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Domingo 18 de diciembre de 2016

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Cultural El Duende

La casa encantada de Laura Luna

18 dic 2016

Gladys Dávalos

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La casa encantada de la que les voy a contar, quedaba (debe seguir aún ahí) en la calle Sucre entre Petot y Camacho. La dueña de casa era la señora Laura Luna, una aristocrática dama de rancia alcurnia ´orureña, quien, después de la muerte de su esposo, heredó varias casas. Una de éstas era la de la calle Sucre. Doña Laura no vivía en esta casa, posiblemente porque sabía que estaba encantada. Como viuda ya de cierta edad, sin embargo, ella tenía que vivir de algo y lo que hacía era alquilar sus casas.

Nunca tuvo problemas en alquilar la de la calle Sucre, porque estaba situada en un barrio tranquilo, céntrico y ordenado. La casa, como casi todas las casas antiguas, tenía un lindo y soleado patio y un abrigado solario. Esto era el anzuelo, por llamarlo de alguna manera, para que los potenciales inquilinos quedaran prendados de la casa, puesto que es sabido que en invierno, en Oruro, la temperatura puede llegar a varios grados bajo cero, y, en esos casos, no hay nada más acogedor y agradable que... un patio y un solario.

Sin embargo, los inquilinos nunca llegaban a habitar la casa por más de tres meses, ya que ocurrían cosas extrañas y misteriosas, que pasaré a contarles: Un día de marzo de principios de los años cincuenta, se trasladó una familia con tres niños y una empleada. Los papás estaban muy contentos porque la casa les quedaba a los chicos muy cerca del colegio, al que podían ir a pie. Pero al lugar que casi nadie quería ir ni a pie (a no ser que lo llevaran en andas) ni solo, era al baño. También la cocina era otro lugar de mucho riesgo de taparse con fantasmas e eso fue lo que eran, según constataron al final, es decir, antes de marcharse despavoridamente de la casa).

Y es que estos dos cuartos quedaban detrás del patio,´ en un lugar lleno de sombra, donde a las cuatro de la tarde ya reinaba la oscuridad. Se llegaba ahí únicamente cruzando un entubado y angosto zaguán, que, además, presentaba un cierto declive. Los muros eran de abobe, muy anchos y gruesos; los techos de toda la casa eran altísimos, como se acostumbraba construir, de acuerdo con la arquitectura anterior a la década de los cincuenta, pues la casa ya tenía sus buenos años. Y como muchos de Uds. saben, precisamente de noche es cuando uno quiere ir, ya sea al baño´ o a la cocina. El asunto del baño se solucionó rápidamente.

Todos sabían que debían realizar su aseo personal y otros menesteres y rituales que la gente suele realizar antes de irse a la cama, mucho antes de que cayera la noche. Pero el drama nocturno no comenzaba ahí. Ya al anochecer, apenas oscurecía, se escuchaban unos lamentos tan agudos, que hacían estremecer a cualquiera. Parecían los gemidos de alguien que sufría un tremendo dolor o que padecía de alguna enfermedad que lo tenía terriblemente adolorido. Los chicos pensaron que podía tratarse de un espantoso dolor de muelas, que es de los dolores, el peor.

El que ha comido muchos chocolates y dulces, lo sabe. De todas maneras, estos lamentos se oían por un buen y largo rato, que mantenía a todos en vilo, especialmente a la mamá y a la empleada, porque no podían hacer la cena.

A exigencia de los niños, que tenían hambre casi todas las noches, la señora enviaba a la empleada, quien inocentemente enfilaba hacia el zaguán, para luego dirigirse a su lugar de trabajo. Pero así de entrar al zaguán, no se prendía la luz, por más que ella insistiera en que el foco no estaba quemado.

La luz, simplemente, no se encendía y alguien (¿el fantasma?) empezaba a arrojar una serie de piedrecillas que saltaban por el techo y caían sobre la cabeza de las personas que lograban cruzar el frío zaguán. Esto, aparte de ser sumamente desagradable, causaba ya un ataque de nervios a cualquiera que se las diera de valiente e intentara llegar a la cocina, ya que tenían que hacerlo a la luz de velas, lo cual de por sí ya le daba una atmósfera tétrica a todo el ambiente.

Pero lo que sí daba origen a ataques verdaderos de histeria, especialmente a la pobre empleada de la casa, era que así de entrar a la cocina, alguien (¿el fantasma?) comenzaba a hacer uso del batán y a moler... agua, simplemente agua. Esto enloquecía a la empleada, quien, no podía sujetar el batán para moler una sencilla lIajua, que era la favorita del caballero. Para él, la comida sin llajua, no era comida. Esto desesperaba a la muchacha que varias veces se quejó a la señora para decirle que el batán ya lo maniobraba alguien y no la dejaba trabajar.

Cierta noche, y a raíz de las quejas de la empleada, quien después de esta fantasmagórica experiencia se negó rotundamente a ir sola a la cocina, la señora se animó y sacó fuerzas de voluntad para ir juntamente con la muchacha a ver si era cierto lo que decía. Ya la situación no podía ser peor. En realidad, con todo lo que ya ocurría por las noches, (de día la casa era absolutamente normal y las actividades se realizaban sin el menor de los obstáculos) era suficiente como para que se le pararan los pelos de punta a cualquiera y se estremeciera hasta el último rincón del alma.

Sin embargo, la señora, todavía algo incrédula y con la esperanza de que se frate ´sólo de alguna rara percepción de la chica, entró con ella a la cocina, después de eludir con habilidad toda la sarta de piedras que le volaron encima de la cabeza, y constató que, efectivamente, el batán de la cocina se movía sinuosamente como manejado por brazos de un ser invisible. Tremendamente consternada y, entrando en un pánico total, salió corriendo de la cocina y no quiso volver nunca más.

Al llegar su esposo a la casa, la encontró rodeada de sus hijos, tan asustados como ella, todos llorando y temblando de miedo. La empleada doméstica ya había ido a su cuarto a empacar sus cosas y manifestó que "se iba esa misma noche". No había fuerza que la detuviera, ni siquiera quería saber de su sueldo. Simplemente, quería alejarse de allí. Obviamente, pocos días después la familia abandonó la "casa encantada" y doña Laura Luna tuvo, a partir de entonces, tremendas dificultades en alquilarla, ya que el rumor (o la verdad) sobre su casita de la calle Sucre, cundió como reguero de pólvora y nadie, por más valiente que fuera, se animaba a vivir en una casa "tan pesada". Menos mal que la señora Luna tenía otras propiedades para alquilar y de esa manera se mantuvo, bastante bien, hasta su muerte, algunos años después.

* Gladys Dávalos Arze. Oruro, 1950 - La Paz, 2012. Escritora. Académica de la Lengua.

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