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Domingo 23 de octubre de 2016

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Cultural El Duende

El último Barthes

23 oct 2016

Tzvetan Todorov

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Un cambio se operó en el discurso de Barthes, y se hizo visible (en mi opinión) en 1975, con la publicación de Roland Barthes. Hasta entonces, se podían por supuesto distinguir varios géneros entre los que se distribuían los libros de Barthes, o en todo caso varios ejes, con relación a los cuales se orientaban. Había por ejemplo la oposición entre obras críticas y obras afirmativas, satíricas y utópicas, libros denominados por el enunciado (crítico) de la doxa o por la enunciación de la paradoxa, consagrados a la tontería o que decían la razón. O según otro eje: los libros concretos, objetivos (en el sentido de que tienen un objeto particular) y los libros teóricos. Barthes mismo indicaba también una división en períodos, según la naturaleza del sistema de tutela cuya voz había escogido dar a escuchar: una fase marxista, una fase estructuralista, una fase telqueliana.

Ahora bien, precisamente a partir de 1975, los libros de Barthes no dejan ya ver ningún sistema de tutela, ningún discurso magistral (aunque fuese citado y un poco pervertido). La obra de Barthes se reparte pues para mí, y esa división cuenta más que las otras, en dos grandes períodos: el primer Barthes juega con voz magistral, y puede tener discípulos, incluso si estos se han equivocado de puerta; el último Barthes ya no hace eso. Ese último período ha dado una trilogía: Roland Barthers, Fragments d´ un discuours amorureaux, La chambre claire.

En uno de sus cursos Barthes decía: hay que escoger entre ser terrorista y ser egoísta; esta elección es la que explica entre el antes y después de 1975. Lo que Barthes había sido hasta entonces en su vida y para sus amigos (un no terrorista), ha llegado a serlo también en sus libros. Los libros de antes de 1975 no son "terroristas" a la manera de los escritos de un guía magistral, pero lo son a su manera puesto que abrazan, aunque sólo sea durante el tiempo de un escrito o de una página, una posición y una verdad. Era preciso, para no imponer la aplicación de sus aciertos al mínimo; a sí mismo. Al hacerlo así, no se opta por lo subjetivo en detrimento de lo objetivo, me dan ganas de decir: al contrario; pues lo "objetivo" no es a menudo más que una fantasía personal, mientras que hablar de sí consiste justamente en hacerse objeto. Ni por lo singular en detrimento de lo universal: aquí también, lo colectivo de lo cual es habitual sentirse autorizado a hablar no es casi siempre más que una ficción; y la trilogía final de Barthes es ciertamente lo más universal que escribió (mientras que antes se dirigía necesariamente a un grupo más restringido: de literarios, de científicos). Era preciso, para dejar de ser terrorista, hacerse egoísta, y ofrecer, en sus libros, no sólo un discurso (el cual sigue siendo siempre una comunicación), sino también un ser, un sujeto sin predicado.

La conquista de esta clase de "egoísmo", al revés de lo que podrá imaginarse, no es nada fácil: se hace a golpes de renunciaciones. En una conversación de 1971, Barthes decía que lo que la escritura no puede asumir es el empleo del yo seguido del pretérito definido: el indicador egocéntrico más la marca de realidad que aporta el tiempo pasado. De esos dos signos hizo un lento aprendizaje.

En Roland Barthes, se trata ciertamente de él; pero para designarse emplea (principalmente) la tercera persona y el tiempo presente. Fragments d´un discours amoureux adopta la primera persona pero conserva el presente, y se siente bien la diferencia; el presente desrealiza y generaliza al mismo tiempo; no es la experiencia de un sujeto singular lo que leemos, sino lo que nos es propuesto (incluso si no es: impuesto) como una experiencia universal, o en todo caso compartible; la forma de discurso nos asigna ya un lugar (aun cuando poco constrictiva). Y sólo finalmente la chambre claire hace empezar con un yo seguido del pretérito definido las siete secciones del libro que evocan la muerte de su madre, que son para mí no sólo las páginas más fuertes que ha escrito Barthes, sino también, absolutamente, unas páginas trastornantes: "Y una noche de noviembre, poco después de la muerte de mi madre, ordené unas fotografías". Y la experiencia puramente individual alcanza la universalidad: no sugiriendo cómo es el hombre sino dejando a cada uno la libertad de escoger su lugar por relación con el discurso ofrecido.

Algo pues había vuelto a cambiar entre los dos primeros libros de la trilogía y el último, que había hecho posible esa frase; ese algo, la frase misma lo dice, era la muerte de su madre. El acto de escritura es indisociable, de una configuración psíquica de los papeles; lo que se escribe está regulado por la experiencia contemporánea de la alteridad. Interrogándose, en Roland Barthes, sobre lo que sería su libro más logrado, Barthes se detiene en El imperio de los signos, y añade en seguida: sin duda porque correspondía a un período de alteridad vivido dichosamente. Los libros más logrados de Barthes de su primer periodo (lo cual no quiere decir los más ricos o los más interesantes) son sus libros "objetivos" como Michele o El Imperio de los signos: los libros donde se escucha menos el discurso de tutela; como si este viniese a suplir la ausencia de alteridad dichosa, representando la alteridad en el interior del libro; en esos libros Barthes ya no asumía, ni aun provisionalmente, un discurso, producía un simulacro, entidad intermediaría entre el objeto percibido y el sujeto percibiente, entre la verdad de otro sitio y la sensibilidad de un aquí-ahora, de que Barthes mismo se convertía en la instancia.

La escritura y lo que ella figura no colman evidentemente de manera automática las fallas en el sistema de alteridades del que cada uno es el punto de partida. El intelectual profesional contemporáneo necesita una relación dichosa para poder escribir tranquilamente, el pobre, necesita del otro para no ocuparse de él y volverse hacia otra cosa: la escritura, por ejemplo. Esta no compensa, más bien exige ciertas condiciones; la ruptura de la relación dichosa provoca la detención de la escritura (doble reproche que dirigir al otro ausente). Barthes forma parte de mi sistema de alteridades personal; le debo mucho sin duda; pero tengo la impresión de que, una vez muerto, le deberé cada día más.

Fue la muerte de su madre la que permitió a Barthes escribir "jerangeai" (ordené). "Escribir sobre algo es caducarlo" decía Barthes; recíprocamente, sobre lo que ya está muerto es lícito escribir. Y no era sólo su madre la que había muerto, era él mismo en una de sus acepciones. Su madre era para él el otro interior, que permitía al otro exterior y al yo, a la vez, existir. Muerta ella, su vida había terminado y podría pues hacerse objeto de escritura. Barthes tenía sin duda otros libros que escribir, pero no tenía ya una vida que vivir.

Me parece emblemático que su último libro haya sido "sobre la fotografía" (lo era de manera engañosa, claro).

Elocuente o discreta, la Foto no dice nunca más que una cosa: estuve allí; desemboca en un gesto de mostración en la deixis silenciosa, y simboliza un mundo de antes o de después del discurso; hace de mí un objeto, es decir un muerto. Lo que Barthes mismo llama "mi última investigación" (¿azar?, ¿lapsus?, ¿premonición?) volvía a referirse a la muerte.

"Buscaba la naturaleza de un verbo que no tuviese infinitivo y que sólo pudiese encontrarse provisto de un tiempo y de un modo", escribe Barthes en La chambre claire. Pero ese verbo existe en francés, y es el verbo de la muerte: ci-git (yace aquí)

Tzvetan Todorov. Bulgaria, 1939. Lingüista, filósofo, historiador, crítico y teórico literario

de expresión.

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