Duermo de pie, con mi cuerpo que se ofrece a todas las apariencias de la vida y del amor y tú, la única que cuenta ahora para mÃ, más difÃcil me resultará tocar tu frente y tus labios que los primeros labios y la primera frente que encuentre.
Opongo entonces la infinita devoción de ese poema, su insobornable pureza, a todas las crueldades de la historia, porque si la poesÃa de Robert Desnos no existiera, si el arte no existiera, probablemente la violencia serÃa la norma.
Es lo que he tratado de mostrar en lo que he escrito. He imaginado en medio del terror de la dictadura sagas inacabables que se me borraban al amanecer, poemas alucinados donde el PacÃfico flota suspendido sobre las cumbres de los Andes y donde el desierto de Atacama se eleva como un pájaro sobre el horizonte.
Imaginar esos poemas fue mi forma de resistir, de no enloquecer, de no resignarme.
Sentà que frente al dolor y al daño habÃa que responder con un arte y una poesÃa que fuese más fuerte que el dolor y el daño que se nos estaba causando. No se trataba de lanzar andanadas de pequeños poemas de combate, sino de algo mucho más arrasado, más luminoso, más sordo y violento.
HabÃa que hablar de amor, pero para hablar de amor habÃa que aprender a hablar de nuevo, comenzar desde cada letra, porque ninguno de los lenguajes que existÃan antes bastaban para dar cuenta de lo que habÃa sucedido.
Siento que los escombros de esos años están allÃ, en esos intentos, y que dictados por un deseo que nos sobrepasa, los poemas no son sino los sueños que sueña la tierra, los sueños con los que intenta lavarse del sufrimiento humano, y que uno no puede nada frente a eso sino apenas grabar unas pequeñas marcas, unos mÃnimos retazos que quizás sobrevivan al despertar.
Años más tarde vi la frase recortada sobre el desierto y, efectivamente, por su extensión solo se podÃa leer completa desde el cielo. Alguien reparó que el surco de las letras en la tierra se parecÃa al surco de la cicatriz en mi cara. HabÃan pasado dieciocho años y me sorprendió haber sobrevivido. Recibo esta distinción en nombre de nuestros ausentes.
Creo que todo lo que puedo haber hecho está allÃ. He escrito desde un cuerpo que se dobla bajo los efectos del Parkinson, que se rigidiza, que tiembla, que se va para adelante y que cae y he encontrado hermosa mi enfermedad, he sentido que mis temblores son bellos, que mi dificultad para sostener estas hojas que ahora leo es bella.
Siento que he escrito desde una cierta irreparable desesperación y, a la vez, desde una incontenible alegrÃa. Una alegrÃa extraña porque es como si naciera de la dificultad de ser felices. Del encuentro de esos fantasmas nace mi escritura. La escritura es como las cenizas que quedan de un cuerpo quemado. Para escribir es preciso quemarse entero, consumirse hasta que no quede una brizna de músculo ni de huesos ni de carne.
DecÃa al comienzo que esta tierra aún nos ama, todavÃa quiere verse en nosotros, todavÃa el mar, el desierto, las montañas, quieren mirarse en nuestras miradas, todavÃa el sonido de las rompientes y del viento quiere reconocerse en nuestros oÃdos, todavÃa sus estrellas quieren reflejarse en nuestros ojos.
En sus momentos más felices mi poesÃa ha tratado de expresar ese amor de la tierra, no siempre ha sido asÃ. He escrito desde la herida y del daño en un mundo herido, enfermo, sin compasión. He escrito desde el dolor, pero nuestro deber es la felicidad. He escrito desde el odio, pero nuestro deber es el amor.
Termino con el poema con que quisiera cerrar mi vida:
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