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Mi señor don Quijote a quien Dios guarde:
aún me queda la sal, sal de las lágrimas
que con Teresa y Sancha derramamos
leyendo y releyendo vuestra carta.
Me decÃs que os marcháis, que estáis cansado
que os empuja a la muerte la canalla
-aquella que por mal de mis pecados
de bachiller o cura se disfraza-
y añadÃs sabe Dios cuántas razones
que mi razón a comprender no alcanza.
Pero yo, mi señor, que he recibido
la semilla de todas las palabras
que dejasteis en tierra de ternura
y de entrañable fe, que es esta mi alma,
yo que siento que ahora, cuando llegan
las sombras del ocaso y las llamas
de la pasión se extinguen sin remedio
dejándonos la cuita grave y vaga
de sentir que se ha ido del espÃritu
aquello que sin tregua iluminaba
las sendas de la vida, los instantes
de la duda y la angustia; cuando nada
parece que perdura en el desierto
infinito y salado de las almas;
yo, mi señor, señor, yo que he catado
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el vino del milagro y la esperanza
que me disteis con esas vuestras manos
que escanciaban sin término las ánforas
del ensueño y la fe, yo, don Quijote,
poniendo el corazón en mis palabras,
debo deciros que el error enturbia
la fuente que hasta ayer brillaba clara,
esa fuente de amor que nos trajisteis
para un mundo sin luz y sin mañana.
DecÃs que amor conduce a desventuraÂ?
No conozco mayor que la del alma
que ha perdido su ruta y se retuerce
vencida por la niebla. Quien no alcanza
las cimas del ensueño, quien no siente
el fuego que sintió AmadÃs de Gaula
-todavÃa no olvidan mis pupilas
lo que me hicisteis ver cuando en La Mancha
desfacimos entuertos y luchamos
en el nombre de Dios y vuestra dama-,
ese sà que conoce desventura,
la que más hondo hiere las entrañas:
desventura sin nombre ni remedio,
la que es final de todo pues acaba
por dejarnos sumidos en el fango
de vivir sin amores ni esperanza.
Firmáis que vuestro amor nunca fue cierto
y sólo fue verdad lo de la lágrima,
mas o juro, señor, que yo he sentido
todo mi ser ungido por la algalia
con que iba señalando su sendero
la gentil Dulcinea, vuestra dama.
Ella fue el claro norte, limpia senda
que las noches inciertas alumbraba.
Decir que no existió ¡válgame Cristo!
esa princesa por Ceilán perlada,
es algo que no entiendo ¡voto a sanes!
sabiendo que paristeis con el alma
ese dulce prodigio de belleza
que conmueve la mÃa a la distancia.
Grandes señores fueron Florismarte,
PalmerÃn y también el de Bretaña
-dignos los tres, lo sé, de ser amigos
de la muy noble y alta doña Urganda-
pero decidme cuál, ¿cuál por ventura
pudiera contra vos blandir su lanza
sabiendo, como saben, que no hay lides
que os puedan parecer duras batallas?
Si seguÃ, buen señor, la invicta senda
que trazó para mà vuestra enseñanza,
si comà el pan de noches sin consuelo
tundido por los palos sin entrañas
con que midieron ¡ay de mÃ! villanos,
mis costillas, los hombres de mil layas;
si un dÃa me mantearon y en el aire
hube de hacer cabriolas; si mi hazaña
-pese al miedo, señor-, no ha sido otra
que compartir con carne dócil, mansa,
una noche el horror de los batanes
y otra noche sin fin de graves cábalas
sin desmayar jamás aunque por dentro
el caudal de mis fuerzas se agotaba;
si fui capaz, señor, de dar al traste
con mi hogar, con Teresa y con mi Sancha
llevando aquellas Ãnsulas por norte
y por alforja el hambre; si almohada
de todos mis desvelos fueron cuitas
aunque en cambio nutrÃame la clara
seguridad del triunfo; si tornando
en valor mi cobarde, humilde y mansa
naturaleza fui flor de escuderos
-tal como a grandes voces aclamabais-
tal ocurrió, señor, porque el señuelo
del divino reclamo me llamaba
hacia tierras cimeras e inmortales
para vos y muy pocos reservadas.
Y ahora renuncias, mi don Quijote,
a ese vuestro destino, al sin mancha,
al que nos mueve a todo lo más hondo,
definitivo y alto; al que sin tasa
nos induce a salir por los caminos
donde tantos gigantes se levantan
vestidos de apetito y de mentira
sin más nombre y blasón que el de su infamia;
renuncias, mi señor, a las empresas
que desde el cielo Dios os señalara
cuando os mostró en el llanto de los huérfanos,
en la débil doncella abandonada,
en los que tienen ciegos los espÃritus
y en quienes llevan muerta la esperanza,
el alzado destino que es el vuestro
porque nacisteis portador del alba.
Y pretendéis morir -cosa tan fácil-
arguyendo cansancio. No se cansa
quien tiene que luchar. Bueno está ello
para el menguado, el vil, para el canalla.
Arriba mi señor. El mundo es grande
y espera que relumbre vuestra lanza.
Listos ya Rocinante y mi jumento
no pueden contener sus muchas ansias.
Mirad que en los caminos nos esperan
el amor, el dolor y la esperanza
y a vuestro anuncio tiemblan los que tienen
por noble profesión la de canallas.
Salgamos de una vez y para siempre
mensajeros del mundo de mañana.
Fuente: Por Julio Ameller Ramallo