Tras un laborioso empeño de cuatro años, el presidente Juan Manuel Santos ha logrado un gran avance hacia la paz. Todo el mundo reconoce su esfuerzo. Con la bandera blanca en alto, rendir al enemigo no es poca cosa. Los pasos iniciales pintan la fachada, pero aún no se sabe qué rumbo efectivo tomará el acuerdo. Las dudas y las desconfianzas no podían faltar. Sin embargo, lo que no admite vacilación es el apoyo y la solidaridad; porque en todo caso, la consecución de la paz, en lugar de la guerra, es definitivamente lo mejor.
Un cúmulo de cuestiones afloran para la reflexión. No se ve lo mismo la situación de uno como del otro lado. El Estado colombiano, con el actual y con otros gobiernos posteriores tiene la tarea primordial de consolidar el proceso de paz, sin retrocesos ni abdicaciones. Las FARC tienen sus propios planes; lo declarado puede no ser sino el elemento más visible: dejar las armas para constituirse en fuerza política y actuar como partido en ese terreno. Es decir, dejarán de ser guerreros para ser ciudadanos. Eso es al menos lo que por ahora afirman.
Hay una frase que con frecuencia se repite y es, en la mayoría de los casos, una postura convencional y falsa porque no se ajusta a la verdad. Se suele decir que "no hay vencidos ni vencedores"; pero en lo que hace hoy a Colombia puede ser cierta. En 52 años bien contados, el Estado colombiano no pudo imponer su autoridad; al final tuvo que recurrir al diálogo para discutir los términos de la paz. La guerrilla tampoco pudo lograr su propósito de instalar otro régimen como hizo Castro en Cuba. El comunismo beligerante arrió también sus banderas. Como van las cosas, lo que dijo el presidente Santos refleja más fidedignamente la realidad: "ambos perdieron; ha ganado Colombia".
Pero no será "borrón y cuenta nueva". En ese medio siglo de confrontación armada sucedieron demasiadas cosas "tristes y dramáticas" como reconoció Rodrigo Londoño, el líder de las FARC. Varias generaciones vivieron en un ambiente de tribulación, soportando la ominosa influencia de la guerra; secuestros y muertes marcaron la vida institucional del país. A eso obedece sin duda que una de las condiciones sea el juzgamiento de hechos considerados crímenes de lesa humanidad, lo cual apunta claramente a evitar la impunidad. A su vez, los ex guerrilleros deslizaron una carta brava: diez escaños parlamentarios durante diez años. Suena realmente a privilegio esa concesión; se parece a las jurisdicciones electorales de los indígenas en Bolivia. Los ex guerrilleros de hecho entrarían al Legislativo con un poder negociado al margen de la democracia.
Por las razones escuetamente anotadas, la perspectiva que se traza hacia el futuro es brumosa. Con todo, hermosas palabras sonaron en los discursos de la ceremonia en Cartagena. Ahora se espera que el tiempo también diga lo mismo y estampe su firma en esa página de la paz comprometida.
(*) Escritor, miembro del PEN Bolivia
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