¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...
Ya el hilillo se estira pegajoso, apenas lastimado por el golpe. La araña sube con todo lo que dan sus patas. La pared brilla con las gotas de bruma. El enano salta, pero la araña ya está fuera de su alcance. Todo brilla, todo, hasta la oscuridad de los rincones. Afuera chirrÃan las rejas cargadas de moho.
"Otra vez", pensaba el enano, embutido en sus harapos. "Siempre lo mismo", se inclinaba a las sombras de la celda, "siempre". Afuera, el viejo carcelero se esforzaba en ofrecerle el ¡clic! metálico de la cerradura. Por el suelo -húmedo de cardenillo- se deslizaba una delgada capa de bruma que envolvÃa el camastro de paja, llenándolo de olores nauseabundos y, a cada ademán del enano, la bruma se alborotaba, estrellándose contra sus pies.
-¡Eh! -gritó el enano-. ¿Puedo pedirte algo?
El carcelero le asomó el rostro entre las rejas.
-Depende -dijo, parpadeando con viveza.
-Quisiera pintar.
-¿Pintar? -el carcelero.
-SÃ.
-¿Dónde?
-Aquà mismo.
El rosto se apartó por un instante. El enano se quedó mirando las rejas vacÃas, impaciente.
Leer más
-Te dije que depende -apareció de nuevo el carcelero, con su rostro ajado.
- Te daré lo que quieras -el enano.
-¡Hum! No sé.
-Lo que quierasÂ?
-Bueno, no siempre hay colores, pero podrÃa darteÂ? -la celda brillaba mientras pensaba el carcelero-. A verÂ? a verÂ? un lápiz.
-¿Un lápiz!
-Ajá, qué te parece -su cara se deformó con la mueca que le descubrÃa las encÃas desdentadas.
-Con eso no pintarÃa nada. Necesito colores.
-Bueno, no será fácil. Veré qué te consigo-, el carcelero retiró su rostro y se alejó; como siempre, culebreando, arrastró sus pies hasta perderse en ese bosque de rejas; tras sà quedaba el chasquido de la cerradura.
Tumbado y en silencio, el enano alcanzaba a percibir el rasguño de las ratas, su bailoteo en medio de ese polvo de niebla. La luz, que apenas se filtraba con miserables pinceladas, le evidenciaba la crueldad de su destino. "Debo conseguir las pinturas", pensaba. Su crimen era el de todo ser viviente: existir, nada más. Ser un enano, en un paÃs de gigantes. "Pintar, pintar", miraba las rejas vacÃas. El carcelero no volvÃa. "Pintar", un impulso de rebeldÃa tensó sus músculos y la blasfemia murió en sus labios. "Pintar". Recordaba los hongos nucleares, la cadena de huesos calcinados que se deshacÃa en el infinito. "Aquà nació, vivió y murió un hijo deÂ?", para qué seguir leyendo la inscripción que estaba ahà desde siempre. Apartó sus ojos de la pared, a la que sin embargo siempre tenÃa delante, sucia, brillante, con la inscripción. Cuando quiso incorporarse, sintió que el tapesco -viscoso por el sudor del tiempo- se le habÃa adherido a las ropas y al cuerpo. Era su lucha cotidiana, por más esfuerzos que hacÃa no podÃa quitárselo fácilmente. ¡Con razón!, descubrió que los pelos de su cuerpo habÃan echado raÃces entre los flecos y estrÃas del tapesco. Se quedó quieto y, lentamente, con sus largas uñas se puso a desenhebrar esos pelos hirsutos y resistentes. La niebla le impedÃa ver la trama de ese tejido, pero no habÃa otra forma más que valerse de sus dedos; a veces, arrancaba los pelos con fuerza y chillaba; pasaron las horas largas y tediosas. ¡Al fin!, asentó sus pies en el suelo donde las ratas, de ojos astutos, devoraban lo que encontraban a su paso. "¡Pintar, necesito pintar!, rumiaba el enano, con voz ronca. Libre ya del tapesco, ahora las paredes oprimÃan sus pasos. Miraba las rejas y el carcelero no llegaba.
Nuevamente se deslizó la araña, desde algún lugar del techo, pero él ya no le prestó atención. Ahora le importaba pintar. Los hilillos se trenzaban en la bruma, uniformes, con cÃrculos y rectángulos que se iban cerrando. La araña tejÃa, confiada en su instinto.
-¡Oye pigmeo! -la voz del carcelero le sacó de sus meditaciones-. ¿Crees que podrás pintar con estas tizas?
-A ver -el enano se le aproximó.
-Te dije que dependÃa de lo que pudieras ofrecerme, ¿recuerdas? -los dedos se cerraron, ocultando las tizas.
-No sé qué podrÃa ofrecerte -el enano, sufrÃa su impotencia.
-Je, je, ¿no sabes? -la mueca tras de los barrotes, con sus encÃas desdentadas.
-Bueno, dime tú que es lo que quisieras -le dijo en enano.
-Je, je, primero veré cómo pintas -el carcelero le arrojó las tizas y se marchó.
El enano escuchaba el clic de las cerraduras, mientras recogÃa las tizas. Sus dedos recorrÃan todos los rincones juntando las partÃculas de color, entre la bruma que se alborotaba. "¡Maravilloso!", se solazaba, viendo sus manos coloreadas. En la celda, hasta la niebla parecÃa haberse aplastado contra el suelo. La araña continuaba tejiendo sus redes en cada esquina. "¡Divino!", innumerables fueron los dÃas de afanoso trabajo. Un extraño sopor de fantasÃa emergÃa en las paredes pintadas. Las tizas se consumÃan y el carcelero le traÃa otras y muchas más, contemplando la euforia con que pintaba. La comida que le llevaba el carcelero era más para las ratas, pues el enano apenas probaba un bocado y se dedicaba a dar vida al paisaje que iluminaba su celda. Cuando le habÃa preguntado por su salud, siempre le habÃa respondido: "Estoy espléndidamente bien".
-Pero, si apenas comesÂ?
-Estoy bien, estoy muy bienÂ?
-¿Sin comer?
-No, trabajando. Me alimento con el fruto de los árboles que pinto.
-¿?
La luz que a un principio se mostraba parcamente en la celda, ahora se prodigaba en descubrir, a través del enrejado, los estilizados esbozos del paisaje que se extendÃa en todo ese ambiente. Hasta las telarañas habÃa desaparecido. La araña tejÃa su tela en los corredores de la cárcel.
En enano ya no dormÃa ni se aseaba. Toda esa fantasÃa cromática lo absorbÃa, provocándole un extraño éxtasis de purificación. Asà se consumÃa cuanto no formaba parte de la realidad que nacÃa con las tizas. Hasta la neblina habÃa desaparecido. El polvo y los residuos de tiza marcaban el tiempo de sus pasos. El carcelero que frecuentemente se quedaba en la celda, manteniendo las puertas cerradas, se paralizaba de ternura y miedo al ver las frenéticas contorsiones del enano que pintaba y pintaba. "¡Divino!", decÃa viendo cómo se iluminaba la celda.
El dÃa que el paisaje de tiza fue concluido, el carcelero, como de costumbre, se esforzó en abrir las rejas y puertas metálicas para admirar la obra del enano. Grande fue su sorpresa al encontrar que la celda se hallaba vacÃa. Por mucho que buscó, junto a otros guardias que acudieron a sus gritos, el enano no pudo ser encontrado. No habÃa huellas ni rastros de su fuga. ¡Misterio! La celda se ofrecÃa a la acuciosidad de los guardias llena de un extraño murmullo que emanaba del paisaje de tiza. Un camino, engalanado por varias flores y fuentes cristalinas, aparecÃa perderse en el fondo y, en él, se percibÃa la diminuta figura del enano, reducido a la sutil expresión de un insecto.
Adolfo Cáceres Romero.
Oruro, 1937. Escritor,
narrador e investigador.
De su libro de cuentos:
"El despertar de la bella durmiente"