Recuerdo bien que hace unos años, la bandera de la izquierda fue su lucha contra la corrupción de los "partidos neoliberales" en gran parte de los países hispanoamericanos.
Presidentes y ministros, secretarios y gobernadores, directores de las instituciones robaban y robaban fuerte. Con cinco años de política en buenos puestos, se habían convertido en ricos propietarios y ostentosos derrochadores ya que no es fácil ocultar el dinero mal habido.
La corrupción política había sembrado desconfianza en la ciudadanía, que miraba perpleja, y hasta airada el enriquecimiento ilícito de la clase política y hubo un momento en que se colmó el vaso de la corrupción, la voz del pueblo exigió justicia que se la aplicó aunque a regañadientes y salieron a la palestra los nombres de los ladrones, aunque algunos justificaron que no existía tal delito en ellos.
El Papa Juan Pablo II, en su encíclica "Solicitudo Rei Socialis" de 1987 reconocía que «diversas formas de explotación, de opresión y de corrupción, influyen negativamente en la vida interna» de muchos Estados», y afirmaba en el mismo documento: que «entre las deformaciones del sistema democrático, la corrupción política es una de las más graves».
Es que «la corrupción distorsiona de raíz el papel de las instituciones representativas, porque las usa como terreno de intercambio político entre peticiones clientelistas y prestaciones de los gobernantes. De este modo las opciones políticas favorecen los objetivos limitados de quienes poseen los medios para influenciarlas e impiden la realización del bien común de todos los ciudadanos» (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, nº.411).
Los obispos bolivianos lanzaron repetidas veces su denuncia. En noviembre de 1995 señalaban: «En una nación iluminada por los principios cristianos, no podemos admitir la violencia como forma de reivindicación social, y mucho menos aquella que lleva al secuestro, al fraude bancario, a la deshonestidad administrativa».
«En esta problemática están comprometidos ingentes cantidades de recursos financieros, enriquecimiento vertiginoso de grupos delincuenciales ligados a sectores de poder, partidos y políticos envueltos en relaciones comprometedoras, centenares y miles de personas que encuentran una forma de supervivencia en la producción de la coca excedentaria y el tránsito de insumos».
Inicialmente los robos se conocieron por el pueblo, sus autores enjuiciados, y en algunos casos, no demasiados, hasta condenados. ¿Por qué sucedió todo esto? Porque se aprovechaban de su cargo y de sus influencias para conseguir por caminos torcidos, lo que no podían soñar por derroteros válidos, la corrupción iba en cadena, robaban los presidentes, lo que daba ocasión a ministros y secretarios y toda una pléyade de empleados de menor rango a aprovecharse de la ocasión.
Los ciudadanos de recta conciencia se ilusionaron con que la corrupción política sería más difícil en adelante, que una vez la corrupción ha sido reconocida en todos los ámbitos de un país, y sus manos manchadas han sido identificadas, se presentaría otro porvenir, y que quien antes robaba con la seguridad de nunca ser descubierto, temería que se le sorprenda con las manos en la masa, o que se siga el itinerario de su enriquecimiento fantástico haciéndose público.
Si bien hoy por hoy ya no es tan fácil robar como antaño, ya que hay muchos testigos y demasiados espías que no lo permitirán, y quien caiga conocerá la vergüenza de su condenación por toda una sociedad que conoce a dedillo sus transgresiones, podemos advertir que la corrupción en vez de disminuir parece crecer hasta dimensiones nunca antes conocidas.
Constataron ya los obispos en la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano en mayo de 2007 de Aparecida "el avance de diversas formas de regresión autoritaria por vía democrática que, en ciertas ocasiones, derivan en regímenes de corte neopopulista", siendo "un gran factor negativo en buena parte de la región el recrudecimiento de la corrupción en la sociedad y en el Estado, que involucra a los poderes legislativos y ejecutivos en todos sus niveles, y alcanza también al sistema judicial que, a menudo, inclina su juicio a favor de los poderosos y genera impunidad, lo que pone en riesgo la credibilidad de las instituciones públicas".
Las causas de estos males sociales del siglo XXI son recreaciones perversas de las mismas de antaño: "la idolatría del dinero, el avance de una ideología individualista y utilitarista, el deterioro del tejido social, la corrupción y la falta de políticas públicas de equidad social", de ahí que los obispos católicos afirmaron en Aparecida que "no basta una democracia puramente formal, fundada en la limpieza de los procedimientos electorales, sino que es necesaria una democracia participativa y basada en la promoción y respeto de los derechos humanos. Una democracia sin valores, como los mencionados, se vuelve fácilmente una dictadura y termina traicionando al pueblo".
Nadie sabe ni donde comienza ni hasta dónde puede llegar la corrupción que triunfa entre nosotros. Un gobierno que no pretenda seriamente acabar con la corrupción es cómplice vergonzoso a gran escala, sobre todo en países como el nuestro, donde no se puede alcanzar ni lo justo ni lo necesario, a consecuencia de los saqueos que realizan funcionarios públicos de mucha y poca altura en el escalafón.
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