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Sinceramente, señora, le pido mil veces perdón por estos estúpidos, anónimos y pésimos versos que huelen horriblemente a puerilidad; pero ¿qué puedo hacer? Soy tan egoÃsta como un niño o un inválido. Pienso en las personas a las que amo cuando sufro. Normalmente pienso en usted cuando escribo y, cuando el verso está acabado, no puedo resistir el deseo de que lo lea la persona que los inspiró. Al mismo tiempo, me escondo como alguien que tuviera mucho miedo a parecer ridÃculo. ¿No hay algo esencialmente cómico en el amor?, sobre todo para los que no están involucrados.
Pero le juro que esta será la última vez que me exponga al ridÃculo; y, si mi ardiente amistad hacia usted se prolonga en el futuro tanto como ha durado en el pasado, le diré una cosa: ambos seremos ancianos.
Por más absurdo que esto pueda parecerle, recuerde que hay un corazón del que serÃa cruel burlarse y en el que su imagen está siempre viva.
Una vez, solo una vez, amada y gentil dama,
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sobre mis brazos descansó su brazo de nieve,
y en el fondo de mi espÃritu, apagado y turbio,
ese recuerdo ahora brilla.
Era hora tardÃa,
y como una medalla destellando
la luna llena mostró su rostro,
y el esplendor de la noche
derramándose sobre ParÃs
llenó cada lugar silencioso.
A lo largo de las casa,
escondiéndose en los portales,
pasaban los gatos a hurtadillas
y con el oÃdo atento
o deslizándose lentamente,
nos seguÃan,
como fantasmas
de personas amadas muertas.
De repente,
en nuestra relación libre y franca,
nació de ella una lÃmpida luz,
de usted, rico instrumento,
cuya única vibración
era resplandeciente y luminosa.
De usted, alegre
como un repiqueteo de fanfarria
por entre los bosques por la mañana,
con un acento agudo y
vacilante sonando extrañamente
escapó una nota desolada.
Como un niño deforme,
oscuro, abandonado,
con su vergüenza que soportar
y mucho tiempo oculto,
sin que ningún ojo lo viera,
en alguna caverna desconocida.
Vuestra nota metálica gritaba clara:
pobre, espÃritu prisionero,
que nada en el mundo es seguro o firme,
y que ese egoÃsmo humano
aunque mucho se adornase como un mérito,
se traiciona a sà mismo al final.
Esa difÃcil suerte de ser
la reina de la belleza,
en la que todo es inútil,
como la sonrisa mecánica
de alguna bailarina pagada,
desmayándose en su deber,
todavÃa con su mirada vacÃa.
Si uno se fÃa de los corazones,
el mal le acontecerá,
que todo se rompe,
y el amor
y la belleza se desvanecen,
hasta que el olvido
los arroja en su cesta
como escombros de la eternidad.
A menudo he traÃdo a mi mente
aquella noche encantada,
el silencio y la languidez sobre todo,
y esa confidencia salvaje,
asà tan ásperamente cantada,
del corazón en el confesionario.