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Domingo 25 de septiembre de 2016

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Cultural El Duende

Alma en pena

25 sep 2016

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Era aquel uno de los reposados pueblos, semejante a cualquier otro situado en el vasto territorio nacional, como solían ser antaño, hace muchas décadas, en la cabecera de valle, solar de risueños y festivos vecinos con curiosas costumbres y aconteceres diversos en el marco de sus manifestaciones sociales y populares. En él, se situaba la infaltable iglesia, casi siempre concurrida por dóciles feligreses para elevar sus suplicantes preces a la divinidad; católicos inexpugnables que coordinaban sus mitos y costumbres con normas del catolicismo, haciéndolos depender de la religión o ensamblar esta en aquellos.

La escuela, la plaza, el corregimiento, el molino de agua y también una estación de ferrocarril, cuando existía este servicio a los valles -hoy totalmente aniquilado-, se configuraban en hitos culturales y centros de convergencia de la población, a los que acudía en cada caso, para aprender a leer y escribir, para sus reuniones sociales, dirimir sus diferencias, moler sus granos y observar, con cierto arrebato de ánimo, el paso de los trenes.

Una calle zigzageante atravesaba todo el pueblo, desde su punto de arranque, cerca de la orilla del río y el molino, hasta las rinconadas donde empiezan las montañas, con una y otra callejuela que se infiltraba en la principal. El molino a fuerza fluvial era soberbio e impresionante; su encargado de nombre Zacarías vivía allí mismo, junto a su hija Benedicta que, en algunas circunstancias, además de ayudar a su padre en los menesteres de la molienda de granos, solía correr hacia la estación ferroviaria, cruzando el río, a comerciar flores y otros productos del lugar a los casuales clientes, ocupantes del tren.

La plaza, espacio indispensable en las poblaciones rurales, generalmente con un frondoso árbol en su epicentro, o algún monumento de recordación lugareña, es el lugar de los encuentros de comunarios para intercambiar sus productos, realzar acontecimientos religiosos o jolgorios santorales y, de cuando en cuando, aparentando cierta rivalidad, luchan allí con temeridad, en combate feroz y enconado, a golpes de puño, usando "ñucus", especie de guantes para boxeo, tejidos por ellos mismos, representantes de una comunidad con otros de otra comarca. La lucha es hasta ver sangre derramada que, según sus interpretaciones, es una ofrenda a la diosa de la tierra, que provocará así mejor cosecha y próspero tiempo para sus vidas, es el "tinku": convocatoria al combate para mostrar supremacía y preeminencia; costumbre vigente aún en aquellos lugares.

Las exuberantes y profusas lluvias ocasionan riadas estruendosas y retumbantes, como intimidantes fenómenos que se llevan flotando en su espumeante superficie troncos de árboles, animales que cayeron en su furia, pequeñas chozas totalmente desechas y hasta grandes rocas que son arrastradas por el aluvión, destruyendo a su paso sementeras, caminos, huertos y hasta el terraplén de las vías férreas.

Así continúa la vida en el pueblo, sumando experiencias que manda la naturaleza o de aquellas que emergen del grupo social.

Un día, sucedió lo inesperado: una de esas riadas se llevó el cuerpo de Benedicta, la hija del molinero, cuando ésta intentaba llegar a su morada. Había empezado a cruzar el río, sobre las piedras que están colocadas, a manera de rústico puente, a cada paso, a través del río llamadas "chakas", en lenguaje quechua. Esas piedras casi ya estaban cubiertas del agua turbia por la crecida de la corriente; ella había entrado ya a mitad del camino y el aluvión creció súbitamente, y no pudo más, y sus voces de socorro eran imperceptibles, y aun así, sería aventurado y peligroso intentar siquiera entrar en la vorágine del remolino de aguas. La turbia riada, en su fenomenal recorrido arrastró el cuerpo de la desesperada joven hasta dejarla abandonada y muerta entre rocas y lodo, a varios kilómetros del lugar. El fenómeno había ocasionado también algunos desperfectos en el molino y dañado seriamente parte del litoral del pueblo.

La mocedad de Benedicta, su ingenua adolescencia, su alegría y prestación laboral a los vecinos en la faena del molino eran totalmente extrañadas, como algo irreparable que les había arrebatado la naturaleza.

Los pobladores la buscaban por todos los lugares, a lo largo del lecho del río y no podían hallarla. Pasó bastante tiempo y la imagen de la joven mujer continuaba implícita en la memoria de mujeres y hombres.

Se empezó a murmurar en la población que Benedicta hacía sus "apariciones" de cuando en cuando en el crepuscular de algunas tardes ante aterrados ojos de lugareños que afirmaban haberla visto y que desaparecía en los matorrales o entre el gentío de la estación ferroviaria. Relataban llenos de pánico y con el espíritu quebrantado por la inquietud y el sobrecogimiento. Nadie podía explicar lo que acontecía. El lenguaje del vulgo hacía alusión a la "condenada", especie de resurrección espectral o simple malidicencia, que concebía la mentalidad popular y por expeditiva influencia, se acentuaba cada vez más la discreción. Por el pánico estaban todos amedrentados y atemorizados y fue casi necesario ser acompañado o acompañar en los atardeceres o en las noches, cuando había necesidad de trasladarse por las oscuras callejuelas del poblado o por los caminos de los alrededores. Se afirmaba que esta "alma en pena" o purgación que, en realidad sólo existía en la imaginación popular, se mostraba en espíritu clamando sepultura.

Pasó algún tiempo de la búsqueda y cuando ya la conciencia multitudinaria se frustraba, dándole por totalmente perdida y el temor latente, un vecino dejó escuchar su grito cuando exclamó: "¡La encontramos!, ¡La encontramos! ¡Vengan! Se congregaron varias personas a quienes condujo hasta el lugar, acompañados del corregidor, el padre de Benedicta y hasta el presbítero de la iglesia. Se agruparon en el lugar y observaron el cuerpo de la víctima que yacía semienterrado en el lodo entre pequeñas lastras. Se dejó escuchar allí mismo que esta "alma en pena" erraba por la comarca pidiendo sepultura, y que cuando la sepultaran habría terminado y desaparecido el temor que hay en el pueblo y preteridas las apariciones de su espíritu.

La extrajeron lentamente del gravoso y cenegal lecho, rociaron su cuerpo con alcohol, dijeron algunas preces y el corregidor ordenó su sepultura inmediata. Seguidamente, trajeron dos palos con tranquillas, a manera de escalera, sobre los que tendieron algunos aguayos o "llijllas" y después de preparar el cadáver, la pusieron allí sobre la escala de madera y cubrieron con un par de camas o "phullus" y sujetaron el cuerpo con unas cuantas vueltas de la coyunda o soga. Se ordenó que la llevaran; cuatro hombres levantaron el cadáver sobre sus hombros y a paso menudo y rápido, como si estuvieran corriendo, condujeron el féretro por una senda a orillas del río, hasta el obituario de la parroquia y elaborado que fue el registro de todo lo acontecido, la transportaron hasta su última morada, allá en el campo santo de la población, en la laderas, detrás del cerro. Muchos vecinos constituían el séquito y después de inhumarla con preces y súplicas al cielo, retornaron al pueblo, junto a los hombres que cargaban la pala y la picota con las que habían hoyado la tumba. Los rostros se mostraban aquietados y consolados, quizá por la bienaventurada acción acometida entonces; Zacarías, el molinero, estaba todo el tiempo cabizbajo y desconsolado: gruesas lágrimas llenaban las órbitas de sus ojos.

Y desde que sepultaron a Benedicta, volvió la calma y la tranquilidad al pueblo, y el molino, ya reparado de sus deterioros, volvió a ser el instrumento vital del poblado y de la faena cotidiana, triturando los granos de la alimentación, como bendito conferimiento de la madre naturaleza para la vida de la población que superó el dolor.

Rodolfo Espinoza Aliaga. Oruro, 1927.

Escritor, narrador, poeta y bibliotecario.

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