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Domingo 15 de enero de 2017

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Cultural El Duende

La carreta de fuego

15 ene 2017

Alfonso Gamarra

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Siete veces tuvo la noche desvaríos. Otras tantas, las baldosas crujieron con protestas. Desde lejos se sentía que un eco, de gestaciones polisonoras, afiebraba los aires de las callejuelas y hasta protagonizaba una embestida contra las campanas en la pirotecnia de ladrillo de las torres. Entre los cortinajes negros de la noche es magna la amenaza del temor para el espíritu. Porque los sentidos cansados se entreveran con las nubes del sueño. Porque la oscuridad amputa el valor en ciernes cuando se planta el hombre frente a lo desconocido. Porque una herencia de siglos atolondra la conciencia con los recuerdos de leyendas aterradoras. En el pequeño reloj de pared, cuyo tictac se hace más intenso en las horas avanzadas de la noche, se percibe un temblor de su caja de madera. No es el péndulo que ha cambiado la física de su movimiento monótono. Tal se diría que el reloj siente que la hora llega y es un presentimiento de susto que propaga hacia los muros.

La noche va a tener su desvarío. Un patrimonio de odio hará estagnación en el aire y un execrable ruido de ruedas toscas de madera disgregará el silencio de los ámbitos conventuales. Los ruidos demenciales pueden provocar tumulto como las ideas envilecidas hacen caos. Los ruidos. Cráteres abiertos para los sentidos, arrasan las oquedades del tímpano para lastrar con sangre los resquicios de las meninges.

***

La monjita serena está sentada en la oficina de la Dirección de la escuela, como todas las noches, para compaginar el esfuerzo sistematizado que se aplicará en las aulas al día siguiente. Cuando concluye el trabajo se entrega a sus lecturas religiosas. Se siente más a sí misma en esas horas en que la luz no ansía todavía ser creada, en que el silencio convence al tiempo que es ilímite. En su meditación el aire se ahueca y le prodiga una cápsula que la protege del acecho mundano.

Con las doce campanadas de la medianoche siente, a través de la alta ventana clausurada, que hay en la calle una lúgubre procesión de caballos pifiantes y horrendamente furiosos, herrajes destruyendo suelos una carreta que pasa ululante como los extraños gemidos y cuchicheos que buscan al alma humana para cortarla en tajos con su filoso silbido.

Hasta la monjita llega un viento negro con siniestros destellos rojos. El ambiente se puebla de criaturas flemosas que se desvanecen en ráfagas. Un escalofrío. Que vitupera la inocencia, le penetra por las sotanas para recorrer a los largo de su columna vertebral como un zumo chorreante de cadáveres. Cuando ya su fortaleza se debilita y el pavor quiere prosternarla, toma la Biblia, y los versículos le devuelven la serena paz. Los ojos de la beatitud absorben las parábolas de la Belleza y la Serenidad y le dejan respirar la luz del otro lado de las estrellas.

En la calle nuevamente el hosco vacío de una noche altiplánica vuelve a retomar su rostro solitario. La religiosa sabe que la materia que lacera sus pensamientos ha pasado, que la noche siguiente circundará otra vez el desvarío solo si ella vuelve a trabajar en la misma habitación. Se ha dado de modo circunstancial y circunspecta como es, de preguntar muchas veces a la otras monjitas si perciben algo no común desde la piezas de su retiro. Durante el día ha conversado también con los vecinos que se muestran con ella solícitos y tranquilos. Nadie ha dicho, ni en remoto intento, de la fuerza incontrolable, de ese ruido protervo que solo ella percibe a las doce de la noche y únicamente en su Dirección.

Cuando comenzó a tener esas percepciones sintió que sus votos perpetuos eran avasallados y su absoluta certeza en la fe menguaba. Muchos actos de contrición desnudaron su conciencia; y su remordimiento, que no tenía causa, se diluyó como una lágrima al viento. En el confesionario, dimensiones de luz le mostraron su alejamiento de los pecados. El mal podría estar tan solo en ella, evanescente, en el amor que tenía por las flores y los niños, o en la antigua soledad que germina en la pasión de la poesía su único pecado sería, tal vez, creerse lo suficientemente pura, porque, desde la raíz pletórica de su corazón hasta el fruto maduro de sus ideas, habíase conservado en la diafanidad emocional que permita acercarse a Dios, en cualquier instante de la vida.

Sin embargo, por el clamor ensordecido del confesionario, en el reverso de las cosas no dichas, le molestó una intuición como un latido. Temía que las magnitudes demenciales se apoderaran de su espíritu. Buscó al Obispo como quien exige amparo y guía. Palabras meditadas y bien claras la fortalecieron para no sentirse amenazada por la locura. Monseñor le relató la leyenda de la carreta de fuego, que aterrorizaba en las épocas coloniales de Oruro, y de la Cruz Verde que la cristiandad puso en una esquina, como culminación de un exorcismo. Que, desde entonces, muchos lustros pasados, todo había desaparecido. Que si algo quedaba era la historia que las abuelas contaban en la oscuridad de sus viejos cuchitriles. De algún modo, ella habría oído la leyenda y, en las noches, el silencio y la debilidad de sus nervios la hacían tener alguna alucinación sin importancia. Había afirmado rotundamente, al final de su discurso, que lo que él decía era cierto pues sus compañeras de la congregación no percibieron nada anormal.

La monjita, muy obediente de las disciplinas eclesiásticas, aceptó los consejos, cada noche volvía a su trabajo repitiéndose que eran influencias internas que la amenazaban con fantasías. La mente crea y recrea ilusiones para atormentarse. Falta de concentración en el trabajo. Párpados que se cierran intermitentemente y sueños que afloran del subconsciente.

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Cada noche volvía el desvarío en que se agitaba la oscuridad. Primero, el susurro como de almas pobres en pena cánticos impíos surgidos de una sepultura que se orquestan para ganar tonos más intensos. Y de pronto, el estridente ruido de ruedas viejas que crujen contra las piedras. Un enlutarse del aire. Una temperatura en alza que adultera las realidades. Un ruido que es violencia. Un ruido-fuego. Un ruido-muerte. Un corazón que estalla en no sé qué llanto interior y los versículos que parecen temblar también de miedo. Que quieren desconocer el ansia de paz buscada. Que parece que se borran.

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En los límites máximos de la resistencia humana su cuerpo habituado al ayuno, comenzó, sin embargo, a dar manifestaciones de enfermedad. Las otras religiosas pensaban que su Directora no dormía lo suficiente y que, realmente, no comía nada. Sus venas empezaron a evidenciarse en su frente y en su cuello. Los velos ya no eran adecuados para disimularlas y tampoco para ocultar los pómulos que se le hacían más prominente y las mejillas más hundidas.

Comisionaron a una de ellas, a Sor Piedad, para que le hiciera comprender que su mutismo iba en perjuicio de la comunidad y que el sacrificio del ayuno solamente se debería tomar con anuencia extraordinaria enviada por la Superiora desde Centroamérica. Paradójicamente, la conversación con una persona de menor jerarquía fue más beneficiosa que la fervorosa entrega en el confesionario o la confianza en la autoridad obispal. Ambas monjitas, que aprendieron a compartir reglas de castidad y pobreza, y cuyo celo se basaba en la compasión al prójimo, convinieron en aguardar juntas, en la Dirección, la llegada de las doce de la noche, querían confirmar primeramente si las percepciones fantásticas eran asequibles a toda persona. Pensaron que con una compañía cualquier imaginación terrible de una sola mente, no podría repetirse.

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La noche es huraña para el sentimiento de los humanos. Está meneando falanges en cada rincón del silencio. Está preparando vorágines en cada pedazo de tiempo, sus imprescindibles acciones van fermentando en acecho.

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Las cuentas del rosario, progresivamente, corren más rápido mientras las manecillas del reloj se van acercando a la cifra DOCE, con uniformidad. Sale el murmullo de las bocas de ambas monjas que, automática e irreverentemente, repiten sus oraciones.

La espera de tres horas va a alcanzar su culminación. Como de un abismo sin fondo se presiente un rumor que predice una tromba gigantesca. El suelo está reseco por los rigores del altiplano y con su temblor sonoro, sin movimiento visible, se teme el inicio prematuro de un desastre. Mientras tanto, va creciendo una carcajada revuelta en la furia de vientos rezongantes. Ocultando el susto, en abstracción valiente, se descubre que esos ruidos son nada más que el trajinar de una carreta. Un estímulo afiebrado para que los sentidos orbiten alrededor de los delirios. El traqueteo de las ruedas de madera contra el suelo desnivelado asemeja una garganta ronca y blasfema, que va desmenuzando frases soeces corrosivas. El ambiente se llena rápidamente de un frío fétido, contaminante de pestilencias. Crece el ruido. Crece el ruido enervante. El ruido que es locura, crece. El paroxismo será el estallido de todos los órganos interiores por la presión sonora. No se sabe si es el tronar o es el miedo que desgaja los nervios como obra de huracán.

La monjita, aún serena porque continúa recitando, con los ojos cerrados y las mejillas calientes, sus oraciones desesperadas, al fin se atreve a observar a su acompañante. Sor Piedad está espantada, se le nota en el rostro que tiene pincelada morada y en los ojos desorbitados con las pupilas dilatadas. No llora. Ni respira. Sus manos ya no tocan el rosario, están presionando el pecho en un gesto contracturado de dolor. Entre el desconcierto de su mente, la monjita alcanza a recordar que Sor Piedad era cardiaca. Con el temor del daño irremediable, se levanta y va a hacer lo que le incita su desesperación y lo que ninguna noche pudo siquiera intentar.

***

Gime la cuenta negra en el tictac sádico de las horas. No han pasado ni segundos, pero son siglos crueles que se alargan en la ronda nocturna de los espectros. Afuera, los cascos se acercan con golpes de combos espeluznantes. Llora la noche ya loca. La congoja se hace sombras. En un alarido que espanta, los caballos se desbocan. Llora la noche ya loca.

La monjita se acerca al portón prohibido. El que nunca debe abrirse en horas de la noche. Aceleradamente corre los picaportes, y cuando sale a la calle siente que está viviendo en otra época. Han desaparecido los edificios altos y modernos; y en tono ocre, entre neblina, ve casonas de adobe derruido y tejados antiguos. Se ha perdido en asfaltado, hay solo una vereda de tierra y empedrado desigual.

Hasta su iglesia que hace poco ella mandó a pintar y a poner canceles de hierro, no es más que una caricatura del ingreso a un camposanto. A unos cincuenta metros avanzan cuatro bestias encabritadas, más grandes de lo imaginable, imitando un barullo ensordecedor y tirando de una carreta estrepitosa que es solo un fuego monstruoso. Mientras más se le aproximan a la monjita, ella cree ver a todos los pecados ardiendo sin sollozos, mas con placer.

De repente, antes que pueda persignarse, de en medio de esa aparición tenebrosa se extienden los huesecillos de las manos del cochero y recorren la frente, la nariz y el mentón de la monjita con una agilidad horrible. Entonces siente que sus vestiduras religiosas se sostienen únicamente por los huesos de su cuerpo.

Su piel y sus músculos se perdieron en un suspiro. Permanecen las costillas, pero, por dentro, ha quedado vacía. Ya no siente los violentos latidos en su pecho. Su corazón, como llamarada, se ha marchado con el fuego crepitante de las bestias.

Alfonso Gamarra Durana.

Escritor orureño, 1931-2014.

Académico de la Lengua y escritor.

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