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Domingo 04 de diciembre de 2016

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Cultural El Duende

Lector precoz

04 dic 2016

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Fui un lector muy precozmente intelectual, muy highbrow y no poco snob, muy literario. A los catorce años ya estaba leyendo a Kafka, a Proust, a Borges. Quería ser escritor, y me reflejaba en los grandes escritores que admiraba. Mi padre, que no podía estar más lejos del mundo de la literatura, leía a la noche en la cama, antes de apagar la luz, unas novelitas de vaqueros, de un autor que se llamaba Marcial Lafuente Estefanía. Siempre había una en su mesa de luz. Eran unos libros chicos, con tapas de papel, no más de cien páginas en papel barato. A veces, por la tarde yo iba a tirarme en su cama y les echaba una mirada. Leía un poco, no creo que mucho porque mi gusto ya estaba envenenado, y no podía encontrarles ningún mérito, ni siquiera el del entretenimiento. Volvía pronto a mi dieta de Historia de la Literatura, pero no sin un vago sentimiento de nostalgia. Nostalgia de la liviandad, de la impunidad, de una cierta libertad que faltaba en mis autores de cabecera. Yo quería ser un gran escritor, un genio, como Kafka o Proust, pero esos escritores estaban cargados con la inmensa responsabilidad de mantener la calidad, de construir su Obra-Vida, de no apearse del monumental camello de lo Sublime� Exagero, pero lo hago para dar una idea del contraste que sentía entonces. Y de un conato de angustia que sentía palpitar dentro de mí. Porque siendo un genio como quería ser, tendría que renunciar al dichoso anonimato de Marcial Lafuente Estefanía (perfectamente anónimo a pesar de sus tres sonoros nombres), que no tenía nada que temer de los críticos ni de los historiadores de la literatura y podía escribir lo que le diera la gana, de a una novelita por semana, que era el ritmo en que aparecían como una artesanía feliz y despreocupada. Nunca resolví la contradicción, y creo que a lo largo y ancho de mi vida de escritor escribí sin tratar seriamente de resolverla.

Mientras escribía lo anterior, recordé algo que me dijo mi padre una vez sobre sus lecturas. Debió de causarme una impresión especial porque recuerdo la circunstancia: viajábamos en tren, no sé adónde ni por qué, pero seguramente era un viaje largo, porque él había llevado una de las novelitas de marras y la iba leyendo. No recuerdo si yo le saqué conversación al respecto, pero mi dijo que sospechaba que los autores (el plural era una elocuente intuición sobre el anonimato esencial de esa materia) debían de tener algo así como módulos previos (no usó esa palabra, pero era lo que quería decir) con los que "armaban" cada novela, ahorrándose trabajo. Apuesto a que era una sospecha bien fundada. Me hizo soñar con novelas que se escribieran solas, o con una ingeniosa máquina que produjera novelas a entera satisfacción del autor y felicidad del lector. Me anticipaba a los sueños razonados de Raymond Roussel.

César Aira. Escritor y traductor argentino (1949).

De: "Continuación de ideas diversas", 2014

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