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Domingo 20 de noviembre de 2016

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Cultural El Duende

El Inca Garcilaso de la Vega

20 nov 2016

Fragmento del ensayo escrito por el Antropólogo Álvaro Condarco Castellón en homenaje al IV Centenario del fallecimiento del Inca Garcilaso de la Vega (Perú, 12 de abril de 1539 - España, 23 de abril de 1616)

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Segunda y última parte

La relación del descubrimiento y conquista del Perú es la parte más amena y original de Garcilaso. El Inca no tuvo testigos cercanos que le refrescasen los hechos ni recuerdos directos como en sus remembranzas del Cuzco. Los relatos de los antiguos conquistadores como Diego de Trujillo y Mancio Serra que escucharía en el Cuzco, debieron haberse desvanecido de su memoria. La glosa de textos ajenos es en esta parte más frecuente y extensa que en las otras, mereciendo bien el título de Comentarios. Reproduce textos de Gòmara, de Zárate, del Palentino o del Padre Acosta que ni siquiera fueron testigos presenciales sino de segunda mano. La tesis absurda de que los Incas no combatieron a los españoles porque creyeron que eran mensajeros del Dios Viracocha, según la profecía del Inca Huayna Càpac y de que al verlos llegar se echaron a llorar por el término irremisible de su Imperio, es la verdad, bastante ingenua y depresiva para la mentalidad india. Los indios eran, es cierto, agoreros y supersticiosos, pero el deslumbramiento inicial causado por la aparición de los españoles fue momentáneo y hay pruebas de que se recobraron y de que consideraron muy pronto a los "viracochas" del primer momento como mortales capaces de ser convertidos en tambores humanos.

La posición histórica de Garcilaso, no obstante su profundo indianismo, no es en manera alguna contraria a Pizarro y a la conquista española, que justifica la necesidad de atraer a Cristo a los infieles. No se cansa de alabar en su libro las ventajas que en el orden espiritual reportó la conquista. Su juicio sobre Francisco Pizarro está lleno de simpatía y admiración por el conquistador y su retrato, lleno de afabilidad, austeridad y nobleza, difiere del monstruoso divulgado en el siglo XIX por historiadores sajones. Recoge testimonios directos de conquistadores del Cuzco que conocieron y trataron a Pizarro y nos lo muestra no como un chacal, sino como un ser humano, y sobre todo, en contradicción abierta con los retratos vulgares, como hombre fiel a su palabra.

La parte más amena y confidencial de los Comentarios reales, es, seguramente, la dedicada a las guerras civiles de Gonzalo Pizarro, Sebastián de Castilla y Hernández Girón, que Garcilaso presenció siendo niño en el Cuzco. El cronista vio desde el "corredorcillo de la casa de su padre", que daba a la plaza del Cuzco, pasar a los caudillos alzados contra el Rey, recorrer las calles en su mula parda al Demonio de los Andes o llegar con el aparato ceremonial de la época de los presidentes y a los oidores de su majestad. Vio y trató de cerca al Pacificador La Gasca, a Gonzalo Pizarro y a Carbajal. Ha retenido de su lejana infancia, frases, actitudes y gestos íntimos de estos personajes. Escenas como la de la proclamación de Hernández Girón y su entrada con la espada desnuda en el salón donde se festejaba la boda de una ilustre dama del Cuzco, o de la huida de su padre en aquella misma "terrible y desventurada noche" por las callejas oscuras del Cuzco, son cuadros de época inolvidables.

Su posición defensiva de los privilegios de los conquistadores del Perú, entre los que estuvo su padre, se manifiesta no sólo en su simpatía por Francisco y Gonzalo, sino también en su condenación de la revuelta de Hernández Girón. Y es que éste representó la reacción demagógica de los soldados pobres y sin repartimientos de indios contra los primeros conquistadores usufructuarios de señoriales encomiendas. Abundan los episodios amenos, las remembranzas sabrosas de su niñez, los apuntes felices de la época en que vivió en el Cuzco, siendo su padre Corregidor.

La veracidad de Garcilaso ha sido puesta en tela de juicio, en diversas épocas por críticos e historiadores. El más antiguo impugnador del Inca fue el clérigo Montesinos quien dijo que "hablaba de memoria" y que recogía patrañas, dando acaso rienda suelta a su resentimiento. Anello Oliva le reprochaba de haber aceptado fábulas y "cuentos de viejas". Menéndez y Pelayo le trató de historiador anovelado. Fue necesaria la vigorosa y autorizada voz de Riva-Agüero en el centenario de la muerte del Inca para desvanecer toda aquella crítica falaz y restablecer los valores artísticos, y la sinceridad histórica de Garcilaso.

Mariano Iberico Rodríguez ha calado sutilmente la obra de Garcilaso, tuvo, nos dice una "sensibilidad filosófica y poética impregnada de amor por las esencias ideales". Como buen neoplatónico "construyó para proponerla a la admiración universal, lo que podríamos llamar la forma ideal del Imperio, forma esencialmente estética y platónica, en el sentido de que es arquetípica y perfecta y frente a cuya majestad pierden importancia así las confirmaciones como las rectificaciones de la historia". El relata lo que le atrae e interesa, lo que ha guardado avaramente en la memoria, para narrarlo después. En esa selección inconsciente de los recuerdos no hay malicia ni adulteración. Ellas no cabían en el espíritu tímido, discreto y cuidadoso de la verdad que fue Garcilaso. "Digo llanamente las fábulas historiales que en mis niñeces oí a los míos", dice en el más puro son de sinceridad, y hay que creerle.

Junto con la veracidad del Inca se ha discutido también, apasionadamente, la originalidad de Garcilaso. El erudito peruano Manuel Gonzales de la Rosa, acusó acremente a Garcilaso de saqueador y de plagiario. Para Gonzales de la Rosa, el Inca no hizo nunca obra original: se apropió de la traducción de León el Hebreo, sin saber italiano; arrebató a Gonzalo Silvestre la paternidad de la Florida que éste le dictó, y, en cuanto a los Comentarios reales, no son sino la aprobación póstuma o la copia de la obra del padre Blas Valera, cuyos fragmentos confiesa Garcilaso haber utilizado en algunos de sus capítulos sobre los Incas.

La réplica certera y contundente de Riva-Agüero, desbarató por completo la argumentación anti-garcilasista. Riva-Agüero probó hasta la saciedad la honradez y la veracidad del Inca. El prestigio de Garcilaso, después de los ataques penosos de Gonzales de la Rosa, ha quedado indemne.

Las calidades espirituales y artísticas de Garcilaso se desprenden espontáneamente del análisis de su obra y su esquema biográfico. La característica más notable del Inca -y en esto surge su esencia india- es la timidez. Ella le hace vacilar largos años antes de emprender su obra definitiva. Pero su timidez es, en parte, rebeldía reprimida, resentimiento acaso por su postergación, bastardía y mestizaje, y, en el fondo, conciencia íntima de su propio valer. En la Florida y en los Comentarios reales abundan las alusiones a las injusticias de los reyes, a la privanza de los aduladores y las virtudes que deben tener los que mandan. No obstante el desconocimiento o menosprecio existente en su época por los mestizos, él se jacta de llamarse tal, "a boca llena" porque fue nombre que le impusieron sus padres y está orgulloso de sus dos herencias indígena y española. Como tal irrumpe en el escenario, con su modestia ingénita, por la puerta más pequeña, esbozando tan sólo unos comentarios, que van a ser magistral historia y epopeya en prosa de su raza y de sus parientes oprimidos. Otro don de Garcilaso es la cortesía; en ella se resumen todas las virtudes de su temperamento moral y el doble imperativo de sus herencias ancestrales. La cortesía es la flor de una civilización y la elaboración de muchos siglos de señorío y dominio. Es, acaso, como quieren los sociólogos, la pantomima simbólica de una antigua relación de siervos y señores pero en los que supervive un código de conducta decoroso y humano.

Las notas dominantes en los Comentarios reales son, para Riva-Agüero, la gravedad y la ternura, la suave nostalgia de la infancia y del terruño, se traslucen en sus páginas. Su estilo, es el triunfo de la naturalidad.

Menéndez y Pelayo lo califica como uno de los más amenos y floridos narradores que en nuestra lengua puedan encontrarse. El encanto de narrar que poseyó Garcilaso está patente en la Florida, donde le deja marchar como a una cabalgadura adiestrada, deteniéndose en todos los meandros del camino, para husmear la hierba o contemplar el cielo abierto, pero con el instinto seguro del camino que conduce a la meta. Por esta vocación narrativa se deja llevar afuera del campo histórico acercándose a las creaciones novelescas, al anecdotismo que algunos le han reprochado y que es, no obstante, su don más sugestivo.

Los peyorativos juicios emitidos por los historiógrafos sobre la obra de Garcilaso, se compensan con la admiración unánime que produce su obra literaria. "Como prosista, dice Menéndez y Pelayo, es el mayor nombre de la literatura americana". Carlos Pereyra le proclama como uno de los príncipes de la crónica americana, al lado de Bernal Díaz del Castillo, y en la crónica de la Florida, acaso por encima de éste.

Garcilaso representa la fusión de las dos razas formadoras del espíritu nuevo del Perú. Como él mismo lo dijo, tuvo prendas de ambas: lealtad y religiosidad, sentimiento caballeresco y patriotismo españoles; gravedad y ternura, timidez y amor al terruño de su ancestro indio. José Carlos Mariátegui, lo considera como el primer peruano, entendiendo como tal al producto de las dos razas, pero con predominio de lo español y considera estéticamente los Comentarios reales como la prolongación de máxima epopeya española de los descubrimientos y conquistas, en las fronteras de historia y de la épica. Luis Valcárcel, ve los Comentarios como una Biblia India y a Garcilaso como el más grande quipucamayoc que reunió en su obra todas las esencias del arte y la historia cuzqueñas; escritos en el rincón soleado de una ciudad andaluza y prohibidos en el siglo XVIII, por la sugestión de patria y libertad que contenían, valen sobre todo porque son el anuncio y la promesa de una nacionalidad.

Fin

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