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Domingo 11 de septiembre de 2016

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Cultural El Duende

Música de penumbras

11 sep 2016

Alfonso Gumucio

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Al llegar a la última parada el colectivo exhaló un suspiro.

El chofer dejó el volante y en tres trancos estaba orinando junto a un árbol; no pareció importarle que hubiera todavía un pasajero en el último asiento, abrazado a un maletín negro que ostentaba el letrero:

SE DAN CLASES DE M?SICA A DOMICILIO.

Al pasajero le dolían los pies, los zapatos demasiado chicos presionaban sus dedos mientras caminaba tres cuadras entre la parada de colectivos y el asilo.

El campanario de la iglesia no daba aún las once, de modo que se sentó en las gradas de la entrada al asilo, como lo hacía tres veces por semana. Se sacó los zapatos y sintió una brisa fresca entre los dedos de los pies.

Lunes, miércoles y viernes, siempre lo mismo. Con el pañuelo arrugado limpió el sudor de su frente, dejando deslizar su mano hasta la coronilla, donde terminaba su calvicie. Le quedaba poco pelo, y sólo le crecía en las fosas nasales y en las orejas, como a un mono, pensó.

Del maletín extrajo un emparedado envuelto en una hoja con pentagramas; él mismo lo había preparado temprano esa mañana: una marraqueta abierta, una capa de margarina y otra de mostaza, dos rodajas de mortadela y un pedazo de queso fresco.

Luego de acomodar las partituras manchadas de grasa, envejecidas y con las esquinas ajadas, sacó el látigo y cerró el maletín.

El látigo era un vergajo corto y flexible, hecho de finas correas de cuero. La herencia de su abuelo.

Acomodó el maletín de cara a la iglesia para que el letrero se viera bien:

SE DAN CLASES DE M?SICA A DOMICILIO

Y del otro lado:

PROFESOR DE M?SICA.

No le iba tan mal desde que se sentaba los sábados con su maletín en el puente Calacoto, junto a los plomeros, electricistas y carpinteros que ofrecían sus servicios y exhibían también sus maletines envejecidos y sus letreros con errores de ortografía.

El reloj de la iglesia dio la hora con un sonido quebrado cuyo eco se prolongó en el chirrido de la reja del asilo.

Levantó la mano con el chicote al pasar delante del guardia, a manera de saludo, y se encaminó hacia el fondo del patio. Ya estaban todos en la antigua capilla, agitados y ruidosos, tocándose las cabezas y empujándose.

Se anunció en el umbral haciendo restallar el látigo en el aire, y el sonido seco, como un petardo, instaló el silencio. Arrimó la caja de madera que le servía de pedestal. Desde arriba podía ver todas las caras.

Dominaba con la vista su coro de los lunes, miércoles y viernes, su coro de los milagros, su coro de miradas sin luz y de rostros desencajados por muecas que no se vieron en un espejo.

Parecían mirarlo con las orejas, atentos a su respiración y a sus palabras.

Lo reconocían por el olor a mortadela o por el casi imperceptible sonido de sus zapatos ajustados, incluso antes de que abriera la boca o meneara amenazadoramente el aire con el vergajo, como ahora.

De su garganta salió suavemente un DO que se sostuvo en el aire hasta que sus pulmones se vaciaron. A cambio recibió el eco perfecto de un DO colectivo, todos estaban con él.

Entonces, con un roce mínimo del vergajo en el aire, dio la señal para desatar una catarata de voces cristalinas que se elevaban hacia el techo de la capilla y parecían sellar en su bóveda varios siglos de ecos. Voces levantando música, voces calibrando el silencio, voces por encima de los cuerpos, de los olores y de las piedras. Voces más allá de los muros y de la oscuridad.

El vergajo deslizaba en el aire para marcar los énfasis, y las voces se unían como las de un coro de ángeles.

Ángeles caídos en la profundidad de las sombras, ángeles que ya no sentían el temor de Dios.

* Alfonso Gumucio Dagrón.

Argentina, 1950.

Escritor, periodista, cineasta y fotógrafo.

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