Gigantes y pigmeos. Ese parece ser el rasero a la hora de juzgar la trascendencia de los seres humanos. Hagamos un pequeño recuento. Mao y Roosevelt fueron gigantes; Churchill y Hitler fueron gigantes; Stalin y Mandela fueron gigantes; Gandhi y Pol Pot fueron gigantes?
En comparación con los actuales líderes del mundo, ha escrito el periodista y ensayista John Carlin, Fidel Castro es un gigante entre pigmeos. Tiene razón. Castro es una figura de talla mundial, probablemente desde Simón Bolívar a hoy, sea la personalidad latinoamericana más relevante en el planeta y como tal quedará en la historia.
Pero Castro no tuvo el sino del Che, no alcanzó la dimensión del mito que tiene que ver con el martirio (Kennedy o Allende) y frecuentemente, aunque no siempre, con la juventud. El ex Presidente de Cuba murió a los noventa años, muy tocado físicamente y retirado durante una década de las labores directas de Estado. La mirada sobre su legado está por ello menos mezclada con el romanticismo y la utopía que la que -aún en la paradoja- se tiene sobre el guerrillero de la boina y de la estrella muerto en ?ancahuazú.
Cuando Castro derrotó a Batista y se hizo del poder, llegó con un gran proyecto de transformación revolucionaria que mezclaba un nuevo horizonte ético, con el político, económico y social. La dureza de la Guerra Fría y el lugar estratégico de la isla de Cuba le dio una oportunidad única que tomó al vuelo con maestría. En menos de tres años el joven líder era el símbolo de la dignidad y la lucha antiimperialista de América Latina y desde entonces jugó "en las grandes ligas". Detrás suyo estaba la segunda potencia del mundo, la URSS, que inopinadamente pudo desafiar a Estados Unidos en su "propio" territorio. Como corolario, la crisis de los misiles de 1962 dejó dos hechos trascendentales: el compromiso a regañadientes de EE.UU. de que no intentaría una nueva invasión a la isla y la evidencia de que el líder cubano estuvo dispuesto a tensar la cuerda al punto de ir a una guerra nuclear con tal de doblarle el brazo a la administración Kennedy.
Castro enamoró entonces a la región y a los sectores progresistas de todo el orbe. El cambio era posible y se estaba haciendo al ritmo del son cubano. A la vuelta de una década (a despecho del gran fracaso de la zafra de 1970) Cuba exportaba la revolución y construía un modelo que garantizó salud, educación y vivienda para todos. ¿El precio? La libertad. Modelo único, partido único, nomenklatura única, lógica amigo-enemigo. En ese contexto impuso el lema de: "todo dentro de la revolución nada fuera de ella". El resultado: ejecuciones sumarias a los gestores del antiguo régimen, exilio masivo, prisión y acciones de extrema dureza contra opositores y disidentes. Para Castro el bien mayor lo justificaba todo.
La miopía de Washington expresada en el absurdo bloqueo, le entregó a Castro la mejor bandera. El enemigo no era una abstracción, actuaba para destruir a su país. La caída del muro y la desaparición de la URSS (1989-1991) confirmaron que era un hombre de principios e ideas fijas. La Revolución no se movería un milímetro aunque ello significara la agonía de los cubanos. Y así fue.
Si uno desentraña los contenidos conceptuales del discurso castrista, no puede menos que sumarse a sus ideas, que no son otra cosa que la gran propuesta socialista de igualdad, justicia y el fin de la ecuación opresores-oprimidos. El problema está en la evidencia de que no se produjo un enlace entre esas ideas y los hechos de su larguísimo gobierno. Los cinco países latinoamericanos con mejor Índice de Desarrollo Humano son en este orden: Argentina, Chile, Uruguay, Panamá y Cuba. Los cinco han vivido entre 1960 y 2016 bajo gobiernos autoritarios, pero sólo Cuba ha vivido bajo el autoritarismo en todo ese periodo, los otros cuatro derrotaron sendas dictaduras y se encaminaron a la democracia desde hace tres décadas. Si comparamos las condiciones de educación, salud, vivienda y nutrición de todos ellos, veremos que tienen porcentajes relativamente similares. La diferencia está en que, con sus matices, los otro cuatro países disfrutan hoy de libertades, derechos y garantías de las que los cubanos carecen. A veces la épica disfraza las grandes sombras y el costo gigantesco que han pagado generaciones para construir los grandes monumentos a los gigantes de la historia.
Stefan Zweig escribió a este propósito: "La Historia no tiene tiempo para hacer justicia...Desde el punto de vista del espíritu, las palabras ´victoria´ y derrota´ adquieren un significado distinto. Por eso es necesario recordar al mundo que quienes construyeron sus dominios sobre?las existencias destrozadas de millones de seres no son los verdaderos héroes, sino aquellos otros que sin recurrir a la fuerza sucumbieron frente al poder".
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