Miercoles 25 de enero de 2017
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El discurso de investidura del presidente de los Estados Unidos establece con fiereza nacionalista que, en todas las acciones del gobierno, asumirán preeminencia los intereses de su país. Esto es totalmente legítimo pues es la forma de preservar la autonomía, los intereses económicos y la riqueza que da la madre tierra a un país, además de los intelectuales; como bien lo hizo Bolivia nacionalizando los bienes estratégicos, después de décadas de incesante, inequitativa e inmisericorde explotación. Esto no es una novedad, pues inveteradamente Estados Unidos en sus relaciones contractuales con los países del mundo, sean "ayudas" o "donaciones" hasta incluir a los préstamos, han obtenido mayores réditos que el débil país con el que establecían un convenio o un compromiso.
Nunca, los gobernantes de Estados Unidos han respetado la equidad en su excelsa concepción semántica, obviando lo que obliga un convenio como acuerdo escrito por el que dos partes se obligan a cumplir lo estipulado, clausulas, las cuales no se pueden inclinar a favor del poderoso y ¿Cuál es la condición fundamental de todo contrato o convenio?, la equidad, no la fuerza o la necesidad del uno o del otro o peor aún, el poderío como nación. Lo más grave es la discriminación a la mujer, el ser más importante de la creación, a la cual el presidente en funciones se ha referido en forma impropia y ofensiva; así mismo a los estratos minoritarios de ese país. La discriminación a inmigrantes que han contribuido con sus vidas al engrandecimiento de ese país, es precisamente una antinomia inextricable a la naturaleza propia de diversidad que caracteriza a Norteamérica; este gentilicio es correcto pues los norteamericanos utilizan América como suyo cuando son una parte de América.