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Mimetizado en la apatÃa, revestido de indiferencia era, Felipe Salas, hombre de pasiones malsanas. Odiaba todo: la aldea donde naciera, sus gentes, incluso el clima y la topografÃa. Ã?l mismo se odiaba: con esto queda dicho todo. HabÃa otro ser a quien aborrecÃa profundamente, sobre todas las cosas materiales e inmateriales. El personaje, blanco de tal aversión, centro de semejante repulsa, se llamaba Mario Monteclaro.
Si Felipe Salas -en su mejor edad- oficiaba de hombre reservado, circunspecto, Mario Monteclaro era vivaz, inquieto, sociable; su forma de existencia constituÃa el culto de la afabilidad, de eso que se denomina "don de gentes". Su exteriorización, sin embargo, ocultaba un espÃritu especioso, bien camuflado en los adornos pueriles. Al presentar a ambos protagonistas del medio común en la aldea, es oportuno explicar que los dos tenÃan los mismos años de edad. Eran contemporáneos.
Espigaditos, luciendo zapatos de charol, pañuelitos de seda en los bolsillos altos de las americanas, orondos como ninguno, daban la sensación de que materializaban las expectativas de la colectividad con meta segura. Felipe habÃa vencido la instrucción secundaria y se alistaba a ingresar a la Facultad de Derecho; Mario, con más prisa y desembozo logró, según creo, un puesto en la cancillerÃa sin dejar por eso sus clases de ciencias económicas. ¡Marchaban con paso firme a la consecución de sus ideales! Si hubiese vivido el maestro Costilla de fijo que hubiera apostado su otra mano más a favor de los seleccionados...
Sobre la botella de singani con uvas maceradas, el sol siestero prendÃa reflejos de aguamarina. Reposaba la aldea en silencio de yermo, casi en silencio absoluto.
-Por entonces -seguÃa la charla el amable anfitrión- las niñas de Anselmo Luque advirtieron cierta desazón en las relaciones del abogado en ciernes y el economista. En apariencia nada habÃa cambiado, pero habÃa una sombra de rivalidad tan leve que se precisarÃa la intuición de la mujer para notarla. Pasaron dos o tres años de ese entonces: hombres hechos y derechos volvieron una vez más, ambos cofrades, al solar... No volvieron a salir. ..
-¡Hua!... Quiere decir que la mano del maestro Costilla no estaba segura...
-¡Ecole cual!... No tornaron a la ciudad los señores Salas y Monteclaro. Pudo deberse quizás a la situación económica de los padres, escasos en recursos, o a la necesidad que tenÃan estos de que alguien velase por el cuidado de los bienes. Si bien lo restante ya no era gran cosa por mucho haberse gastado en el sostenimiento de los jóvenes dentro de un rango de acuerdo a sus pretensiones, pudo haber sido, quien sabe, algo muy distinto: lo evidente es que no volvieron a abandonar el pago...
-Varias veces sorprendà los ojos cargados de saña en Felipe, si el otro se ponÃa a su alcance visual: era como si el infierno hubiese abierto una ventana...
-Sin embargo guardaban las apariencias de amistad sincera...
-¡Cuánta energÃa desbaratada en la esterilidad!
-Han pasado muchos lustros, tanto que, por dos veces, se ha cambiado de párroco en la aldea. Las nuevas generaciones han venido empujando a las anteriores.
-Sin embargo, los veo juntos, muy unidos... Parecen dos tórtolas...
Sobre el reborde de la fuente en cuyo centro levanta su capitel una pila manando agua cristalina, están sentados, muy juntos, don Mario y don Felipe. A dos pasos de ellos, dos sauces llorones mueven sus ramas impulsadas suavemente por el airecillo de la tarde cansada. Semejan esos árboles tristes la estatuaria de los dos hombres.
Altamirano posa su visual primeramente en el Corregidor y lo admira en sus juicios tan cabales, en su incipiente sicoanálisis. Lo admira. Vuelve luego sus ojos a los dos ancianos que reciben, inmóviles, la caricia fuerte del reventón del sol... Cree advertir sus ojos húmedos, el leve temblor de sus manos sarmentosas asidas a sus bastones...
-Parecen muy abatidos... Hasta lágrimas hay en sus ojos...
-No lloran: es la vejez que les ha aguachentado las pupilas... No lloran.
Rafael Ulises Peláez.
Oruro, 1904 - La Paz, 1973. Periodista, narrador,
poeta y ensayista.
De: "Bajo los techos de paja", 1955.
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