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Domingo 15 de enero de 2017

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Cultural El Duende

Las emociones colectivas, la inclinación al maniqueísmo y la cultura política en el área andina

15 ene 2017

H. C. F. Mansilla

El factor religioso es fundamental para comprender la situación contemporánea de la cultura política en América Latina y especialmente de la región andina en sentido estricto (el territorio desde Ecuador hasta Bolivia). Los intentos revolucionarios han estado impregnados desde un comienzo por una retórica y unos contenidos derivados de un credo católico popular con elementos proféticos y quiliásticos. Simultáneamente este credo puede ser calificado como conservador: no sólo su cimiento agrario-ruralista, sino su carácter anticosmopolita, anti-individualista y antirracionalista lo ha conducido muchas veces a despreciar el modelo liberal de democracia deliberativa, de resolución negociada de conflictos y del Estado de derecho.

Durante un tiempo muy largo, tanto en la época colonial como bajo los regímenes republicanos, la mayoría de la población andina ha estado sometida a pautas de comportamiento que favorecían una identificación fácil con los sistemas culturales imperantes. Estas normativas no han fomentado la formación de consciencias individuales autónomas con tendencia crítica. Hasta mediados del siglo XX la Iglesia Católica promovió esas actitudes con la fortaleza que su autoridad intelectual y su prestigio cultural le brindaban. Se puede afirmar que la atmósfera general estaba impregnada por enseñanzas dogmáticas de origen religioso, que poco a poco han cedido su lugar a ideologías políticas de distinto contenido, las que, sin embargo, rara vez han abarcado una orientación racional, pluralista y tolerante. Aunque el orden social respectivo haya experimentado desde comienzos del siglo XX la importación de tecnologías modernas de variado tipo, la llamada inercia cultural contribuye a preservar una continuada vigencia de esos valores conservadores de orientación, junto con la persistencia de viejas rutinas y convenciones en el plano político. Someramente se puede describir esta constelación como un dogmatismo provinciano, dentro del cual no estaba y no está bien vista la curiosidad por otros modelos civilizatorios, y donde tampoco se impulsa el ejercicio efectivo del libre albedrío.

Considerando este trasfondo se puede entender mejor cuán expandida y profunda resulta ser la resistencia popular en el área andina a las formas modernas de la democracia. Hay que considerar la alta posibilidad de que una creación fundamentalmente racionalista, como es la democracia contemporánea, sea extraña a segmentos sociales que sólo han recibido influencias culturales convencionales y de carácter prerracional, como han sido los valores religiosos colectivistas en la época colonial española y las normativas provincianas de buena parte de la era republicana. Un ejemplo de ello es el localismo cultural y religioso que conlleva, por ejemplo, la revitalización de los credos animistas andinos. En los últimos años la invención de la tradición en el caso de las religiones andinas ha significado, en el fondo, la utilización ideológica e instrumental de prácticas religiosas, reconstituidas artificialmente, en pro de metas políticas prosaicas y usuales. De manera explícita las doctrinas que subyacen a estas tendencias propagan el reemplazo de la democracia liberal-pluralista y del Estado de derecho por el restablecimiento de formas arcaicas y autoritarias de ordenamiento social.

Las intuiciones y las corazonadas configuran ahora el fundamento teórico de posiciones indianistas en la región andina. La evocación emotiva del memorial de agravios lleva a postular un paradigma de la vida, un modelo de "verdadera patria", que sólo puede ocurrir mediante la "destrucción de los estados ocupantes vigentes en la actualidad", lo que significaría "volver a la edad dorada de nuestros antepasados", a ese "paradigma ancestral", que es el "reencuentro de nosotros con nuestros antepasados", como suenan las consignas más conocidas de las corrientes indianistas. Estas últimas se refugian en una concepción presuntamente ejemplar de la vida social y política, que es imaginada explícitamente como el retorno a la Edad Dorada de los antepasados, la cual pasa así a conformar también el modelo indiscutido del futuro. Estas teorías nos muestran el conflicto entre el anhelo por la dignidad y por el reconocimiento, que ciertamente prevalece todavía en el seno de las comunidades indígenas andinas, y las dificultades de su satisfacción en un medio que se moderniza aceleradamente, es decir que evoluciona según los parámetros de los Otros, de la civilización occidental.

La importancia de los textos de la corriente indianista radica en que estos articulan una temática de alto valor emocional y por ello muy importante para las comunidades involucradas. Estos enfoques pueden ser calificados como conservadores porque presuponen la existencia de esencias colectivas, inmutables al paso del tiempo, que determinan lo más íntimo y valioso de la población indígena, esencias que no son explicitadas racionalmente, sino evocadas con mucho sentimiento, como si ello bastara para intuirlas correctamente y fijarlas en la memoria colectiva. Estas esencias se manifiestan en los elementos de sociabilidad, folklore y misticismo (la música, la comida, la estructura familiar, los vínculos con el paisaje, los mitos acerca de los nexos entre el Hombre y el universo), que conforman, según Adolfo Gilly, el núcleo de la identidad colectiva andina y de su dignidad ontológica superior. Gilly, un argentino nacionalizado mexicano, es uno de los más destacados representantes del marxismo radical heideggeriano y un notable estudioso de la cultura andina contemporánea. Su concepción, más evocativa que analítica, hace renacer un tiempo y un mundo idealizados, y para ello hay que tener una empatía elemental a priori con ese universo, que no puede ser comprendido mediante un análisis racional a posteriori. Para entenderlo, nos dice Gilly, hay que tomar partido por él, por sus habitantes, sus anhelos y sus penas. �nicamente los revolucionarios, mediante su ética de la solidaridad y fraternidad inmediatas, pueden adentrarse en esa mentalidad popular. Este principio doctrinario conlleva, empero, el peligro de que comprender abarque también las funciones de perdonar y justificar.

Menciono esta corriente de pensamiento por su gran difusión en el área andina. Ella recurre a una visión simplificada del desarrollo histórico: los indígenas harían bien al generar un odio profundo a los representantes del colonialismo interno, a los terratenientes, al Estado manejado por los blancos y mestizos, a los extranjeros, pues ese odio, dice Gilly, sería sagrado, vivificante y una forma superior de auto-afirmación ante uno mismo. La voluntad de sacrificio que nace de ese odio constituiría una especie de acción heroica e histórica, que se convertiría al mismo tiempo en amor al pueblo, a los pobres y marginados. La compensación por la dignidad perdida, que se quiere alcanzar revolucionariamente, se revela, empero, como la consecución de actos simbólicos y gestos casi esotéricos de muy poca relevancia práctica, aunque se puede argumentar que los ajenos a esta cultura ofendida no pueden comprender el alcance y la verdadera significación de esos actos sucedáneos. De todas maneras: llama la atención la desproporción entre la intensidad del sentimiento colectivo de reivindicación histórica, por un lado, y la modestia de los bienes emblemáticos que crearían esa satisfacción, por otro. Adolfo Gilly concluye que el odio y la voluntad de sacrificio de los humillados "se nutren de la imagen de los antepasados oprimidos y no del ideal de los descendientes libres". Esta concepción propugna al fin y al cabo la restauración del orden social anterior a la llegada de los españoles, orden considerado como óptimo y paradigmático, pues correspondería a una primigenia Edad de Oro de la abundancia material y de la fraternidad permanente, como en numerosas utopías clásicas. Este retorno significaría en la realidad reescribir la historia universal y negar sus resultados tangibles.

Las posiciones y doctrinas aquí criticadas pueden ser calificadas como básicamente conservadoras. Ellas comparten una pretensión elitista - no universalista - que atribuye a los iniciados el comprender e interpretar correctamente las esperanzas y los anhelos del pueblo. Sólo los puros de corazón lo pueden hacer, porque ellos sienten y viven los sufrimientos de la población. Estas doctrinas enseñan un dualismo severo entre (a) el bien (verdad, colectivismo, solidaridad de los pobres y explotados, lo nuevo absoluto, utopía brillante) y (b) el mal (mentira, individualismo, egoísmo de las élites, realidad detestable, la propiedad privada como fuente de todos los males). Se trata un verdadero maniqueísmo fundamentalista -fuerzas mutuamente excluyentes- que induce a un rigorismo moral-político que tiene poco que ver con los problemas cotidianos de las sociedades latinoamericanas, las que poseen identidades múltiples y cambiantes y relaciones complejas con el mundo occidental. De todas maneras: en América Latina esta corriente tiene una fuerte implantación romántica, con claros motivos antirracionalistas, antiliberales y anticapitalistas.

La insoportable carencia de solidaridad y fraternidad en el mundo moderno ha generado en el área andina una considerable demanda por explicaciones que interpretan la realidad política y cultural acudiendo a conocidos métodos que simplifican los contextos sociales. El núcleo de todos ellos contiene una oposición binaria: por un lado se halla (a) la esfera del sentimiento religioso, de los sueños y anhelos de la sociedad, y por otro se encuentran (b) el mundo laboral, los negocios y la política convencional, es decir los terrenos basados en el principio del cálculo, el rendimiento y la eficacia. La primera esfera mencionada se acerca a la calidad de lo divino y por ello no puede ser comprendida adecuadamente mediante esfuerzos racionales. Es el espacio del amor, el altruismo, la confianza y la espontaneidad en las relaciones humanas, el campo de la solidaridad inmediata entre los hombres y de la amistad sin conjeturas materialistas, pero también el lugar de las utopías sociales, la cólera revolucionaria y la violencia política ante las grandes injusticias históricas. Aquí no tienen cabida las intermediaciones institucionales, las limitaciones impuestas por leyes y estatutos. Esta esfera posee una dignidad ontológica superior en comparación con las otras actividades y creaciones humanas. Por contraposición el segundo ámbito corresponde al reino terrestre y pedestre de la racionalidad instrumental y la proporcionalidad de los medios. Es el campo de las instituciones, los estatutos y las leyes, pero también de los intereses particulares. Constituye el plano del egoísmo y de los cálculos mezquinos. De acuerdo a esta reflexión, la violencia revolucionaria tiene carácter de pureza religioso-ética y dignidad ontológica superior, y no puede ser juzgada por mezquinas conjeturas de proporciones y habituales reflexiones de toma y daca. Las revoluciones genuinas y la violencia popular, por lo tanto, tendrían un derecho histórico superior frente a toda crítica proveniente del liberalismo racionalista. Las emociones, los sentimientos y las intuiciones pertenecen a ese espacio privilegiado y no pueden, por ello, ser sometidas a un mero análisis racional. Todo esto les proporciona una notable fortaleza frente a una opinión pública convencional -como la andina- que no ha conocido una tradición racionalista de igual vigor y magnitud.

Frente a esta constelación hay que considerar lo siguiente. Uno de los grandes temas de la ensayística latinoamericana ha sido el análisis de las actividades públicas de los intelectuales. Los que hablan en nombre de las poblaciones involucradas y descifran las emociones y las intuiciones para el uso cotidiano contemporáneo reiteran las prácticas elitarias tradicionales y las rutinas políticas de vieja data. Por ello los movimientos indianistas y sus dirigentes no pueden ser exonerados del reproche de perpetuar valores conservadores de orientación. Debemos, por consiguiente, seguir el ideal socrático: tratar de diluir los prejuicios prevalecientes, sin establecer nuevos dogmas.

* Hugo Celso Felipe Mansilla. Doctor en Filosofía.

Académico de la Lengua.

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