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Domingo 23 de octubre de 2016

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Cultural El Duende

Odios gastados

23 oct 2016

Rafael Ulises Peláez

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Mimetizado en la apatía, revestido de indiferencia era, Felipe Salas, hombre de pasiones malsanas. Odiaba todo: la aldea donde naciera, sus gentes, incluso el clima y la topografía. �l mismo se odiaba: con esto queda dicho todo. Había otro ser a quien aborrecía profundamente, sobre todas las cosas materiales e inmateriales. El personaje, blanco de tal aversión, centro de semejante repulsa, se llamaba Mario Monteclaro.

Si Felipe Salas -en su mejor edad- oficiaba de hombre reservado, circunspecto, Mario Monteclaro era vivaz, inquieto, sociable; su forma de existencia constituía el culto de la afabilidad, de eso que se denomina "don de gentes". Su exteriorización, sin embargo, ocultaba un espíritu especioso, bien camuflado en los adornos pueriles. Al presentar a ambos protagonistas del medio común en la aldea, es oportuno explicar que los dos tenían los mismos años de edad. Eran contemporáneos.

¡Cuánto viento ha soplado en el pueblo!... ¡Qué de veces se cubrió la montaña de Toro Orcko, totalmente, de nieves invernales!...

Siendo muchachos escolinos, allá por los años de 1889, Felipe y Mario conciliaron inocente amistad. El maestro Costilla advirtió, ya entonces, en ambos niños predisposición favorable para el estudio, condiciones auspiciosas para el éxito.

Vaticinándoles porvenir de triunfos solía decir ahuecando la voz: "Mario y Felipe serán la distinción del pueblo. Me corto una mano si de aquí a treinta años no son ministros o generales". Así exponía un miembro útil de su cuerpo el maestro Costilla, personaje pintoresco, espécimen del magister dixit. Como consecuencia de la rotunda profecía, los humildes aldeanos rodearon de cierta aureola de celebridad a los angelitos predestinados a la gloria.

-La vida es una "chirimbola", mi don Altamirano -dice irónico don Clemente, el corregidor-. Viejo soy y he visto tantas cosas dignas de analizarse como el caso de los triunfadores... Conocí a los muchachos en aquella época en que se les abría campo ancho en su ruta espléndida Yo era muy niño, sin querer decir con esto que carecía de espíritu de observación.

-�chele nomás toda la historia, don Clemente... Mejor si se va derecho al grano sin dar muchas vueltas.

-Bueno, el caso es que hablando de los dos elegidos para la gran jugada del destino, sucedió, luego de haber vencido las primeras letras, estando "maltoncitos" los dos para ver que el hato les parecía demasiado estrecho, que sus padres decidieron junto con ellos, evacuar a otros centros más amplios en pos de la simiente de la sabiduría: prepararon pues camas y petacas embarcándose el mejor día con rumbo a la capital donde deberían proseguir sus estudios. Así se iba cumpliendo aquel plan forjado no sólo por sus progenitores, pues en ello entraba también la esperanza auspiciosa de todo el pueblo. Luego fue satisfactorio verlos siempre unidos en las vacaciones al llegar ambos a gozar de las delicias rurales.

Espigaditos, luciendo zapatos de charol, pañuelitos de seda en los bolsillos altos de las americanas, orondos como ninguno, daban la sensación de que materializaban las expectativas de la colectividad con meta segura. Felipe había vencido la instrucción secundaria y se alistaba a ingresar a la Facultad de Derecho; Mario, con más prisa y desembozo logró, según creo, un puesto en la cancillería sin dejar por eso sus clases de ciencias económicas. ¡Marchaban con paso firme a la consecución de sus ideales! Si hubiese vivido el maestro Costilla de fijo que hubiera apostado su otra mano más a favor de los seleccionados...

-Va bien el relato, don clemente... ¿Un traguito a guisa de paréntesis?

-Véngale nomás que, en cuestión de tragos, mientras alienten, resultan mejor las historias...

Sobre la botella de singani con uvas maceradas, el sol siestero prendía reflejos de aguamarina. Reposaba la aldea en silencio de yermo, casi en silencio absoluto.

-Por entonces -seguía la charla el amable anfitrión- las niñas de Anselmo Luque advirtieron cierta desazón en las relaciones del abogado en ciernes y el economista. En apariencia nada había cambiado, pero había una sombra de rivalidad tan leve que se precisaría la intuición de la mujer para notarla. Pasaron dos o tres años de ese entonces: hombres hechos y derechos volvieron una vez más, ambos cofrades, al solar... No volvieron a salir. ..

-¡Hua!... Quiere decir que la mano del maestro Costilla no estaba segura...

-¡Ecole cual!... No tornaron a la ciudad los señores Salas y Monteclaro. Pudo deberse quizás a la situación económica de los padres, escasos en recursos, o a la necesidad que tenían estos de que alguien velase por el cuidado de los bienes. Si bien lo restante ya no era gran cosa por mucho haberse gastado en el sostenimiento de los jóvenes dentro de un rango de acuerdo a sus pretensiones, pudo haber sido, quien sabe, algo muy distinto: lo evidente es que no volvieron a abandonar el pago...

-¡Qué lástima! Si no lograron el éxito acariciado en la ciudad, sobresalieron en el pueblo, claro está. El pueblo también tiene sus preeminencias...

-Piensa bien, amigo Altamirano. Si no se es cola de león, se puede ser cabeza de ratón...

-Lo cual equivale a que triunfaron en Condomarca...

-Nada, mi don Altamirano: uno se convirtió en tinterillo de lo más barato; el otro se concretó a comerse los frutos restantes de su hacienda. No sobresalieron ni en las festividades como "pasantes", ni siquiera como buenos vecinos en las relaciones sociales. Sus condiscípulos, sin el espaldarazo augur del raído maestro Costilla, se fueron yendo poco a poco del lugar, buscando horizontes propicios: unos labraron fortuna, los más, se quedaron en el plano discreto de lo común. Todos pugnaron, sin embargo, en obtener sus aspiraciones y, acaso, igual a las golondrinas de Bécquer, no vuelvan nunca al suelo nativo...

-Qué extravagante pirueta del destino la de estos llamados... Habrá alguna razón poderosa...

-El odio...

-¿El odio? No le entiendo, don Clemente...

-Ahora lo comprenderá al relatarle el resto de la historia: promisores dije que eran los dos jovenzuelos; parecían tener personalidad propia, fortaleza de luchadores, elegancia de modalidades. No hubo nada de eso. Felipe Salas se fue resecando, se volvió magro, se le recargaron los hombros; en fin, se envejeció de la noche a la mañana. Mario Monteclaro engrosó perdiendo la gracilidad en cambio de la gratitud; sus piernas se combaron en patizambas; esos ojos inteligentes de antaño se apagaban y hundían a medida de los años transcurridos. No conservó el hombre ni siquiera la sombra de su época de árbitrum de la distinción... ¡Cómo destruye el odio!

-Se diría que usted es psicólogo, don Clemente...

-No tanto, distinguido amigo, no tanto, pero bien conoce aquello de que "sabe más el diablo por viejo que por diablo"... Y diré respecto a esas vidas: nada demostraba encono latente, contenido, disfrazado, rezumando veneno en cada alma. Si Felipe cruzaba por la plaza, luego de haber extendido sus escritos chirles para sus litigantes,

Mario lo atisbaba desde su zahúrda: mil veces estaría muerto el odiado rival si acaso las malas intenciones hiriesen...

-En resumen: ¿cuál era la rivalidad que los caracterizaba?

-Difícil es explicarle, don Altamirano: no eran rivales en cosa alguna; iban parejo en todo. ¡Quién sabe si heredaron algún complejo más enredado que nido de gorrión! Sólo ellos podrían decirnos, pero ahora están viejos, atontados...

-Decía usted algo de miradas asesinas...

-Varias veces sorprendí los ojos cargados de saña en Felipe, si el otro se ponía a su alcance visual: era como si el infierno hubiese abierto una ventana...

-Sin embargo guardaban las apariencias de amistad sincera...

-Al principio sí, luego se distanciaron ostensiblemente. No cortaron el saludo, ni la confianza de tutearse: un gesto aleve, disimulado era todo el síndrome de sus pasiones ocultas. En cierta ocasión -de esto pasa bastante tiempo- el Subprefecto de Challapa quiso honrar al pueblo nombrando corregidor a Mario Monteclaro; su intención estribaba en el renombre evocado de días pretéritos. Supo de la invitación el rencoroso Salas y perdió, alguna vez, su aplomo al comentar con acritud:

"Caray, nada ganamos con un imbécil a la cabeza del distrito". Alguien corrió con el chisme a lo de Monteclaro quien reaccionó rechazando la invitación con frases preñadas de inquina dirigidas a su compañero denostador. Pasadas algunas semanas del suceso los pseudo rivales se encontraron frente a frente en la tienda de doña Mica. Habría sido de machos agarrarse a puñete limpio, morderse aunque sea la nuez, insultarse a gritos escandalosos, empero, al verse se saludaron como si nada hubiera pasado:

"Hola, Felipe"... "Hola, Mario"... Borrachos después se abrazaron tragando el odio en proporciones capaces de matar a un regimiento... ¡Pobres infelices!

-¡Un complejo difícil, eh!

-Felipe me hizo entrever su alma un día en que se hallaba beodo. Me dijo: He tratado de leer a Rabindranath Tagore, el maestro de la serenidad. No he podido concentrarme: en cada página se me hacía presente el rostro detestable de Monteclaro "¿Por qué no lo matas?" le pregunté mitad en serio, mitad en broma. Me repuso en tono trágico: "Si lo matase, le -daría- la paz... No quiero que tenga tranquilidad mientras viva"... Me asusté ante la magnitud de esa pasión inconcebible y nunca más volví a hablarle en confidencia. Igual concepto de mal tenía del otro al cultivar el odio por sistema...

-¡Cuánta energía desbaratada en la esterilidad!

-Han pasado muchos lustros, tanto que, por dos veces, se ha cambiado de párroco en la aldea. Las nuevas generaciones han venido empujando a las anteriores.

Para los seres de hoy esos dos viejos no representan nada, digo mal, quizás una sombra que persiste, un residuo de épocas descoloridas. En cuanto a ellos: vieron terminarse pasiones ajenas sin dejar ni rescoldos, debieron sentirse solos cargando el fardo inútil del odio y se aproximaron igual que cuando eran niños. Ya no preocupan a nadie: pasaron los momentos vitales y se gastaron. Esa su intensa pasión aplicada a la política, digamos, habría sido su triunfo porque en nuestro país hay que odiar sin medida si se quiere ocupar un sitial en la Historia... ¡Pobres viejos!...

-Sin embargo, los veo juntos, muy unidos... Parecen dos tórtolas...

Sobre el reborde de la fuente en cuyo centro levanta su capitel una pila manando agua cristalina, están sentados, muy juntos, don Mario y don Felipe. A dos pasos de ellos, dos sauces llorones mueven sus ramas impulsadas suavemente por el airecillo de la tarde cansada. Semejan esos árboles tristes la estatuaria de los dos hombres.

-Ahí está a lo que han venido a parar -habla meditabundo el Corregidor-. Dos sobrevivientes a quienes acerca la soledad. Quién al verlos no diría que son el ejemplo objetivo de lo que eran los hombres de antaño: comprensivos, unidos, formando un solo corazón y una sola voluntad... ¡Cómo se deforman las cosas! ... Y ellos quizás ni se reconocen; simplemente buscan un calor teórico aproximándose. Envejecieron muy de prisa y ahora esperan que el tiempo les dé alcance... Sabe, don Altamirano, me traen a la imaginación esos grandes árboles cuyas entrañas se han comido las hormigas... A ellos también se los comió, interiormente, el odio... Mírelos...

Altamirano posa su visual primeramente en el Corregidor y lo admira en sus juicios tan cabales, en su incipiente sicoanálisis. Lo admira. Vuelve luego sus ojos a los dos ancianos que reciben, inmóviles, la caricia fuerte del reventón del sol... Cree advertir sus ojos húmedos, el leve temblor de sus manos sarmentosas asidas a sus bastones...

-Parecen muy abatidos... Hasta lágrimas hay en sus ojos...

-No lloran: es la vejez que les ha aguachentado las pupilas... No lloran.

Rafael Ulises Peláez.

Oruro, 1904 - La Paz, 1973. Periodista, narrador,

poeta y ensayista.

De: "Bajo los techos de paja", 1955.

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