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Domingo 06 de noviembre de 2016

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Cultural El Duende

El caso de John Reed

06 nov 2016

Guillermo Francovich

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I

John Reed ­-de Gurnet cerca de Macclefield- tenía entre las manos un ejemplar del Evening Standard que alguien había abandonado en el banco de Hyde Park en que se encontraba descansando. John Reed, lo leía atentamente y de pronto se puso s reír. ¡Diablo! ¡Vaya un negocio!, exclamó. Un pequeño anuncio de la sexta página decía: "¿Quiere usted comprar un esqueleto? Tenemos en venta dos esqueletos y medio. Para obtener detalles, diríjase al secretario del Museo del University College Gower Street W.C.

John Reed meneó la cabeza y siguió leyendo. Evidentemente era un hombre de buen humor a pesar de su pobreza.

No sería raro que un día ofrezcan almas en venta, pensó.

Se quitó el gorro bastante usado que le cubría la cabeza y se pasó la mano por la calva reluciente como solía hacerlo cuando alguna idea interesante le pasaba por las mientes.

Si se vendiera almas, yo podría vender la mía, se dijo vagamente. Pero�

John se puso en pie como impulsado por un resorte. Una idea acababa de surgir en su cerebro, llenándole de esa alegría que acompaña a las inspiraciones no acostumbradas. Y como buen inglés que desdeña el largo camino que de las concepciones suele conducir a los hechos, se levantó, cruzó la avenida que lleva a Park Lane y, deteniéndose ante un agente preguntó dónde quedaba Gower Street, W. C.

Antes de entrar a la secretaría del museo, John Reed trató de arreglar su traje que tenía un aspecto de irremediable deterioro, se atusó los bigotes, sin poder conseguir que tuvieran esa tiesura de alambres horizontales que estaba de moda en los barrios del Este, y dio a su rosto el aire de importancia que convenía a un hombre de negocios. En realidad John Reed tenía las apariencias de un vagabundo simpático, de esos que, cuando no estamos apresurados con una sonrisa nos arrancan unos peniques.

El secretario del museo parecía todo menos un vendedor de esqueletos. Era un joven menudo, de mofletes sonrosados, cabellos rubios y anteojos de carey colocados delante de unos ojos pequeños y miopes.

-¿En qué puedo servirle? -dijo a John Reed que saludaba ceremoniosamente.

John mostró el anuncio del Evening Standard que tenía en la mano.

-En el Hide Park he leído esto, caballero.

El secretario sonrió.

-¡Oh! ¿Usted quiere comprar un esqueleto? Siempre tenemos alguno aquí, enteros, por mitades, por cuartos. ¿Quiere usted verlos? Supongo que a usted le gusta la anatomía.

Naturalmente, el secretario no creía que a John Reed le gustara la anatomía, pero se le hacía muy agradable preguntarlo.

-No. No quiero comprar. Quiero vender uno -contestó John Reed, sonriendo a su vez, aunque algo acortado. Creo que si ustedes venden esqueletos, los compran también.

-Es verdad, ¿tiene usted alguno de su propiedad?

-Sí, el mío.

-¡Cómo! ¿Usted quiere vender su esqueleto?

-Sí -insistió John Reed-. Es el único que puedo disponer honorablemente.

-¿Pero cuándo piensa usted morir? -preguntó el secretario sintiendo algo de la emoción dramática que se encerraba en la cómica escena.

John Reed no llevaba trazas de morir en muchos años. Tenía sin duda los bigotes blancos, más bien amarillos por el tabaco, las mejillas arrugadas y cincuenta y dos años a cuestas. Pero se le advertía vigoroso y pleno de vitalidad.

-Eso lo dirá la divina providencia -contestó John Reed, no sin cierta satisfacción.

-Desgraciadamente no negociamos a plazos providenciales.

-Es verdad -tuvo que asentir John.

-Un esqueleto disponible en este momento, sería otra cosa -insistió el secretario-. Pero una entrega eventual, usted comprende�

John Reed se sintió desmayar. Un gran desencanto se pintó en su rostro. El joven secretario, al advertirlo, lamentó sinceramente en su fuero interno no estar capacitado para comprar esqueletos futuros. Pero se le ocurrió una idea.

-Mire usted -dijo, aproximándose a John Redd-. Yo conozco a alguien que tal vez acepte su proposición. Es un sabio. El doctor William Stevens, profesor de la Universidad. ¿Quería usted verlo?

-Oh, sí. Naturalmente. ¿Dónde vive?

El secretario le dio la dirección de una casa situada en una callejuela próxima a Russell Square. John agradeció efusivamente. Y antes de salir preguntó cuál era el valor aproximado de un esqueleto entero. Indudablemente era una información de importancia.

-Los vendemos entre 15 y 30 libras -dijo el secretario.

Jonh Reed, mientras se dirigía a la casa de Dra. Stevens, calculaba el precio de su esqueleto. Y llegó a la conclusión de que no podía valer menos de quince libras.

El doctor Stevens felizmente estaba en su casa. Recibió a John en su estudio. John le informó brevemente su propósito. El doctor le miraba con curiosidad primero y después con simpatía como todo el mundo. John tenía el don de hacerse agradable. El doctor Stevens era un anciano vigoroso. Su rostro que tenía una lejana semejanza con el de un búho, respiraba bondad. Cuando John Reed advirtió que su propuesta no parecía interesar grandemente al doctor, sintió angustia. Se pasó dos o tres veces la mano por la cabeza. Pero el doctor Stevens le volvió la tranquilidad.

-Acepto -dijo-. ¿Le convendría a usted 10 libras?

John tuvo una decepción. Pero no se atrevió a discutir el precio. Quince minutos después de haber entrado en la casa del doctor Stevens, John había firmado una declaración, había recibido diez libras, y se paseaba por King Street. Hubiera creído que todo había sido un sueño veloz si diez billetes verdes no crujieran en su mano izquierda sepultada dentro de un bolsillo de su pantalón.

II

John se sentía feliz como nunca. Para regresar a su casa que estaba en Content Street, en el East End, tomó un ómnibus cerca de Aldwich. Era un lujo que no se permitía sino en las grandes ocasiones, desgraciadamente muy raras. El ómnibus pasó por el puente de Blackfriars. El Támesis reverberaba con el sol que se aproximaba al horizonte. A lo lejos, las torres del Parlamento se dibujaban apenas, envueltas en vapor de agua. John miraba con regocijo infantil a los peatones que circulaban en las aceras. Se sentía moral y materialmente por encima de ellos.

¡Diablo!, pensó, ahora comprendo cómo esos tipos de los automóviles se pasean con aire de dioses.

Bajó el ómnibus a unos cuatrocientos metros de su casa. Y se metió en una pequeña taberna -"La Posada del Gallo Viejo"- donde solía encontrar a Mike Thomson y Arthur Ward, sus grandes amigos. Saludó familiarmente al patrón y se sentó en una mesilla de pino, de color oscuro no se sabe si por suciedad o por el efecto de alguna pintura. Pidió una cerveza pálida.

El vocerío de los chicos aumentaba en la calle, la taberna se iba llenando de gente y de humo. La luz de la tarde se extinguía lentamente y un mozo se puso a encender algunos picos de gas. Entre tanto llegaron Mike Thomson y Arthur Ward, discutiendo animadamente el Congreso de Otawa que se clausuraba esa tarde.

-¡Hola! Jonh. ¿Qué tal?

Mike y Arthur se sentaron junto a John y pidieron whisky.

-¿Qué te pasa, John? -dijo Mike con la pira en los labios, observando el rostro radiante de su amigo-. Se diría que has recibido una herencia.

-Casi, casi� -contestó John. Después, sacando del bolsillo el paquetito de billetes verdes, añadió-: ¡diez libras!

Mike retiró la pipa de la boca y abrió sus diminutos ojos azules, que eran como dos tijeretazos en su rostro colorado y huesudo. Arthur echó atrás su gorra amarilla y alargó el delgado pescuezo para mirar mejor los billetes que John dobló cuidadosamente.

-¿De dónde? -preguntó Arthur, completando la pregunta con un movimiento de los dedos.

John calló un momento sintiendo el goce de intrigar a sus amigos. Después, con el placer de un general que describe la batalla que ha ganado, les contó la inspiración que había tenido en Hyde Park y la forma en que la había realizado.

Pero cuando hubo terminado su relación, ni Arthur ni Mike parecían aprobarle, ambos tenían un aire descontento. John no comprendía. Nada reprochable encontraba en lo que había realizado.

Ã?l era un hombre honrado como Arthur y Mike.

-¿Es que he hecho mal? -dijo finalmente.

-No. Mal, no. PeroÂ?

-¿Qué?

-Propiamente yo no lo habría hecho -dijo Mike.

-Ni yo -añadió Arthur. John sintió una vaga inquietu.

¿Y por qué? -preguntó.

Ni Mike, ni Arthur, supieron explicar por qué ellos no se hubieran atrevido a vender su esqueleto. Hasta la simple palabra les infundía reverencia, temor más bien John era más inteligente que Mike y Arthur y creyó comprender.

-Yo no soy supersticioso -dijo.

-No es superstición -observó Arthur-, pero no lo habría hecho.

La conversación se quedó ahí. Cuando John se fue a su casa, tenía una sensación de desagrado. No del negocio que había realizado. Sino de la charla. Y hubiera preferido no haberse encontrado con Mike y con Arthur.

III

La vida de John Reed continuó su curso normal. El dinero desapareció rápidamente y John casi había olvidado su famoso negocio, hasta que por casualidad se metió un día en el White Chapel Museum. Acababa de leer un periódico en la sala de lectura, de pie, junto a un judío que mascaba ajos, cuando decidió visitar la sala de museo que nunca había visto. Subió una escalinata de madera, cruzó el pasillo y se encontró en una pequeña sala completamente llena de vitrinas y estantes. John comenzó a recorrer las vitrinas. Se detuvo primero ante una colección de mariposas. Después una serie de animalitos, reproducidos en cera, atrajo su atención. Saludó con una sonrisa a una señorita que de súbito se le apareció sentada en medio de dos grandes peceras y comprendió que era la vigilante. Luego contempló con admiración una final plantas acuáticas. E iba a salir cuando de un rincón de sus ojos tropezaron con un esqueleto, que colgaba como olvidado entre dos enormes peces disecados. John nunca había mirado un esqueleto. Los pocos que había encontrado en su vida habían pasado delante de sus ojos sin detenerse su atención o recordándole a veces con sus narices chatas y sus dientes desnudos ciertas cara conocidas. Ahora John se sintió atraído fascinadoramente por el esqueleto se aproximó.

Era el esqueleto de un muchacho. Seguramente estaba colgado allí desde hacía mucho tiempo. Parecía cubierto de polvo. Alguien había escrito con lápiz en el frontal un nombre: "Agnes". Le faltaba un diente en la mandíbula superior.

John miró el esqueleto con curiosidad, detenidamente. Le sorprendió encontrarlo más simple de lo que a primera vista parecía. Le admiraba la fragilidad de las costillas y el pulimento perfecto de los fémures. Después se entretuvo calculando el precio. Pero de pronto, en su cerebro asomó una idea.

Cuando yo� John se estremeció. Con un esfuerzo violento estranguló la idea que quería surgir. Y casi corriendo salió a la calle.

Desde entonces poco a poco comenzó a vivir una nueva vida. ¿Cómo lo llamaríamos? La vida de su esqueleto. El esqueleto había sido hasta entonces para John una cosa abstracta o una curiosidad de museo. Pero desde su visita a White Chapel, John lo sintió vivir en su ser, tomar una importancia insospechable. Los lugares en que se exhibían los esqueletos le atraían casi magnéticamente. En las noches soñaba con danzas macabras y se despertaba enseguida con la impresión de haber dormido con una piedra sobre el corazón. La sensibilidad táctil se le aguzó hasta percibir sus propios huesos como si sólo ellos existieran y no sentía la piel o la carne sino las costillas, el cráneo, los huesecillos de los pies o de las manos.

A veces en la calle, caminando en medio de la muchedumbre bulliciosa, sufría súbitamente alucinaciones extravagantes. Todos los cuerpos se despojaban de sus carnes o de sus trajes y no caminaban, se detenían o se sentaban sino como puros esqueletos. Otras veces tenía la sensación de que su cuerpo había desaparecido, de que no era sino un esqueleto pensante o viviente y de que así iba a quedar colgado por una eternidad en el frío gabinete del doctor Stevens.

John Reed entonces se acurrucaba en un rincón cualquiera y lloraba de terror. No comía. Casi no dormía. Los amigos que lo habían conocido alegre y sonriente, apenas podían creer que este ser macilento y taciturno que pasaba junto a ellos era el viejo John Reed. Mike y Arthur no habían revelado a nadie el secreto que conocían.

Una tarde, John vagaba abstraído, hundido en su angustia, por una de las callejuelas vecinas a Red Cross Road cuando se sintió como despertado por un gran alboroto que se producía en una callejuela lateral. John Reed vio una llamarada gigante que salía por encima del techo de una casa. Instintivamente fue a mezclarse entre la gente que vía maniobrar a los bomberos impotentes. Allí, de pie, en medio de las gentes que discutían de las bombas que tronaban, del rugido de las llamas, se sintió feliz como no lo había estado hacía mucho tiempo. Le pareció que respiraba de nuevo libremente, que un gran peligro se había apartado de su lado. Sus ojos fascinados seguían con deleite las llamas que como pétalos de enormes lirios rojos brotaban de la casa incendiada.

Después de contemplar un rato el fuego, John Reed se quitó la gorra, se pasó la mano por la frente pálida y en medio del asombro de las gentes cruzó corriendo entre las bombas, se metió por una puerta abierta y desapareció en la casa que ardía. La muchedumbre sorprendida se puso a gritar. Todas las miradas se clavaron en la puerta esperando ver salir a cada minuto al audaz que desafiaba a la muerte. Pero John Reed no volvió a aparecer.

* Guillermo Francovich Salazar. Sucre, 1901- Río de Janeiro, 1999.

Dramaturgo, ensayista, humanista y filósofo.

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