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Domingo 23 de octubre de 2016

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Cultural El Duende

Las tizas de color

23 oct 2016

Adolfo Cáceres

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Ya el hilillo se estira pegajoso, apenas lastimado por el golpe. La araña sube con todo lo que dan sus patas. La pared brilla con las gotas de bruma. El enano salta, pero la araña ya está fuera de su alcance. Todo brilla, todo, hasta la oscuridad de los rincones. Afuera chirrían las rejas cargadas de moho.

"Otra vez", pensaba el enano, embutido en sus harapos. "Siempre lo mismo", se inclinaba a las sombras de la celda, "siempre". Afuera, el viejo carcelero se esforzaba en ofrecerle el ¡clic! metálico de la cerradura. Por el suelo -húmedo de cardenillo- se deslizaba una delgada capa de bruma que envolvía el camastro de paja, llenándolo de olores nauseabundos y, a cada ademán del enano, la bruma se alborotaba, estrellándose contra sus pies.

-¡Eh! -gritó el enano-. ¿Puedo pedirte algo?

El carcelero le asomó el rostro entre las rejas.

-Depende -dijo, parpadeando con viveza.

-Quisiera pintar.

-¿Pintar? -el carcelero.

-Sí.

-¿Dónde?

-Aquí mismo.

El rosto se apartó por un instante. El enano se quedó mirando las rejas vacías, impaciente.

-Te dije que depende -apareció de nuevo el carcelero, con su rostro ajado.

- Te daré lo que quieras -el enano.

-¡Hum! No sé.

-Lo que quierasÂ?

-Bueno, no siempre hay colores, pero podría darte� -la celda brillaba mientras pensaba el carcelero-. A ver� a ver� un lápiz.

-¿Un lápiz!

-Ajá, qué te parece -su cara se deformó con la mueca que le descubría las encías desdentadas.

-Con eso no pintaría nada. Necesito colores.

-Bueno, no será fácil. Veré qué te consigo-, el carcelero retiró su rostro y se alejó; como siempre, culebreando, arrastró sus pies hasta perderse en ese bosque de rejas; tras sí quedaba el chasquido de la cerradura.

Tumbado y en silencio, el enano alcanzaba a percibir el rasguño de las ratas, su bailoteo en medio de ese polvo de niebla. La luz, que apenas se filtraba con miserables pinceladas, le evidenciaba la crueldad de su destino. "Debo conseguir las pinturas", pensaba. Su crimen era el de todo ser viviente: existir, nada más. Ser un enano, en un país de gigantes. "Pintar, pintar", miraba las rejas vacías. El carcelero no volvía. "Pintar", un impulso de rebeldía tensó sus músculos y la blasfemia murió en sus labios. "Pintar". Recordaba los hongos nucleares, la cadena de huesos calcinados que se deshacía en el infinito. "Aquí nació, vivió y murió un hijo de�", para qué seguir leyendo la inscripción que estaba ahí desde siempre. Apartó sus ojos de la pared, a la que sin embargo siempre tenía delante, sucia, brillante, con la inscripción. Cuando quiso incorporarse, sintió que el tapesco -viscoso por el sudor del tiempo- se le había adherido a las ropas y al cuerpo. Era su lucha cotidiana, por más esfuerzos que hacía no podía quitárselo fácilmente. ¡Con razón!, descubrió que los pelos de su cuerpo habían echado raíces entre los flecos y estrías del tapesco. Se quedó quieto y, lentamente, con sus largas uñas se puso a desenhebrar esos pelos hirsutos y resistentes. La niebla le impedía ver la trama de ese tejido, pero no había otra forma más que valerse de sus dedos; a veces, arrancaba los pelos con fuerza y chillaba; pasaron las horas largas y tediosas. ¡Al fin!, asentó sus pies en el suelo donde las ratas, de ojos astutos, devoraban lo que encontraban a su paso. "¡Pintar, necesito pintar!, rumiaba el enano, con voz ronca. Libre ya del tapesco, ahora las paredes oprimían sus pasos. Miraba las rejas y el carcelero no llegaba.

Nuevamente se deslizó la araña, desde algún lugar del techo, pero él ya no le prestó atención. Ahora le importaba pintar. Los hilillos se trenzaban en la bruma, uniformes, con círculos y rectángulos que se iban cerrando. La araña tejía, confiada en su instinto.

-¡Oye pigmeo! -la voz del carcelero le sacó de sus meditaciones-. ¿Crees que podrás pintar con estas tizas?

-A ver -el enano se le aproximó.

-Te dije que dependía de lo que pudieras ofrecerme, ¿recuerdas? -los dedos se cerraron, ocultando las tizas.

-No sé qué podría ofrecerte -el enano, sufría su impotencia.

-Je, je, ¿no sabes? -la mueca tras de los barrotes, con sus encías desdentadas.

-Bueno, dime tú que es lo que quisieras -le dijo en enano.

-Je, je, primero veré cómo pintas -el carcelero le arrojó las tizas y se marchó.

El enano escuchaba el clic de las cerraduras, mientras recogía las tizas. Sus dedos recorrían todos los rincones juntando las partículas de color, entre la bruma que se alborotaba. "¡Maravilloso!", se solazaba, viendo sus manos coloreadas. En la celda, hasta la niebla parecía haberse aplastado contra el suelo. La araña continuaba tejiendo sus redes en cada esquina. "¡Divino!", innumerables fueron los días de afanoso trabajo. Un extraño sopor de fantasía emergía en las paredes pintadas. Las tizas se consumían y el carcelero le traía otras y muchas más, contemplando la euforia con que pintaba. La comida que le llevaba el carcelero era más para las ratas, pues el enano apenas probaba un bocado y se dedicaba a dar vida al paisaje que iluminaba su celda. Cuando le había preguntado por su salud, siempre le había respondido: "Estoy espléndidamente bien".

-Pero, si apenas comesÂ?

-Estoy bien, estoy muy bienÂ?

-¿Sin comer?

-No, trabajando. Me alimento con el fruto de los árboles que pinto.

-¿?

La luz que a un principio se mostraba parcamente en la celda, ahora se prodigaba en descubrir, a través del enrejado, los estilizados esbozos del paisaje que se extendía en todo ese ambiente. Hasta las telarañas había desaparecido. La araña tejía su tela en los corredores de la cárcel.

En enano ya no dormía ni se aseaba. Toda esa fantasía cromática lo absorbía, provocándole un extraño éxtasis de purificación. Así se consumía cuanto no formaba parte de la realidad que nacía con las tizas. Hasta la neblina había desaparecido. El polvo y los residuos de tiza marcaban el tiempo de sus pasos. El carcelero que frecuentemente se quedaba en la celda, manteniendo las puertas cerradas, se paralizaba de ternura y miedo al ver las frenéticas contorsiones del enano que pintaba y pintaba. "¡Divino!", decía viendo cómo se iluminaba la celda.

El día que el paisaje de tiza fue concluido, el carcelero, como de costumbre, se esforzó en abrir las rejas y puertas metálicas para admirar la obra del enano. Grande fue su sorpresa al encontrar que la celda se hallaba vacía. Por mucho que buscó, junto a otros guardias que acudieron a sus gritos, el enano no pudo ser encontrado. No había huellas ni rastros de su fuga. ¡Misterio! La celda se ofrecía a la acuciosidad de los guardias llena de un extraño murmullo que emanaba del paisaje de tiza. Un camino, engalanado por varias flores y fuentes cristalinas, aparecía perderse en el fondo y, en él, se percibía la diminuta figura del enano, reducido a la sutil expresión de un insecto.

Adolfo Cáceres Romero.

Oruro, 1937. Escritor,

narrador e investigador.

De su libro de cuentos:

"El despertar de la bella durmiente"

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