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Domingo 18 de diciembre de 2016

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Cultural El Duende

Civilización y cultura

18 dic 2016

Miguel de Unamuno

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Hay un ambiente exterior, el mundo de los fenómenos sensibles, que nos envuelve y sustenta, y un ambiente interior, nuestra propia conciencia, el mundo de nuestras ideas, imaginaciones, deseos y sentimientos. Nadie puede decir dónde acaba el uno y el otro empieza; nadie trazar línea divisoria, nadie decir hasta qué punto somos nosotros del mundo externo o es este nuestro. Digo "mis ideas, mis sensaciones", lo mismo que "mis libros, mi reloj, mis zapatos", y digo "mi pueblo, mi país" y hasta "¡mi persona!" ¡Cuántas veces no llamamos nuestras a cosas de que somos poseídos! Lo mío precede al yo; hácese este a luz propia como posesor, se ve luego como productor y acaba por verse como verdadero yo cuando logra ajustar directamente su protección a su consumo.

Del ambiente exterior se forma el interior, por una especie de condensación orgánica, del mundo de los fenómenos externos, el de la conciencia, que reacciona sobre aquel y en él se expansiona. Hay un continuo flujo y reflujo difusivo entre mi conciencia y la naturaleza que me rodea que es mía también, mi naturaleza; a medida que se naturaliza mi espíritu, saturándose de realidad externa, espiritualizo la Naturaleza, saturándola de idealidad interna. Yo y el mundo nos hacemos mutuamente y de este juego de acciones y reacciones mutuas brota en mí la conciencia de mi yo, mi yo, antes de llegar a ser seca y limpiamente yo, yo puro. Es la conciencia de mí mismo el núcleo del recíproco juego entre mi mundo exterior y mi mundo interior. Del posesivo sale el personal.

Innecesario es que aquí me dilate en explicar cómo el ambiente hace al hombre, y este se hace aquel haciéndose a él. El hombre, modificado por el ambiente, lo modifica a su vez, y obran uno sobre otro en acciones y reacciones recíprocas. Puede decirse que obran el ambiente sobre el hombre, el hombre sobre el ambiente, este sobre sí mismo, por ministerio del hombre, y el hombre sobre sí por mediación del ambiente. La Naturaleza hizo que nos hiciéramos las manos; con ellas nos fabricamos en nuestro mundo exterior los utensilios, y en el interior, el uso y la comprensión de ellos; los utensilios y su uso enriquecieron nuestra mente, y nuestra mente así enriquecida, enriqueció el mundo de donde los habíamos sacado. Los utensilios son a la vez mis dos mundos: el de dentro y el de fuera. Da vértigo fecundo al hundirse en este inmenso campo de acciones, reacciones, mutualidades, sonidos, ecos que los refuerzan y con ellos se armonizan, ecos de los ecos y ecos de estos ecos en inaccesible proceso, ecos que hacen de resonadores, inmensa comunión de mi conciencia y mi naturaleza. Todo vive dentro de la Conciencia, de mi Conciencia; todo, incluso la conciencia de mí mismo, mi yo y los yoes de los demás hombres.

Importa mucho sentir en vivo, con honda comprensión, esta comunión entre nuestra conciencia y el mundo y cómo este es obra nuestra, como nosotros de él. El no comprenderlo bien lleva a concepciones parciales, como es en mucha parte la que se llama concepción materialista de la Historia, en que se convierte al hombre en mero juguete de las fuerzas económicas. Se han provocado recientemente empeñadas discusiones acerca de la selección y la herencia, negando unos la transmisión de los caracteres adquiridos y atribuyendo a selección mucho de lo que a herencia se atribuye. Reducida la cuestión de la biología general a la sociología, es esta: ¿es el ambiente social o el individuo el que progresa?

Cabe en rigor sostener que, desde los griegos acá, pongo por punto de partida, lo que ha progresado han sido las ciencias, las artes, las industrias, las instituciones sociales, los métodos e instrumentos, y no la capacidad humana individual, a sociedad más bien que el individuo, la civilización más que la cultura. Cabe sustentar que en el momento de nacer no traemos ventaja alguna de mayor perfección sobre los griegos antiguos; que heredamos en el ambiente social, y no en nuestro organismo íntimo ni es nuestra estructura mental, el legado de la acumulada labor de los siglos. Y cabe sostener, por el contrario, que con el progreso del ambiente social ha ido, en mayor, en menos o en igual grado, el de las congénitas facultades del individuo, que la civilización y la cultura marchan de par mediante acciones y reacciones mutuas.

Nadie puede poner en duda que, aun destruidos los artefactos todos de la mecánica, quedaría entera y viva la ciencia que los ha producido y vive atesorada en mentes humanas, quedaría viva y transmisible. Son dos cosas muy distintas la transmisión por el organismo corporal de una mayor capacidad mental y el hecho de que, aun destruida la exterioridad de una civilización quedara viva y transmisible la interioridad de la cultura. Junto a esto es de poca importancia la intransmisibilidad o transmisibilidad de la mayor capacidad mental que pueda adquirirse.

¿Sabéis la civilización toda que una lengua lleva hecha cultura, condensada en sí a presión de atmósferas espirituales de siglos enteros? Palabras hay muchas que son órganos atrofiados, y los órganos atrofiados recobran a las veces la función si la necesidad de esta rebulle en el organismo. Un hermoso fondo de verdad hay en la conseja del pobre padre que, perdida la mujer, y viéndose aislado y solo con el hambriento mamoncillo en brazos, le estrechó a sus pechos y logró a fuerza de amor, de fe y de esperanza que diera su sangre leche salvadora por las atrofiadas mamas. De la semilla nace el árbol, y este de otra semilla, preparando a la vez la tierra circundante para que la reciba. La semilla contiene en sí el árbol pasado y el futuro, es lo eterno del árbol. Semillas somos los hombres del árbol de la Humanidad. El hombre, el verdadero hombre, el que es un hombre, todo un hombre, lleva en sí heroico Robinsón, el mundo todo lo que le rodea; con su cultura civiliza cuanto maneja.

Se ha dicho que en la aurora de la Eda Media no estaban los hombres más adelantados que en la de Roma, negando así, en rigor, el proceso, lo eterno de Roma llevaba la incipiente Edad Media en su seno.

Con frecuencia se saca a relucir a este propósito la famosa teoría de los ricorsi o reflujos de Vico, los altos y bajos en el ritmo del progreso, los períodos de descenso tras los de ascenso, los de decadencia tras los de florecimiento. Y aquí entre la condenada concepción lineal, que hace se esquematice el progreso en una serie de ondulaciones ascendentes.

No, no es eso; es una serie de expansiones y concentraciones cualitativas, en un enriquecerse el ambiente social en la complejidad organizándose, descendiendo a las honduras eternas de la Humanidad y facilitando así un nuevo progreso; es un sucederse de semillas y árboles, cada semilla mejor que la precedente, más rico cada árbol que el que la precedió. Por expansiones y concentraciones, por diferenciaciones e integraciones, va penetrando la Naturaleza en el Espíritu, según este penetra en aquella. Las civilizaciones son matrices de culturas, y luego estas, libertadas de aquellas, que de placentas se convierten en quistes, dan origen a civilizaciones nuevas. De la civilización se condensa la cultura, precipitado de aquella; las instituciones sociales fomentan el progreso de la socialización; pero la misma complicación externa creciente acaba por ser embarazo y principio de la muerte. La letra, que protege y encarna el espíritu naciente, lo mata adulto. Así sucede también que la palabra, que engendra y cría la idea, la sofoca por fin, muere la palpitante cerne osificada por el dermato-esqueleto en que se ha convertido la capa de que brotara.

Es un terrible momento de malestar aquel en que se siente la opresión de la matriz. Al hundirse a su propia pesadumbre las civilizaciones exteriores, el mundo de las instituciones y monumentos del ambiente social, libertan las culturas interiores, de que fueron madres y a que ahogan al cabo.

¡Espectáculo triste para los espíritus románticos el de la ruina de una civilización! ¡Espectáculo triste, pero hermoso! Como los hombres nacen, viven y mueren las civilizaciones, se desintegran como se integraron. Y deben morir para que fructifique la cultura que condensaron, como debemos morir los hombres para que nuestras obras fructifiquen. Sin la muerte serían infecundos nuestros esfuerzos, podrían ensancharse, mas no dar fruto. Se deshace una civilización; pero ¿no han de llevar en sí los elementos desintegrados una complejidad más rica que aquellos otros de que brotó la integración de que procedieron?

La doctrina de la evolución se ha llevado a la química, y hay filósofos químicos que enseñan que los llamados cuerpos simples son producto evolutivo. Las evoluciones cósmicas hacen evolucionar los átomos. Desde los primitivos e hipotéticos átomos primarios, de materia prima o como quiera llamársela, a los últimos e irreductibles componentes de los actuales elementos simples, ¡qué mundos se habrá hecho y deshecho! ¡Quién sabe si a fin de cuentas, cuando se haga polvo este nuestro pobre mundo, y vuelvan a nebulosa sus civilizaciones todas, quedará como remanente, como fruto de tanto penar y de tanta vida, un nuevo cuerpo simple químico, un radicar hecho irreductible! ¡Uno a lo más, unos cuantos!

* Miguel de Unamuno.

Escritor, novelista, poeta

y dramaturgo español (1864-1936).

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