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I
John Reed Â-de Gurnet cerca de Macclefield- tenÃa entre las manos un ejemplar del Evening Standard que alguien habÃa abandonado en el banco de Hyde Park en que se encontraba descansando. John Reed, lo leÃa atentamente y de pronto se puso s reÃr. ¡Diablo! ¡Vaya un negocio!, exclamó. Un pequeño anuncio de la sexta página decÃa: "¿Quiere usted comprar un esqueleto? Tenemos en venta dos esqueletos y medio. Para obtener detalles, dirÃjase al secretario del Museo del University College Gower Street W.C.
John Reed meneó la cabeza y siguió leyendo. Evidentemente era un hombre de buen humor a pesar de su pobreza.
No serÃa raro que un dÃa ofrezcan almas en venta, pensó.
Se quitó el gorro bastante usado que le cubrÃa la cabeza y se pasó la mano por la calva reluciente como solÃa hacerlo cuando alguna idea interesante le pasaba por las mientes.
Si se vendiera almas, yo podrÃa vender la mÃa, se dijo vagamente. PeroÂ?
Antes de entrar a la secretarÃa del museo, John Reed trató de arreglar su traje que tenÃa un aspecto de irremediable deterioro, se atusó los bigotes, sin poder conseguir que tuvieran esa tiesura de alambres horizontales que estaba de moda en los barrios del Este, y dio a su rosto el aire de importancia que convenÃa a un hombre de negocios. En realidad John Reed tenÃa las apariencias de un vagabundo simpático, de esos que, cuando no estamos apresurados con una sonrisa nos arrancan unos peniques.
El secretario del museo parecÃa todo menos un vendedor de esqueletos. Era un joven menudo, de mofletes sonrosados, cabellos rubios y anteojos de carey colocados delante de unos ojos pequeños y miopes.
John mostró el anuncio del Evening Standard que tenÃa en la mano.
-En el Hide Park he leÃdo esto, caballero.
El secretario sonrió.
-¡Oh! ¿Usted quiere comprar un esqueleto? Siempre tenemos alguno aquÃ, enteros, por mitades, por cuartos. ¿Quiere usted verlos? Supongo que a usted le gusta la anatomÃa.
Naturalmente, el secretario no creÃa que a John Reed le gustara la anatomÃa, pero se le hacÃa muy agradable preguntarlo.
-Sà -insistió John Reed-. Es el único que puedo disponer honorablemente.
-¿Pero cuándo piensa usted morir? -preguntó el secretario sintiendo algo de la emoción dramática que se encerraba en la cómica escena.
John Reed no llevaba trazas de morir en muchos años. TenÃa sin duda los bigotes blancos, más bien amarillos por el tabaco, las mejillas arrugadas y cincuenta y dos años a cuestas. Pero se le advertÃa vigoroso y pleno de vitalidad.
-Eso lo dirá la divina providencia -contestó John Reed, no sin cierta satisfacción.
-Desgraciadamente no negociamos a plazos providenciales.
-Es verdad -tuvo que asentir John.
-Un esqueleto disponible en este momento, serÃa otra cosa -insistió el secretario-. Pero una entrega eventual, usted comprendeÂ?
John Reed se sintió desmayar. Un gran desencanto se pintó en su rostro. El joven secretario, al advertirlo, lamentó sinceramente en su fuero interno no estar capacitado para comprar esqueletos futuros. Pero se le ocurrió una idea.
-Mire usted -dijo, aproximándose a John Redd-. Yo conozco a alguien que tal vez acepte su proposición. Es un sabio. El doctor William Stevens, profesor de la Universidad. ¿QuerÃa usted verlo?
-Oh, sÃ. Naturalmente. ¿Dónde vive?
El secretario le dio la dirección de una casa situada en una callejuela próxima a Russell Square. John agradeció efusivamente. Y antes de salir preguntó cuál era el valor aproximado de un esqueleto entero. Indudablemente era una información de importancia.
-Los vendemos entre 15 y 30 libras -dijo el secretario.
Jonh Reed, mientras se dirigÃa a la casa de Dra. Stevens, calculaba el precio de su esqueleto. Y llegó a la conclusión de que no podÃa valer menos de quince libras.
John se sentÃa feliz como nunca. Para regresar a su casa que estaba en Content Street, en el East End, tomó un ómnibus cerca de Aldwich. Era un lujo que no se permitÃa sino en las grandes ocasiones, desgraciadamente muy raras. El ómnibus pasó por el puente de Blackfriars. El Támesis reverberaba con el sol que se aproximaba al horizonte. A lo lejos, las torres del Parlamento se dibujaban apenas, envueltas en vapor de agua. John miraba con regocijo infantil a los peatones que circulaban en las aceras. Se sentÃa moral y materialmente por encima de ellos.
¡Diablo!, pensó, ahora comprendo cómo esos tipos de los automóviles se pasean con aire de dioses.
Bajó el ómnibus a unos cuatrocientos metros de su casa. Y se metió en una pequeña taberna -"La Posada del Gallo Viejo"- donde solÃa encontrar a Mike Thomson y Arthur Ward, sus grandes amigos. Saludó familiarmente al patrón y se sentó en una mesilla de pino, de color oscuro no se sabe si por suciedad o por el efecto de alguna pintura. Pidió una cerveza pálida.
El vocerÃo de los chicos aumentaba en la calle, la taberna se iba llenando de gente y de humo. La luz de la tarde se extinguÃa lentamente y un mozo se puso a encender algunos picos de gas. Entre tanto llegaron Mike Thomson y Arthur Ward, discutiendo animadamente el Congreso de Otawa que se clausuraba esa tarde.
Mike retiró la pipa de la boca y abrió sus diminutos ojos azules, que eran como dos tijeretazos en su rostro colorado y huesudo. Arthur echó atrás su gorra amarilla y alargó el delgado pescuezo para mirar mejor los billetes que John dobló cuidadosamente.
-¿De dónde? -preguntó Arthur, completando la pregunta con un movimiento de los dedos.
Pero cuando hubo terminado su relación, ni Arthur ni Mike parecÃan aprobarle, ambos tenÃan un aire descontento. John no comprendÃa. Nada reprochable encontraba en lo que habÃa realizado.
-No es superstición -observó Arthur-, pero no lo habrÃa hecho.
La conversación se quedó ahÃ. Cuando John se fue a su casa, tenÃa una sensación de desagrado. No del negocio que habÃa realizado. Sino de la charla. Y hubiera preferido no haberse encontrado con Mike y con Arthur.
Era el esqueleto de un muchacho. Seguramente estaba colgado allà desde hacÃa mucho tiempo. ParecÃa cubierto de polvo. Alguien habÃa escrito con lápiz en el frontal un nombre: "Agnes". Le faltaba un diente en la mandÃbula superior.
A veces en la calle, caminando en medio de la muchedumbre bulliciosa, sufrÃa súbitamente alucinaciones extravagantes. Todos los cuerpos se despojaban de sus carnes o de sus trajes y no caminaban, se detenÃan o se sentaban sino como puros esqueletos. Otras veces tenÃa la sensación de que su cuerpo habÃa desaparecido, de que no era sino un esqueleto pensante o viviente y de que asà iba a quedar colgado por una eternidad en el frÃo gabinete del doctor Stevens.
John Reed entonces se acurrucaba en un rincón cualquiera y lloraba de terror. No comÃa. Casi no dormÃa. Los amigos que lo habÃan conocido alegre y sonriente, apenas podÃan creer que este ser macilento y taciturno que pasaba junto a ellos era el viejo John Reed. Mike y Arthur no habÃan revelado a nadie el secreto que conocÃan.
* Guillermo Francovich Salazar. Sucre, 1901- RÃo de Janeiro, 1999.
Dramaturgo, ensayista, humanista y filósofo.
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