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El uso que hace del celular, mi hija, no deja de ser un acontecimiento cotidiano. Mientras yo discurro por la pantalla con el Ãndice dubitante, y el rato menos pensado la incursión me juega una celada, ella solvente, viaja por el rectángulo con proverbial agilidad segura de sà misma, segregando ventanas, transitando programas, oficiando con los dedos un ritual de magia imposible.
Claro, este Ãndice habituado a la lisa textura del papel y al sigiloso paso de las páginas aún no ha terminado de ser domesticado por el universo de la parafernalia digital.
Mis dedos más cercanos al tamborileo, a la dúctil tarea de asir los objetos habituales, a leer desde las yemas el latido del mundo, y aventurarse a esa experiencia indescriptible de viajar por la piel del cuerpo amado, parecen resistirse a la injusta faena de acercarse a personas y sucesos, bajo esa aparente presencia que dicta la pantalla.
Mas, no sólo son los dedos los que traman ese juego habitual con el dispositivo. Por ellos empieza y luego -sospecho- se abre a regiones más cercanas a lo insondable. La actitud, la postura, el gesto, los sentidos y las blandas neuronas se congregan en torno al aparato. Axones y dendritas hacen sinapsis con el pulso electrónico de la red, y el espectro biónico rige esa otra humanidad, devota de una nueva teologÃa de banda ancha.
Todo cabe en su vientre descomunal. Arrebujadas las noticias del dÃa, los parientes, las canciones, las recetas de cocina, la vitrina del ego, los memes, los más delicados secretos, el video, el programa del fin de semana, la memoria, la U, el laburo, las cartografÃas del deseo, el pasado, el presente y el futuro.
De pronto, mi hija me acerca en su smart phone un fragmento del último concierto de Aristocrats, que tanto aprecio. Me complazco junto a ella y una vez más constato que Guthrie Govan es uno de los grandes guitarristas de este tiempo.
Dentro de la cajita hay gente que se agita, mundos comprimidos e inminentes. Apeados en estacionamientos virtuales, esperamos recibir la gracia de la interfaz, la avidez del no pero sÃ, los coletazos del otro entre clickeos de rÃtmica efusión.
Un libro asoma la cabeza, no tiene cuerpo. El pincel digital jala las formas del imaginario y, ¡zas!, el poeta adensa el espacio encendiendo los códigos sobre el bucle de un pixelado horizonte. Respuesta del espÃritu que se inmiscuye entre chips y bits para desovar las poiesis, para bajar los puntos sobre las Ães y ponerlos en suspenso.
Mientras mi hija enchufa el celular y engorda la baterÃa, yo contemplo de la ventana al parque; ambos, bajo el mismo techo de un dÃa iluminado por soles siameses.
* Edwin Guzmán Ortiz. Oruro, 1953. Escritor, poeta y crÃtico de arte.
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