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Domingo 06 de noviembre de 2016

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Cultural El Duende

Arturo Borda

06 nov 2016

Porfirio Díaz

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El Illimani tiene su anatomía y sus anatomistas.

Quienes lo hemos visto desde niños, lo conocemos profundamente, en sus mil tonos variados, en todas sus horas y en todas las estaciones del año.

La cordillera andina es temerariamente maravillosa. Creo que no hay vocablos apropiados para describirla o definirla. Deberíamos opinar, ante ella, con el silencio azorado de las pupilas. Entonces, acaso pudiéramos traducir con lealtad el valor del paisaje, su calidad, su voz, su coloración.

Cierta vez visité a un hombre que moraba en una habitación de piso alto, en la calle "Mapiri". Bohemio, lleno de talento, infinitamente inquieto y horriblemente libre, este hombre vivía frente a la montaña que había amado desde que sus ojos se abrieron a la luz de nuestros cielos. El balcón era un mirador que daba hacia el Illimani, permitiendo abarcar con la vista todo el encanto verde de los campos calocoteños. El hombre era pintor y también escribía. Había realizado una labor gigante de colorista, la que había sido difundida, generosamente difundida, por los cuatro puntos cardinales de la ciudad y algunos sitios de América. En cuanto a las escrituras -que el Destino mantiene hasta hoy inéditas- había una pila de más o menos treinta tomos de un libro intitulado "El loco".

Era Arturo Borda. Fue el bohemio impenitente de La Paz, abandonado, como una conciencia acusadora?

Subamos al Illimani, idealmente. La estupenda montaña tiene sus caracteres definidos, su níveo organismo gigante que gusta de alimentarse de luces, sombras y fríos. Todo un sistema arterial de líneas se enreda en la masa ciclópea y va ofreciendo a la percepción respetable del artista ese inmenso secreto de su anatomía. La lejanía y la luz hacen de la montaña un ser animado de cambiantes coloraciones. La amanecida, la mañana, el mediodía, la tarde y el tramonto, realizan diariamente el registro de sus tonalidades.

Mientras contemplábamos el Illimani desde el mirador de Arturo Borda, a la hora crepuscular, éramos testigos asombrados de un notable juego de luces que acaso paisaje alguno pueda ofrecer jamás. Está en el Illimani, en latencia poderosa, una canción para Beethoven y un motivo para Miguel Ángel o Leonardo da Vinci. La mole milenaria necesita para traducirse, un poder artístico ascensional, una mentalidad de cumbre, una voluntad inquebrantable de realización estética. En tanto, está inédita para los papeles inmortales y no es, en el simple y humilde sentir nuestro, sino una de las más bellas joyas que hemos encontrado a la cabecera de la cuna, junto al paisaje de la tierra madre. Pero repitamos una vez más:

-Esta montaña necesita una voz, un canto, un cuadro inmortales. Acaso su propio genio hierático produzca, en una dulce amanecida, el nacimiento de sus tres potenciales sustanciales: poesía, música y pintura. Los tres temas más difíciles para el hombre, pero los tres peldaños de la ascensión definitiva a la gloria. Las cumbres esperan a las cumbres.

La charla lenta de Arturo Borda, esa su charla suave y perezosa, que dejó en mi espíritu numerosas lecciones, se iba desovillando con el tema querido, en una sucesión de interpretaciones que mi ignorancia artística -ya dije que en mí todo fue espontaneidad- no permite recapitular. Aquello fue hace mucho y fue genialidad de Borda el tema que escuché con deleite y con respeto. Para corroborar su lección -su confesión, diré mejor- me enseñó diez, veinte, treinta apuntes del Illimani con sus minuciosos detalles anatómicos. Aquel hombre estaba compenetrado de la naturaleza de la montaña, la conocía profundamente, la había tratado en cientos de horas contemplativas y en diversos modos interpretativos.

-Esto -decía- en cuanto a su naturaleza misma. Si nos referimos al color, el caso es mucho más maravilloso?

Las pupilas de Borda tenían el secreto de las gamas cromáticas. Nunca un hombre había llegado a la vibración máxima que produce la cordillera nevada. Borda había realizado el Illimani. Y las montañas restantes también. Lo que hace falta es encontrar su obra dispersa, obsequiada, abandonada en los caminos bohemios. Conocía el hondo drama de las cumbres deshabitadas. ¿Podemos decir drama? Pues, claro. Es el drama de la soledad, de la roca formada a miles de metros de altura, en el silencio pavoroso de la altitud inalcanzable, de la lejanía vertical y augusta.

Ahí está el tema eterno para los hombres altiplánicos. El Illimani es un canto inédito, un poema inexplotado y un vigoroso cuadro que nadie ha pintado todavía.

Después de haber repasado los treinta o más apuntes de Arturo Borda y luego de haber escuchado su charla, dejé el mirador y me fui al Prado. Contemplé nuevamente la mole nívea e inaccesible. Entonces, el gran pintor del crepúsculo vaciaba sus colores sobre las sienes augustas y bravías y se producía el milagro que se ha grabado por siempre en mis retinas: la gama de colores espectrales. Toda la cambiante fulguración de tonos que atravesaban las brillantes agujas de los rayos solares. En esa hora, en esa tarde de la dorada infancia, estaba el Illimani frente a mí, emergiendo de la zona de sus milagros, allá al oriente, recibiendo la caricia de un sol agónico. Por esa hora vale la eternidad de este recuerdo.

Después, había acabado la lenta travesía de los espíritus crepusculares y la noche cernía sus sombras sobre la ciudad querida. Pero, desde el fondo lejano de la cumbre, alzaba su fantasma silencioso la nieve eterna, la cima blanca, nidal de las estrellas. Y la noche se rompía en la gelidez de su cabeza encanecida. El Illimani era como una testa de infinito pensar, algo así como una conciencia en vela, la reflexión honda y grave el paisaje paceño.

Milagro, maravilla o ensueño, esta sensación de montaña embrujada ha ganado mi espíritu, ha inundado mi pecho y ha llenado la vastedad de la imaginación. Es por eso que tengo en el alma una religión supeditada a la altura, una imposición de la cumbre, un coraje místico del espacio sobre la caverna oscura. Este es el mal de montaña, el verdadero mal de montaña. O el bien de la montaña. No aquel que ahoga la respiración y altera el ritmo de la sangre, sino ese otro mal de altura, de honestidad límpida, de desmedida ambición que no cuaja en los demás hombres?

Durante algunos años, Arturo Borda fue mi amigo. Conocía sus excentricidades, su rebeldía, sus hondas penas de artista incomprendido. Un océano de alcohol, alzó, junto a su figura, el oleaje turbio de la desesperación. ¿Vive aún Arturo, el querido Arturo de las anatomías cordilleranas? Con él solía vagar por los suburbios, caminando por las arboledas de Obrajes, contemplando el cinturón de cerros grises que dan la sensación de una jauría de lobos siguiendo la blanca majestad de la montaña madre. Esos cerros de greda enfermaban mi espíritu. En verdad, no me agradaron nunca. En cambio, las campiñas de Calacoto, el río de torrentera, los cerezos, los maizales, daban alegría al corazón y estimulaban la fantasía. Al retornar, Arturo descansaba y bebía. Iba tejiendo la trama de su novela, de su angustiada novela, con personajes disconformes, los cuales dictábanle las páginas terribles de "El loco". Aquellos pasajes dantescos de los atirisiados, invadidos por los piojos. ¡Horror!... Y es que Arturo Borda tuvo ante sí la obsesión del barranco, del despeñadero, del reverso sombrío de la existencia. Pero, amaba la belleza y ese amor le redime de las pequeñas culpas de su caída. ¡Grande inadaptado bandera que no fue izada gallardamente en el mástil de sus secretas ambiciones! Arturo Borda?

Temperamento trágico, se asemejaba a Florencio Sánchez, el dramaturgo uruguayo. ?l capitaneó en aquellos años la bohemia de La Paz, llevándola por la extravagancia, incursionando en el azoramiento de las personas que, muchas veces, le vieron llegar de sus excursiones suburbanas condecorado en forma excéntrica? Nunca entumeció su vigor físico el frío del invierno en una ciudad que reposa a tres mil ochocientos metros sobre el nivel del mar. Era una fortaleza de varón adusto, pero volcánico en sus ímpetus.

-Te voy a contar un cuento?

Mientras divagaba solemnemente, bajábamos por la Avenida Arce, que era como un camino que daba la esperanza de llegar a las faldas de la montaña madre. Borda la contemplaba y se dejaba arrastrar por su llamado, como si quisiera buscar un refugio en medio de su entraña congelada.

Otras veces, ingresaba en cualquier café y luego de sorber un copetín, hacía retratos a lápiz, con una maestría digna de la Academia. Mi madre conserva aún un retrato mío, hecho por Arturo. Cuando llegué a casa con él, todos se quedaron perplejos. Parecía que Borda hubiese realizado un presentimiento: una larga columnita de humo subía de mi cigarrillo hacia los cielos, en tanto que todo mi ser estaba detenido en una muda contemplación de la vida. ?l me dijo sentenciosamente:

-Tú debes ser un testigo de tu época?

Lo soy, en verdad sin otra precipitación traidora. Pero soy un extraño testigo de cosas que hicieron de mi juventud, una vejez prematura?

La montaña llamó después a este mi amigo hacia su seno de grandeza, pero se lo llevó por la quiebras, como al río, embarrancándolo en veces, dejándolo correr furiosamente otras, con incontenible ímpetu. Después, Arturo, como el río, despeándose y solazándose, se fue a dar a la mar que el morir?

* Porfirio Díaz Machicao.

La Paz, 1909 - 1981.

Escritor polifacético e historiador.

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