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Domingo 16 de mayo de 2010

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Revista Dominical

Cuento minero

La K’achachola

16 may 2010

Fuente: LA PATRIA

Por: Víctor Montoya - Escritor boliviano radicado en Estocolmo

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Cuentan que Florencio Nina, el charanguero que hacía vibrar el corazón de las mujeres como las cuerdas de su instrumento, se metió en la mina dispuesto a quitarse la vida. No hacía mucho que había perdido a la mujer que amaba ni hacía mucho que se había dado a la bebida, como cuando regresó del cuartel y empezó a trabajar en la Sección Lagunas, donde sus compañeros le apodaron Nina-Nina, porque su nombre estaba en la mente de las mujeres y en la boca de los hombres. Era campeón en las copas y mago en los amores. No había mujer que no hubiera caído en las redes de su galantería ni hombre que no hubiera llorado al ritmo de su charango. Para ellas era el Don Juan de la mina y para ellos el mejor charanguero de la provincia.

Cuando Florencio Nina entró en la mina, todavía borracho y con el charango en bandolera, no llevaba más ropas que un poncho huairuro y unas botas de agua. Tenía el pelo alborotado, la barba montaraz y la mirada perdida en la nada. Era día de Carnaval y la mina estaba vacía. Por eso, mientras más se internaba en la galería principal, era mayor la oscuridad que crecía a su alrededor, provocándole una sensación de miedo que a ratos parecía aplastarlo.

A doscientos metros de la bocamina, donde no se oía más que el eco de sus propios pasos, se desvió hacia una galería del costado derecho por donde caminó a ciegas, a tientas, hasta perder el sentido de orientación y la esperanza de salir con vida. Se arrimó contra las rocas y, chapoteando en una canaleta por donde fluía la copagira como un manantial precipitándose desde las alturas, avanzó tanteando con las manos en dirección opuesta a la bocamina.

Florencio Nina, a medida que la bebida iba haciendo su efecto, canturreaba el wayño que tantas veces interpretó en las chicherías. Pero al escuchar los gritos de una mujer que venía a su encuentro, se aferró al brazo de su charango, ese fiel amigo que lo acompañaba en las buenas y en las malas, ayudándolo a cantar sus penas y alegrías.

Lejos ya de la bocamina, en medio de un frío que le trepaba por las botas de goma, recordó que nadie podía estar solo en la mina, ni siquiera quienes pactaron con el Tío. De modo que, el cuerpo lleno de pánico, pensó que sería más fácil quitarse la vida en las catacumbas del infierno que en las oscuras galerías, donde los gritos de una mujer podían ser el anuncio de un desenlace trágico.

Los gritos se hacían cada vez más intensos y él intentaba ganar distancia, abriéndose espacio con los pies y las manos, hasta que de pronto se le apareció una bola de luz que le deslumbró los ojos y lo abatió sobre el charango, como si lo hubiese fulminado un rayo. El charango, con caja de quirquincho y clavijas metálicas, gimió bajo el peso de su dueño partiéndose en pedazos. Florencio Nina, la mirada oscura, los ojos grandes y la cara salpicada por la copagira, intentó juntar los pedazos para abrazarlos y besarlos como si de veras hubiese perdido a un hermano, mientras los gritos le zumbaban en los oídos, con más fuerza que los ecos del viento en las quebradas de la puna.

Cuando alzó la cabeza, maldiciendo la pérdida de su charango, vio a una mujer envuelta en una aureola rojo-naranja, cuya imagen le recordó a la Virgen del Socavón y a la mujer que él perdió en brazos de otro hombre. Después, creyendo haber encontrado la salida hacia la luz exterior, se puso de pie y se restregó los ojos, pero la imagen de la mujer, cuyas trenzas le llegaban hasta la cintura, permaneció allí, sonriente.

Florencio Nina, sin saber cómo salir del paso, la saludó con cortesía y le devolvió la sonrisa. Luego le preguntó solícito:

–¿Quién eres?

–La K’achachola –contestó, parándose sobre los rieles que refulgían como hilos de plata y alejándose unos metros como empujada por una fuerza misteriosa.

Florencio Nina, la mente iluminada por el alcohol y rendido ante ese amor a primera vista, le siguió los pasos. Ella se quitó el sombrero de paja, la manta de tres cuartas, la blusa con volados, la pollera plisada, la enagua con encajes y las bombachas de medio hilo, hasta quedar completamente desnuda, como una antorcha flameante en la galería.

Él, iluminado por la luz que ella desprendía a raudales, clavó su mirada en esos senos que pendían como melones maduros.

–Bendito sea tu nombre hecho a tu medida y tu manera –le dijo, arreglándose el mechón rebelde que le barría la frente.

La K’achachola, luciendo un cuerpo tan seductor como su cara, le enseñó la ranura del sexo, esbozó una mueca obscena y pidió que apagara en ella el fuego de su deseo.

Florencio Nina, atraído por el imán de ese cuerpo cuyas curvas eran más perfectas y armoniosas que las del charango, se le acercó a paso lento, como quien quiere atrapar una perdiz con las manos. Pero mientras más se le acercaba, tenía la sensación de que ella más se alejaba.

–¿Por qué te escapas? –le dijo, dispuesto a poseerla a cualquier precio.

La K’achachola contestó con una sonrisa, mientras seguía reculando hacia el fondo de la galería, donde el aire se hacía cada vez más húmedo y espeso.

Florencio Nina, los ojos encendidos por la lujuria y el corazón arrebatado por el soplo de un amor repentino, la siguió tropezándose en los tojos esparcidos en el suelo, hasta que a sus pies se abrieron las fauces de un buzón, donde se precipitó con un grito que quedó suspendido en el vacío.

Al día siguiente, dos mineros de la primera punta lo encontraron desnudo sobre su poncho huairuro, los huesos rotos y el rostro desfigurado. Los mineros se miraron en silencio y sacaron el cadáver hacia la superficie, donde nadie dijo nada, aun sabiendo que se trataba de una víctima más de la K’achachola, quien, luego de ofrecerle la ilusión de su cuerpo, que está en todas partes sin estar en ninguna, lo abandonó sin un hálito de vida.

Cuando el pueblo se anotició de la trágica muerte, las mujeres más viejas dijeron que por fin encontró lo que andaba buscando.

–La muerte, disfrazada de K’achachola, lo sorprendió en una galería abandonada, lo hechizó con sus encantos y lo mató sin asco –dijo una–. Éste es el precio que pagan los mujeriegos que entran solos en la mina, donde la K’achachola vaga pidiendo amor a gritos, desde cuando el Tío la desalojó por el miedo a que su menstruación hiciera desaparecer el mineral.

–Así ocurrió muchas veces –dijo otra–. Los qhoya runas tuvieron que ch’allar a la Pachamama para que volvieran a aparecer las vetas...

El día en que Florencio Nina fue enterrado sin curas ni ceremonias, las chicherías cerraron sus puertas, los mineros abandonaron el trabajo y las mujeres se vistieron de luto, excepto la mujer por quien él se quitó la vida en uno de los buzones de la mina.

Fuente: LA PATRIA
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