La noche va a tener su desvarÃo. Un patrimonio de odio hará estagnación en el aire y un execrable ruido de ruedas toscas de madera disgregará el silencio de los ámbitos conventuales. Los ruidos demenciales pueden provocar tumulto como las ideas envilecidas hacen caos. Los ruidos. Cráteres abiertos para los sentidos, arrasan las oquedades del tÃmpano para lastrar con sangre los resquicios de las meninges.
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La monjita serena está sentada en la oficina de la Dirección de la escuela, como todas las noches, para compaginar el esfuerzo sistematizado que se aplicará en las aulas al dÃa siguiente. Cuando concluye el trabajo se entrega a sus lecturas religiosas. Se siente más a sà misma en esas horas en que la luz no ansÃa todavÃa ser creada, en que el silencio convence al tiempo que es ilÃmite. En su meditación el aire se ahueca y le prodiga una cápsula que la protege del acecho mundano.
Hasta la monjita llega un viento negro con siniestros destellos rojos. El ambiente se puebla de criaturas flemosas que se desvanecen en ráfagas. Un escalofrÃo. Que vitupera la inocencia, le penetra por las sotanas para recorrer a los largo de su columna vertebral como un zumo chorreante de cadáveres. Cuando ya su fortaleza se debilita y el pavor quiere prosternarla, toma la Biblia, y los versÃculos le devuelven la serena paz. Los ojos de la beatitud absorben las parábolas de la Belleza y la Serenidad y le dejan respirar la luz del otro lado de las estrellas.
Cuando comenzó a tener esas percepciones sintió que sus votos perpetuos eran avasallados y su absoluta certeza en la fe menguaba. Muchos actos de contrición desnudaron su conciencia; y su remordimiento, que no tenÃa causa, se diluyó como una lágrima al viento. En el confesionario, dimensiones de luz le mostraron su alejamiento de los pecados. El mal podrÃa estar tan solo en ella, evanescente, en el amor que tenÃa por las flores y los niños, o en la antigua soledad que germina en la pasión de la poesÃa su único pecado serÃa, tal vez, creerse lo suficientemente pura, porque, desde la raÃz pletórica de su corazón hasta el fruto maduro de sus ideas, habÃase conservado en la diafanidad emocional que permita acercarse a Dios, en cualquier instante de la vida.
En los lÃmites máximos de la resistencia humana su cuerpo habituado al ayuno, comenzó, sin embargo, a dar manifestaciones de enfermedad. Las otras religiosas pensaban que su Directora no dormÃa lo suficiente y que, realmente, no comÃa nada. Sus venas empezaron a evidenciarse en su frente y en su cuello. Los velos ya no eran adecuados para disimularlas y tampoco para ocultar los pómulos que se le hacÃan más prominente y las mejillas más hundidas.
La noche es huraña para el sentimiento de los humanos. Está meneando falanges en cada rincón del silencio. Está preparando vorágines en cada pedazo de tiempo, sus imprescindibles acciones van fermentando en acecho.
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Las cuentas del rosario, progresivamente, corren más rápido mientras las manecillas del reloj se van acercando a la cifra DOCE, con uniformidad. Sale el murmullo de las bocas de ambas monjas que, automática e irreverentemente, repiten sus oraciones.
La monjita, aún serena porque continúa recitando, con los ojos cerrados y las mejillas calientes, sus oraciones desesperadas, al fin se atreve a observar a su acompañante. Sor Piedad está espantada, se le nota en el rostro que tiene pincelada morada y en los ojos desorbitados con las pupilas dilatadas. No llora. Ni respira. Sus manos ya no tocan el rosario, están presionando el pecho en un gesto contracturado de dolor. Entre el desconcierto de su mente, la monjita alcanza a recordar que Sor Piedad era cardiaca. Con el temor del daño irremediable, se levanta y va a hacer lo que le incita su desesperación y lo que ninguna noche pudo siquiera intentar.
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Gime la cuenta negra en el tictac sádico de las horas. No han pasado ni segundos, pero son siglos crueles que se alargan en la ronda nocturna de los espectros. Afuera, los cascos se acercan con golpes de combos espeluznantes. Llora la noche ya loca. La congoja se hace sombras. En un alarido que espanta, los caballos se desbocan. Llora la noche ya loca.
Hasta su iglesia que hace poco ella mandó a pintar y a poner canceles de hierro, no es más que una caricatura del ingreso a un camposanto. A unos cincuenta metros avanzan cuatro bestias encabritadas, más grandes de lo imaginable, imitando un barullo ensordecedor y tirando de una carreta estrepitosa que es solo un fuego monstruoso. Mientras más se le aproximan a la monjita, ella cree ver a todos los pecados ardiendo sin sollozos, mas con placer.
De repente, antes que pueda persignarse, de en medio de esa aparición tenebrosa se extienden los huesecillos de las manos del cochero y recorren la frente, la nariz y el mentón de la monjita con una agilidad horrible. Entonces siente que sus vestiduras religiosas se sostienen únicamente por los huesos de su cuerpo.
Su piel y sus músculos se perdieron en un suspiro. Permanecen las costillas, pero, por dentro, ha quedado vacÃa. Ya no siente los violentos latidos en su pecho. Su corazón, como llamarada, se ha marchado con el fuego crepitante de las bestias.
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