¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...
La casa encantada de la que les voy a contar, quedaba (debe seguir aún ahÃ) en la calle Sucre entre Petot y Camacho. La dueña de casa era la señora Laura Luna, una aristocrática dama de rancia alcurnia ´orureña, quien, después de la muerte de su esposo, heredó varias casas. Una de éstas era la de la calle Sucre. Doña Laura no vivÃa en esta casa, posiblemente porque sabÃa que estaba encantada. Como viuda ya de cierta edad, sin embargo, ella tenÃa que vivir de algo y lo que hacÃa era alquilar sus casas.
Nunca tuvo problemas en alquilar la de la calle Sucre, porque estaba situada en un barrio tranquilo, céntrico y ordenado. La casa, como casi todas las casas antiguas, tenÃa un lindo y soleado patio y un abrigado solario. Esto era el anzuelo, por llamarlo de alguna manera, para que los potenciales inquilinos quedaran prendados de la casa, puesto que es sabido que en invierno, en Oruro, la temperatura puede llegar a varios grados bajo cero, y, en esos casos, no hay nada más acogedor y agradable que... un patio y un solario.
Leer más
Sin embargo, los inquilinos nunca llegaban a habitar la casa por más de tres meses, ya que ocurrÃan cosas extrañas y misteriosas, que pasaré a contarles: Un dÃa de marzo de principios de los años cincuenta, se trasladó una familia con tres niños y una empleada. Los papás estaban muy contentos porque la casa les quedaba a los chicos muy cerca del colegio, al que podÃan ir a pie. Pero al lugar que casi nadie querÃa ir ni a pie (a no ser que lo llevaran en andas) ni solo, era al baño. También la cocina era otro lugar de mucho riesgo de taparse con fantasmas e eso fue lo que eran, según constataron al final, es decir, antes de marcharse despavoridamente de la casa).
Y es que estos dos cuartos quedaban detrás del patio,´ en un lugar lleno de sombra, donde a las cuatro de la tarde ya reinaba la oscuridad. Se llegaba ahà únicamente cruzando un entubado y angosto zaguán, que, además, presentaba un cierto declive. Los muros eran de abobe, muy anchos y gruesos; los techos de toda la casa eran altÃsimos, como se acostumbraba construir, de acuerdo con la arquitectura anterior a la década de los cincuenta, pues la casa ya tenÃa sus buenos años. Y como muchos de Uds. saben, precisamente de noche es cuando uno quiere ir, ya sea al baño´ o a la cocina. El asunto del baño se solucionó rápidamente.
Todos sabÃan que debÃan realizar su aseo personal y otros menesteres y rituales que la gente suele realizar antes de irse a la cama, mucho antes de que cayera la noche. Pero el drama nocturno no comenzaba ahÃ. Ya al anochecer, apenas oscurecÃa, se escuchaban unos lamentos tan agudos, que hacÃan estremecer a cualquiera. ParecÃan los gemidos de alguien que sufrÃa un tremendo dolor o que padecÃa de alguna enfermedad que lo tenÃa terriblemente adolorido. Los chicos pensaron que podÃa tratarse de un espantoso dolor de muelas, que es de los dolores, el peor.
El que ha comido muchos chocolates y dulces, lo sabe. De todas maneras, estos lamentos se oÃan por un buen y largo rato, que mantenÃa a todos en vilo, especialmente a la mamá y a la empleada, porque no podÃan hacer la cena.
A exigencia de los niños, que tenÃan hambre casi todas las noches, la señora enviaba a la empleada, quien inocentemente enfilaba hacia el zaguán, para luego dirigirse a su lugar de trabajo. Pero asà de entrar al zaguán, no se prendÃa la luz, por más que ella insistiera en que el foco no estaba quemado.
La luz, simplemente, no se encendÃa y alguien (¿el fantasma?) empezaba a arrojar una serie de piedrecillas que saltaban por el techo y caÃan sobre la cabeza de las personas que lograban cruzar el frÃo zaguán. Esto, aparte de ser sumamente desagradable, causaba ya un ataque de nervios a cualquiera que se las diera de valiente e intentara llegar a la cocina, ya que tenÃan que hacerlo a la luz de velas, lo cual de por sà ya le daba una atmósfera tétrica a todo el ambiente.
Pero lo que sà daba origen a ataques verdaderos de histeria, especialmente a la pobre empleada de la casa, era que asà de entrar a la cocina, alguien (¿el fantasma?) comenzaba a hacer uso del batán y a moler... agua, simplemente agua. Esto enloquecÃa a la empleada, quien, no podÃa sujetar el batán para moler una sencilla lIajua, que era la favorita del caballero. Para él, la comida sin llajua, no era comida. Esto desesperaba a la muchacha que varias veces se quejó a la señora para decirle que el batán ya lo maniobraba alguien y no la dejaba trabajar.
Cierta noche, y a raÃz de las quejas de la empleada, quien después de esta fantasmagórica experiencia se negó rotundamente a ir sola a la cocina, la señora se animó y sacó fuerzas de voluntad para ir juntamente con la muchacha a ver si era cierto lo que decÃa. Ya la situación no podÃa ser peor. En realidad, con todo lo que ya ocurrÃa por las noches, (de dÃa la casa era absolutamente normal y las actividades se realizaban sin el menor de los obstáculos) era suficiente como para que se le pararan los pelos de punta a cualquiera y se estremeciera hasta el último rincón del alma.
Sin embargo, la señora, todavÃa algo incrédula y con la esperanza de que se frate ´sólo de alguna rara percepción de la chica, entró con ella a la cocina, después de eludir con habilidad toda la sarta de piedras que le volaron encima de la cabeza, y constató que, efectivamente, el batán de la cocina se movÃa sinuosamente como manejado por brazos de un ser invisible. Tremendamente consternada y, entrando en un pánico total, salió corriendo de la cocina y no quiso volver nunca más.
Al llegar su esposo a la casa, la encontró rodeada de sus hijos, tan asustados como ella, todos llorando y temblando de miedo. La empleada doméstica ya habÃa ido a su cuarto a empacar sus cosas y manifestó que "se iba esa misma noche". No habÃa fuerza que la detuviera, ni siquiera querÃa saber de su sueldo. Simplemente, querÃa alejarse de allÃ. Obviamente, pocos dÃas después la familia abandonó la "casa encantada" y doña Laura Luna tuvo, a partir de entonces, tremendas dificultades en alquilarla, ya que el rumor (o la verdad) sobre su casita de la calle Sucre, cundió como reguero de pólvora y nadie, por más valiente que fuera, se animaba a vivir en una casa "tan pesada". Menos mal que la señora Luna tenÃa otras propiedades para alquilar y de esa manera se mantuvo, bastante bien, hasta su muerte, algunos años después.
* Gladys Dávalos Arze. Oruro, 1950 - La Paz, 2012. Escritora. Académica de la Lengua.