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Las informaciones acerca de choques armados, revueltas campesinas y guerrillas ya no son primicias en las páginas sombrÃas de la prensa peruana. Nos estamos habituando a la violencia, al horror. OÃmos decir o leemos que un subversivo ha sido abatido, o que a sangre y fuego se persigue a un agitador, y nos quedamos quietos. Sin embargo, de pronto, la lisa superficie de la costumbre se agita como si por primera vez un rebelde (se podrÃa escribir: un romántico) cayera ante las balas de la fuerza pública.
Ayer no más una noticia asà nos sacó de nuestro resignado acatamiento de la muerte anónima, la de la vÃctima sin rostro, comunero indio, minero mestizo o estudiante revolucionario. Una ráfaga de odio habÃa acabado con un poeta, Javier Heraud. Y no lo quisimos creer. Hasta hace apenas un año estaba ente nosotros, era un joven compañero, todavÃa un adolescente, y su talento nos sorprendÃa, nos enorgullecÃa.
No quiero -no puedo- escribir una elegÃa. La historia de Heraud es brevÃsima. Cinco años atrás ingresó a la Facultad de Letras de la Universidad Católica de Lima. Sus profesores Luis Jaime Cisneros, Washington Delgado, Luis Albero Ratto y José Miguel Oviedo descubrieron inmediatamente en él la rara calidad del artista de raza. Conforme se acendró en Heraud la vocación creadora su inconformÃsmo se hizo más premioso, exigente y, en cierto modo, mortal. Mas no era un fanático. Estaba cada vez más en sÃ, y también más dado a los demás. La editorial de poesÃa que Javier Sologuren con tanto sacrificio mantiene publicó, en 1960, un excelente poema de Heraud: El rÃo (Cuadernos del Hontanar, Lima). Un epÃgrafe de Antonio Machado -la vida baja como un ancho rÃo- desataba ahà un cántico en el que la existencia, como una caudalosa corriente brotada de un insignificante manantial, se confundÃa al fin con las aguas turbias, oceánicas, de una más plena vida. Entre El RÃo y su segundo libro, El viaje (Ediciones Cuadernos Trimestrales de PoesÃa, Lima, 1961), medió apenas un año, pero la intensidad con que el poeta vivió aquel tiempo, entregado ya a la lucha desigual en la que sucumbirÃa, estaba dulce y patéticamente inscrita en los nuevos versos.
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El viaje se cumplÃa hacia la propia intimidad: en ella Heraud no se recreaba porque, de vuelta de un largo recorrido por la realidad y la fantasÃa, su palabra ya no cantaba jubilosa. Confesión desgarradora, limpia de todo ornamento, desnuda como una luz substancial, los poemas de esta serie aludÃan reiteradamente a la muerte, llamándola y conjurándola, atraÃdo por ella a pesar de sà como la falena que gira alrededor de la llama que la ha de quemar. Ahora se habla de la premonición mortal contenida en los versos de Heraud, pero es preferible y más justo atribuir dicho culto de la muerte a la elección libre de un destino, no suicida sino mártir, distante por igual del éxito o del fracaso. El último poema, EpÃlogo, de su segundo libro, anunciaba su decisión: Sólo soy / un hombre triste / que agota sus palabras.
Agotadas sus palabras le quedaba la vida. A mediados de mayo, tras abandonar Cuba, adonde se habÃa dirigido para estudiar cinematografÃa, penetró en unión de siete estudiantes más la frontera selvática del Perú y el Brasil e ingresó en su tierra patria para luchar como guerrillero. Los ocho jóvenes combatientes atravesaron la enmarañada selva del departamento de Madre de Dios y arribaron tras larga jornada a pie a Puerto Maldonado, una población fronteriza de no más de seiscientos habitantes. Aquà las informaciones periodÃsticas y oficiales se contradicen. Es probable que el grupo, agotado por el esfuerzo, fuera sorprendido por la policÃa. En la huida resultaron apresados tres de sus miembros, mientras uno, aún prófugo, conseguÃa escapar. Los otros dos, Heraud uno de ellos, fueron acorralados por la fuerza pública y la población armada, cuando, cruzando a nado el rÃo, lograron ser recogidos por un generoso balsero. Varias lanchas los acosaron. Hubo un tiroteo. Cayeron un policÃa y el balsero, y luego Heraud y su camarada, después que ambos habÃan enarbolado bandera blanca de rendición. En el cuerpo del poeta -de acuerdo a la declaración de su padre, quien viajó a Puerto Maldonado a identificar el cadáver- habÃa una treintena de balazos, varios de un proyectil explosivo habitualmente empleado en la zona para la cacerÃa de fieras. Eso es todo.
Claro que inmediatamente buena parte de la prensa segregó sus vastas infamias mezcladas con las grandes palabras de la peculiar moralina burguesa. Otra, menos farisea, se preguntó -como si fuera posible preguntarse semejante cosa- por qué razones jóvenes "con un porvenir brillante por delante" se daban a matar y morir. Por supuesto que tanta malevolencia o vacuidad no fueron compensadas por el homenaje público que a Heraud tributaron escritores y estudiantes, y todavÃa nadie sabe qué hacer para devolver el nombre y la obra del joven poeta al lugar que le corresponden. Es mi situación ahora.
Javier Heraud era un hombre parco, pesado de andar de constante sonrisa en los labios, de mirada de asombro profundo. Estuve incontables veces con él, pero no conversamos mucho. Fui tal vez el primero que publicó un comentario de El rÃo. Me lo agradeció palmeándome con sus toscas manos la espalda, como si yo fuera el chico, pero esto con tal aire de no saber decir una frase convencional que era claro sÃntoma de su inocencia, de su candor. Inocencia y candor -no ingenuidad, fácil credulidad, no- que lo llevaron a empuñar un precario fusil para destruir el mundo que consideraba podrido, pero que no venÃan acompañados de la astucia del combatiente subrepticio, que suele ser fuerte y ágil, que sabe golpear y rehuir el contragolpe del enemigo. Me imagino cómo fue derribado -el mismo describió el escenario y supuse que / al final morirÃa / alguna tarde / entre pájaros / árboles (en El viaje)- ofreciendo el gran blanco de su cuerpo sin malicia, esperando encender con su fuego de ira y justicia el rÃo, el bosque, el cielo, los hombres. Es todo lo que puedo escribir ahora como introducción a algunos de sus poemas porque sé que, aun acribillado, su cadáver, ay, siguió muriendo, como el cadáver del miliciano español en el himno de César Vallejo, y sé que seguirá muriendo por siempre en sus versos.