Las tareas gubernamentales -la elaboración, discusión e implantación de políticas públicas- suponen hoy en día un alto grado de complejidad y especialización. Por esta razón los gobiernos contemporáneos tienen que tomar constantemente decisiones de acuerdo con circunstancias cambiantes, asumiendo responsabilidades por las mismas y evaluando sus resultados.
Todo ello vuelve inviable, e incluso innecesaria la participación permanente de la ciudadanía en su conjunto, que no sólo desconoce generalmente la complejidad de los problemas en cuestión sino que, por razones evidentes, no puede dedicarse de tiempo completo a las tareas de gobierno. Un Estado que, por incrementar la democracia, pretendiera poner a discusión y votación del pueblo todas y cada una de las medidas a tomar, no sólo caería en políticas incoherentes y contradictorias, sino que también se volvería intolerable para el buen funcionamiento de la sociedad al exigir de los ciudadanos una dedicación total en las cuestiones públicas.
Por ello, la democracia moderna sólo puede ser representativa, es decir, basarse en el principio de la representación política. El pueblo -los ciudadanos en su conjunto- no elige de hecho, bajo este principio, las políticas a seguir, las decisiones a tomar, sino que elige a representantes, a políticos, que serán los responsables directos de tomar la mayoría de las decisiones. Esto no anula, por supuesto, la posibilidad de que en algunos casos excepcionales (la aprobación de una ley fundamental o de una medida extraordinaria) se pueda recurrir a un plebiscito o referéndum, es decir, a una votación general para conocer la opinión directa de la ciudadanía. No obstante, debieran ser evidentes las limitaciones de un procedimiento que, por naturaleza, excluye la complejidad de los problemas así como la necesidad de discutir ampliamente las políticas a seguir, y que sólo puede proponer alternativas simples a favor o en contra.
De esta manera, la selección y elección democrática de los representantes y funcionarios se convierte en un momento esencial de la democracia moderna.
Por esta razón, buena parte de las reglas del juego democrático tiene que ver con las instancias, formas y estrategias relacionadas con los procesos electorales, pues es en estos procesos donde el pueblo soberano, la ciudadanía activa, hace pesar directamente su poder (sus derechos políticos) mediante el voto.
Es en ellos, además, donde cada individuo, independientemente de su sexo, posición social o identidad cultural, puede expresar libremente sus preferencias políticas, en el entendido de que ellas valdrán exactamente lo mismo que las de cualquier otro individuo.
Es evidente, sin embargo, que en sociedades donde votan millones de personas la elección de representantes y gobernantes no puede hacerse sin la presencia de veedores internacionales en la existencia de una inmanejable dispersión de los sufragios.
Es por ello que la democracia moderna requiere de la formación de partidos políticos, de organizaciones voluntarias especializadas precisamente en la formación constante de líderes y postulación de candidatos a los puestos de elección popular.
Los partidos políticos son, por lo tanto, organismos indispensables para relacionar a la sociedad civil, a los ciudadanos, con el Estado y su gobierno, en la medida en que se encargan justamente de proponer y promover programas de gobierno junto con las personas que consideran idóneas para llevarlos a la práctica.
Ahora bien, el sufragio sólo puede tener sentido democrático, sólo puede expresar efectivamente los derechos políticos del ciudadano, si existen realmente alternativas políticas, es decir, si existe un sistema de partidos plural, capaz de expresar, articular y representar los intereses y opiniones fundamentales de la sociedad civil.
Es mediante las elecciones, entonces, que el pueblo soberano, los ciudadanos, autorizan a determinadas personas a legislar o a realizar otras tareas gubernamentales, constitucionalmente delimitadas, por un tiempo determinado.
Con ello el pueblo delega en sus representantes electos la capacidad de tomar decisiones, en el entendido de que una vez transcurrido el lapso predeterminado podrá evaluar y sancionar electoralmente el comportamiento político de los mismos.
De esta manera, a pesar de las mediaciones y a través de ellas, se asegura que sea la soberanía popular la fuente y el origen de la autoridad democráticamente legitimada.
La democracia moderna es, en suma, un conjunto de procedimientos encargados de hacer viable el principio fundamental de la soberanía popular, el gobierno del pueblo por el pueblo. Se trata, por tanto, de una democracia política, en la medida en que es básicamente un método para formar gobiernos y legitimar sus políticas. Se trata de una democracia formal, porque como método es independiente de los contenidos sustanciales, es decir, de las políticas y programas concretos que las diversas fuerzas políticas promuevan.
Entones se trata, además, de una democracia representativa, por cuanto la legitimidad de dichos gobiernos y políticas debe expresar la voluntad de los ciudadanos o, por lo menos, contar con el consenso explícito de los mismos.
Así definida, la democracia moderna ha de entenderse como una democracia procedimental o formal, como un método y no como una política o programa de gobierno en particular que pueda identificarse con uno u otro partido o ideología política
La democracia no debe verse, por lo tanto, como una solución de los problemas que aquejan a una sociedad, mucho menos como una varita mágica que posibilite la superación de todas las dificultades.
(*) Ingeniero
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