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Domingo 20 de noviembre de 2016

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Cultural El Duende

Un precioso testamento

20 nov 2016

H. Rider Haggard (1856-1925), escritor inglés, vivió en África durante el período colonial británico, donde adquirió vasta experiencia para escribir novelas de ficción. Una de sus creaciones lleva el título del trabajo que presento. Me he permitido elaborar una sinopsis del libro para presentarlo como un cuento breve con estilo propio, tratando de ser fiel al argumento (Vicente González-Aramayo)

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Esto que escribo fue tan cierto como son ciertos el sol, las estrellas, el poder y el dinero? el dinero, que genera el poder y el poder que genera el dinero y, a veces fenómenos de la conciencia humana tan singulares como el que hemos de conocer. Aconteció en Inglaterra en la segunda mitad de siglo XIX, cuando la cultura, particularmente la literatura, era una actividad sacramental, pero también buen negocio. Existían por aquel tiempo en Birmingham tres grandes libreros editores: Meeson. Adisson y Roscoe que eran socios pero no aparecían en la firma social, porque "Meeson" era una sociedad. Vayamos al texto del autor: "? La Casa Meeson y Cía, era, a no dudarlo, una maravilla comercial. Más de dos mil personas se empleaban allí y el edificio, alumbrado con luz eléctrica, cubría más de dos acres de terreno. Cien viajantes cuyo sueldo ascendía a tres libras por semana fuera de su comisión, iban de Oriente a Occidente y desde el Norte al Mediodía, a vender los libros de Meeson (que eran en general de carácter religioso). Veinticinco autores mansos, ilustrados por trece artistas mansos también, y con sueldos que variaban entre veinte y quinientas libras trabajaban en el sótano del edificio, donde semana tras semana se producían esas obras de sombrero, -como llamaba Meeson a las labores de la cabeza- y que habían hecho tan famosa a su empresa."(?). Había editores, subeditores, jefes y subjefes de los distintos departamentos; secretarios, corredores, lectores y administradores; pero ninguno sabía su nombre, porque los que en la gran casa se empleaban eran conocidos por números. Meeson, en fin, era la réplica inglesa del Harpagón francés, de Moliere. Celoso guardián de sus caudales, le gustaba contar y recontar a sus adorables criaturas. La suma llegaba a 2.000.000 de libras, lo que le hacía el hombre más rico de Birmingham. Nunca se detuvo a pensar que esa suma fue apilada ladrillo a ladrillo por el esfuerzo de cada autor y trabajador que ponía el hombro en "Casa Meeson y Cía". Nadie se atrevía a discutirle ni pedirle algo. Con los autores se relacionaba mediante contratos casi siempre inclinados a su favor, inclusive con influencias y argucias de tipo legal. Así fue cómo conoció a una mujer escritora, joven y guapa, que le entregó un día una obra y como ella era admirada, Meeson decidió tenerla sujeta con buenos garfios a un contrato. El nombre de la talentosa escritora era Augusta Smithers, cuya educación, conocimientos y calidad humana eran admirables. El título de su novela era El juramento de Jemina.

El empresario solía realizar viajes obligatorios a distintos países para averiguar sobre sus competidores y el pulso de sus ventas. El único heredero que poseía este ambicioso Meeson era su sobrino Eustaquio, apuesto muchacho, hijo de su hermano, pues el empresario, por acumular fortuna nunca se casó ni tuvo hijo alguno, tampoco se sabía que tuviera parientes en línea directa ni otros en grado colateral. Eustaquio se valía de su empleo para subsistir bien, y, si hacía frecuentes visitas a su tío era por el formalismo familiar de saludarle y conversar moderadamente. El orgullo de mancebo y simpático joven le obligaba a ser cauto, sabiendo además que no podría esperar mucho de su tío. Conociéndolo, ni siquiera podía pensar que era el único heredero de la inmensa fortuna que el viejo poseía.

No obstante, un día de visita y armándose de valor, Eustaquio se permitió reconvenir a su tío con alguna dureza debido a un caso de injusticia cometida por aquel. Entonces Meeson consideró tal reacción como una falta intolerable y, alzando el grito al cielo, ahí mismo verbalmente, exheredó a su sobrino.

Augusta había conocido a Eustaquio por esa relación existente entre ella y su tío y, por casualidad había presenciado la amarga escena. Lamentó que Meeson se hubiese mostrado tan intolerante, pero consideró de alta dignidad la acción del joven. Y se enamoró instantáneamente de Eustaquio, quien cuando estuvo frente a ella, también quedó prendado. La escritora tenía una amargura constante, sufría por la muerte de una hermana menor, lo que le producía dolor moral, pero la ausente se convirtió en la musa para la concepción de "El juramento de Jemina".

***

La gente inglesa solía hacer viajes largos en transatlánticos, generalmente de lujo. En tales travesías viajaban empresarios y comerciantes a Nueva Zelanda y Australia. Esta vez, en el hermoso barco llamado "Kangaroo" viajaba Meeson siempre en afán de negocios librescos. Allí, casualmente iba también Augusta. Cuando se encontraron, él tuvo palabras amables con ella pero brotadas de un temperamento rígido. Luego, y sin ningún recato, inquisitorialmente le hizo preguntas inoportunas: a dónde iba? a qué iba? que no tratara de interferir en sus negocios... Ella respondía como obligación ineludible, sin mencionar la relación sobre sus libros.

El capitán, una persona amable, reconoció a Augusta y le presentó a otros viajeros, entre ellos a la señora Holmhurst, esposa de Lord Holmhurst, a la señora Thomas y al señor Tombey, quien le confesaría allí mismo que se había enamorado de ella y le pedía que se casara con él, pero Augusta ya estaba encandilada con Eustaquio.

El barco surcaba las aguas raudamente abriendo un gran abanico de olas espumosas con su aguda proa que le daban brío y vida. Caía la tarde en medio de la inmensa planicie azul que comenzaba a dorarse por el reflejo del sol poniente. Augusta y otras personas apoyadas a la baranda de babor, contemplaban abstraídamente cómo algunos delfines saltaban entre la marejada. El sol dejaba paso a los velos crepusculares en un torbellino de hermosos colores. Llamaron a cenar y mientras comían conversaban acerca de muchas cosas, entre ellas sobre libros. Sin embargo, tratándose de materia tan palpitante, nadie preguntó nada a Meeson que atendía severamente a su plato. Todos conocían su fama, así que se concentraban en Augusta a quien atendían con esmero al tratar principalmente sobre "Jemina".

Las sombras habían caído como un manto oscuro recamado de diamantes. De pronto, la tranquilidad se rompió, el barco se sacudió como si se tratara del remezón de un maremoto, cundió la alarma, las mujeres gritaban y los hombres corrían por todos lados tratando de acudir en ayuda de los que caían. Muchos buscaban asidero, todo era caótico. La nave se tambaleaba hasta que se escuchó el grito fatal del contramaestre: "¡El barco ha chocado con un barco ballenero! ¡A los botes, a los botes!"

En efecto, el Kangaroo, hermoso barco de lujo, con su gran volumen y sus diecisiete nudos, partió en dos al ballenero. Por la angustia, la noche parecía más oscura, los gritos eran desgarradores, rechinaban los dientes. Todos formaban un ovillo sin forma, un marinero tuvo que usar su arma y murieron dos pasajeros, ya no se podía organizar el salvamento ni con ayuda de la tripulación. El desorden y la confusión eran inenarrables. ¡Era el infierno mismo! Y fue aquí que brotó un acto de nobleza de Augusta: Cuando acondicionaban a la gente, rechazaron a Meeson a que cupiera en un lugar del bote por ser hombre, pues primero salvarían mujeres y niños. Entonces ella rogó que le permitieran salvarse con el argumento de que se hallaba enfermo. De ese modo el editor ganaba otra oportunidad de vida.

Poca gente alcanzó los botes, que no eran suficientes, y muchos caballeros decidieron morir llevados de la flema británica. De hecho, sólo se salvaron dieciocho de cerca de mil que se hundieron con el barco. En el bote que interesa a esta historia estaban Augusta, Messon, la señora Holmhurst y su hijo, la señora Thomas, dos marineros y un fogonero.

En la noche lóbrega, aun con cielo estrellado, miraban cómo el Kangaroo se iba a pique en minutos. Los sobrevivientes pasaron las horas mudos y entumecidos hasta que se vieron deslumbrados por la radiante aurora, y luego de varias horas bajo un sol ardiente, avistaron una isla. Era la isla "Kerguelen". Como alivio para el cuerpo y el alma desembarcaron sólo para enterarse con desolación que la ínsula nada podía ofrecerles. Era un páramo triste que causaba miedo y desesperación. Improvisaron refugios. Eran náufragos afortunadamente previsores que, en medio de la confusión, trajeron consigo algunas bolsas con alimentos. Augusta había tomado dos botellas de leche para el niño. Los tripulantes, además de galletas, habían alcanzado a llevar suficiente ron en una damajuana. Y durante su estadía en aquella desolada porción de tierra tuvieron que alternar estos alimentos con pescado, mariscos y huevos de pingüino. Felizmente el niño ya podía comer, de modo que la leche se le daba con cuentagotas. No obstante, quien desesperaba era Meeson que se quejaba de padecer dolores de estómago. En tanto, no había señal de ningún barco en el horizonte y los días pasaban implacablemente.

***

La soledad resultaba abrumadora. Meeson se ponía peor mientras Augusta lo atendía, hasta que cierto día él le manifestó que se sentía abrumado moralmente, entonces ella creyó oportuno recordarle que había cometido una injusticia con su sobrino al desheredarlo, y que por ello Dios hacía balances. Estas palabras tocaron la llaga sensible de Meeson, quien sintiéndose profundamente afectado porque veía entre ceja y ceja a la muerte, decidió enmendar su error. Augusta, aprovechando la oportunidad, atizó el tema con solemnidad. Entonces Meeson, tomando su cabeza con sus dos manos expresó amargamente: ­-¡Pero ya he hecho el testamento en favor de Adisson y Roscoe!

-Usted puede rectificarlo, anularlo -insinuó Augusta.

-Sí, sí puedo -respondió visiblemente abrumado-. ¡Creo que hay remedio! ¡Ese testamento no ha tenido efectos jurídicos aún, de modo que puedo anularlo! ¡Hacer otro aquí mismo!

-Tiene que hacerlo pronto o será tarde -sugirió Augusta.

-Pero, ¿dónde se supone que debo escribir? ¿Y en qué papel? ¡Aquí no hay papel? no hay nada!

Ciertamente, no había papel, ni tinta ni pluma. Estaban en la isla más mezquina del mundo. Ni siquiera una planta salvaje se ofrecía para garabatear algo, menos aún podrían encontrar un pedazo de tela. El único que podía tener camisa blanca de lino era Meeson, pero, al sentirse empapado se la había quitado y desechado hacía mucho. Los demás poseían blusas rayadas a colores y el niño no tenía siquiera un pañal. De pronto, Juan, uno de los tripulantes, propuso una idea genial:

-¡Que sea en piel humana!

Pero, ¿de quién sería? Entonces señalaron sin ambages a la bella Augusta, en quien el rubor pintó sus mejillas mientras todos permanecían callados.

Arrebatadoramente Augusta se pronunció: -¡Si ha de ser un testamento a nombre de Eustaquio, seré yo la que entregue su cuerpo para escribirlo? pero sólo mi espalda! Y a falta de tinta y pluma, Guillermo, el otro tripulante, dijo que había un pequeño molusco llamado jibia que segregaba tinta negra, pero ella tendría que soportar el dolor del singular tatuaje.

Y así fue. Con el filo de un huesecillo rasgaba la carne y la entintaba enseguida. Ella soportaba dando gritos de dolor? ¡Todo por Eustaquio! Meeson dictaba y, terminado el dramático documento, siguieron las firmas de Meeson y dos testigos, Juan y Guillermo, quienes se ratificarían en la corte si salían vivos de la travesía.

La tortura duró toda la tarde. Luego los náufragos comieron algo. Augusta no tuvo apetito, Meeson se puso peor, y pese a los esfuerzos, dramáticamente dejó este mundo no sin antes lamentarse por tener que dejar no la vida sino sus dos millones de libras.

Pasaba el tiempo, Guillermo fue encontrado muerto en una ladera rocosa, probablemente por ebrio; también desaparecieron Juan y el fogonero, quizá ahogados, hasta que las invocaciones por salvación tuvieron efecto. Un día el mar les entregaba un nuevo barco, un velero grande que envió una lancha para recoger a los sobrevivientes.

***

El viaje hacia la metrópoli fue tranquilo, el barco hizo etapas y la gente transbordó en varios puntos hasta llegar a Southampton. Allí, los náufragos debían vérselas con la ley. Los abogados que debían intervenir quedaron pasmados ya que todos veían por primera vez un testamento escrito en la espalda de una hermosa mujer. El dilema, particularmente para el archivista, era cómo conservar tan singular soporte escrito y para el notario, cómo protocolizarlo. El problema mayor a resolver era la legalidad del documento. Y este desafío requería de sentencia ganada y ejecutoriada por Eustaquio para ejercer su derecho en forma absoluta. La resolución de los prolegómenos era el mayor escollo.

El archivista preguntaba: -¿Cómo podré archivar un testamento en pellejo humano siendo ese mi deber? ¡Los archivistas deben conservar sacramentalmente todo documento y éstos no deben nunca salir de su resguardo!

Ahora bien, si los archivistas tanto como los notarios podían admitir excepcionalmente un testamento que viniese en pellejo, este podía ser de chivo o de otro animal muerto, porque podían ser archivados y protocolizados, mas no en la espalda de una mujer. Era de suponer el calvario de miradas espinosas que vivió Augusta.

Finalmente se decidió que el testamento fuera fotografiado. Así se hizo, pero el fotógrafo se aprovechó, pues vendió copias a todo el mundo hasta que Eustaquio le amonestó ante un juez civil.

Teniendo los antecedentes listos, entró el caso al pleito. Eustaquio Meeson contra Adisson y Roscoe. El único abogado de Eustaquio era Jaime Shot y veintitrés de los demandados. El juez civil era considerado una eminencia jurídica y de inmejorable moral, como miembro de un tribunal draconiano. Sin embargo, aun en la Rubia Albión -dicen- la ley se aleja de la justicia para inclinarse a la bolsa o, si es correcta, a la capacidad de los abogados.

La cantidad de gente que acudió a la resolución del pleito era grande, naturalmente para presenciar algo nunca visto. Se verificó la audiencia, Augusta ardía de vergüenza. Ella misma tuvo que ser testigo del caso. Lo que tuvo mayor observación fue la ausencia de fecha en el testamento. No obstante, los testimonios de la señora Thomas y la señora Holmhurst fueron valorados y, obviamente entró en balance la sensatez, altura y calidad humana del tribunal ante un caso evidentemente singular.

Jaime Shot tuvo que hacer prodigios retóricos, bien encajados en los silogismos jurídicos contrala elocuencia de los veintitrés, mientras Augusta permanecía de pie, mayestática, hermosa, con los ojos cerrados y los brazos en cruz sobre su pecho y la espalda desnuda visible al mundo. Y digna soportó la audiencia hasta que el juez en la parte resolutiva de la solemne sentencia declaraba probada la demanda de Eustaquio Meeson contra Adisson y Roscoe. El juicio fue en única instancia, por tanto inapelable. Los perdedores se batieron en retirada. Eustaquio y Augusta se casaron a los pocos meses.

* Vicente González Aramayo Zuleta.

Abogado, novelista y cineasta.

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