Ernst Bloch y su utopía socialista-religiosa coexistieron con la apología abierta de las jefaturas comunistas y sus procedimientos totalitarios que también llevó a cabo este gran pensador (6).

Ahora bien, según la lógica de los modelos utopistas, la clase dominante lo es precisamente porque dispone de mayor sabiduría y valor que las otras para manejar la cosa pública, virtudes reforzadas por su desinteresado amor a la comunidad. Ya que esta clase posee fundamentados títulos para ejercer el gobierno, y más aún, para decidir lo que es bueno y malo, resulta insensato y hasta inmoral el poner en duda esas facultades o el rebelarse contra el poder de la élite dirigente. El cuestionamiento de la estructura de poder viene a ser en las utopías un pecado gravísimo y un delito político mayúsculo. El disentir bajo esas circunstancias se transforma en una estupidez y en un vicio, que deben ser castigados severamente. La condenación de los opositores es total porque cometen el más grave de los crímenes: contradicen el principio mismo de asociación colectiva y el mandamiento de unanimidad dentro de ella. Platón, los marxistas, los fascistas y los totalitarios de toda laya han pensado que el poder político, por su mera esencia, es un fenómeno que no debería estar sometido a ningún control y a ninguna frontera; la soberanía del poder debería ser irrestricta.

Aparte de este totalitarismo básico, Platón no escatima las medidas dictatoriales y autoritarias en su sociedad ideal: una amplia censura para la educación y la cultura, el destierro de los mitos y las leyendas, la supervisión de las actividades privadas y hasta íntimas de los ciudadanos, la prohibición de viajes y contactos con el extranjero, la reprobación de los poetas y la instauración de tribunales especiales para juzgar los delitos de los ciudadanos contra el Estado. Estos elementos totalitarios, propios de una "sociedad cerrada", son complementados por una notable inclinación espartana y puritana. Bertrand Russell tiene razón al afirmar que la República platónica, monótona como pocas, tiene como objetivos reales unas metas muy modestas y prosaicas: el éxito en guerras contra poblaciones de un tamaño semejante y una fuente segura de supervivencia para un número reducido de gente. Su rigidez impediría toda producción artística y científica, como en Esparta. Pese a toda la magnífica y refinada argumentación, lo que Platón propugna como objetivo primordial es algo muy simple: habilidades bélicas y víveres suficientes. Durante su vida, Platón vio los estragos causados por la derrota militar y el hambre consiguiente en Atenas; tal vez creyó que sólo el evitarlos ya era prueba de la calidad del mejor estadista (7). No se puede negar los fines nobles y humanitarios perseguidos por los utopistas, entre ellos el de crear un ámbito social apropiado para el florecimiento de un verdadero amor entre los hombres, pero simultáneamente no se puede pasar por alto la recomendación de usar unos medios deplorables -como el uniformamiento de la sociedad y la coerción política- para obtener tales objetivos.

(1) Arnhelm Neusüss, Schwierigkeiten einer Soziologie des utopischen Denkens (Dificultades para una sociología del pensamiento utópico), en: A. Neusüss (comp.), Utopie. Begriff und Phänomen des Utopischen (Utopía. Concepto y fenómeno de lo utópico), Neuwied / Berlin: Luchterhand 1972, pp. 13-112, aquí pp. 32-33.

(2) Sobre esta temática cf. el brillante ensayo de Alfred Doren, Wunschräume und Wunschzeiten (Espacios y tiempos de deseo), en: A. Neusüss (comp.), op. cit. (nota 1), pp. 123-177, aquí pp. 136-138.

(3) Sobre esta incongruencia cf. Thomas Molnar, El utopismo. La herejía perenne, Buenos Aires: EUDEBA 1970, p. 142.

(4) George H. Sabine, Historia de la teoría política [1937], México: FCE 2006, pp. 70-73.

(5) Karl R. Popper, Die offene Gesellschaft und ihre Feinde (La sociedad abierta y sus enemigos), vol. I: Der Zauber Platons (El encanto de Platón) [1944], Munich: Francke 1957, p. 170.

(6) Para Erst Bloch la democracia parlamentaria y las libertades políticas eran sólo "cloroformo". Joachim Fest, Nach dem Scheitern der Utopien. Gesammelte Essays zur Politik und Geschichte (Después del fracaso de las utopías. Ensayos sobre política e historia), Reinbek: Rowohlt 2007, pp. 175-188.

(7) Bertrand Russell, History of Western Philosophy and its Connection with Political and Social Circumstances from the Earliest Times to the Present Day, Londres: Allen & Unwin 1975, p. 131.

Hugo Celso Felipe Mansilla.

Doctor en Filosofía.

Académico de la Lengua.

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