Loading...
Invitado


Domingo 11 de septiembre de 2016

Portada Principal
Cultural El Duende

El Cementerio de los Elefantes

11 sep 2016

Víctor Viscarra

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

La ciudad de La Paz majestuosa e impresionante para los que por primera vez la visitan, es una ciudad extraña y misteriosa aun para los que han nacido en ella, y que, día tras día, trajinan por sus calles. Muy pocos son los paceños que pueden preciarse de conocerla por completo; y si su topografía y algunas de sus manifestaciones folklóricas han sido difundidas tanto a nivel nacional como en el exterior, por sus callejuelas serpenteantes, y en las denominadas "zonas populares" caminan los marginados, quienes, sin no son dueños del aire que respiran, mucho menos pueden serlo del suelo que pisan.

Chijini, Tembladerani, El Tejar, Chamoco Chico, la Cancha Zapata y Munaypata son los principales barrios en los que estos seres se han asentado; y como no tienen razón valedera que justifique sus existencias, se dedican a la bebida, sumiéndose en un abandono moral y material absoluto.

Es innegable que el alcoholismo es la enfermedad social más extendida entre estos pobres. Su consumo ha escapado de los bares, y se ha desparramado por calles y avenidas. Los "artilleros" (bebedores consuetudinarios), saborean su infierno terrenal matizándolo con un trago en cualquier esquina; y su presencia no asusta ni a los moralistas, puesto que esta gente, los "artilleros", a decir de Jaime Saenz, en su poema "La noche", reducen aún las horas del sueño, mínimo a dos, para tener más tiempo dedicado a emborracharse.

Las estadísticas indican que tan solo en La Paz, existen 5 mil alcohólicos consuetudinarios, quienes financian su vicio recurriendo a la mendicidad y al robo. La subsección de Homicidios de Criminalística llegó en una semana a recoger hasta 12 cadáveres de personas que fallecieron por intoxicación alcohólica (casi todas ellas fueron recogidas en Tembladerani y en El Tejar). En los pabellones Británico, y de Psiquiatría, del Hospital General, los pacientes que son atendidos por abusar de la bebida aumentan gradualmente. Y como no podía ser de otra manera, todos estos datos tienden a crecer a medida que pasan los días.

Una leyenda africana cuenta que los elefantes que presienten su muerte, se encaminan a su cementerio secreto; el lugar estaría lleno de colmillos de marfil, ha despertado la codicia en millares de personas que lo buscan infructuosamente. Lo que sigue, es un relato de otro cementerio, del "cementerio de los elefantes", lugar al que van a morir los "artilleros" paceños, haciendo lo único que saben hacer bien: "beber"

Para el "artillero" paceño, dos son los barrios más importantes que tiene a su disposición: Chijini, porque allí existen cantinas que atienden las 24 horas del día, y en las que, "mangueando" a los amigos y a los que no lo son, pueden beber hasta perder la noción de las cosas. Y Tembladerani, porque también allí hay cantinas con atención interrumpida, y lo que es más importante, en esta zona se halla ubicada el tugurio de doña Hortencia, más conocido como el "Cementerio de los elefantes", y a la cual solamente van los valientes; esos que mueren ´al pie del cañón´, y que saben que si van a este antro es para morir emborrachándose, y del cual no saldrán vivos, sino que los sacarán cuando su cuerpo haya quedado tieso.

Hay mucha diferencia en estas dos zonas (Chijini y Tembladerani). Los hombres y mujeres que frecuentas las cantinas de Chijini, van a vivir lo que se han dado en denominar "el mundo del alcohol". Allí, todo es relativo; las horas pasan sin hacerse notar, y lo único que preocupa a los bebedores es el temor de que a las cantineras se les acabe el trago, y tengan que ir a otros lugares a seguir embriagándose. Si la mujer que está en la mesa vecina despierta los instintos sexuales, y ella está de acuerdo, el interior del baño puede servir para las demostraciones de cariño. El dinero es lo de menos. Cuando éste falta, los bebedores inexpertos que se han dormido, pierden el poco dinero o ropa que les queda y ese mísero botín sirve para comprar más bebida.

La clientela que frecuenta las cantinas de Chijini es variada y desordenada; hay delincuentes, prostitutas activas y en decadencia, "artilleros" desocupados, madres solteras, drogadictos, artesanos, vendedores ambulantes, campesinos, jóvenes que sufren decepciones sentimentales, y alguno que otro empleado público. También, a veces, llegan hasta la puerta intelectuales que necesitan material para sus especulaciones literarias. Pero, como no se quedan mucho tiempo, y sus visitas esporádicas siempre las hacen de día, muy poco casi nada es lo que pueden ver.

Los clientes asiduos de estos "bares" aprenden a soportar en carne propia los golpes que pródigamente propinan los uniformados. A nadie pueden quejarse, y cuando este estado de cosas llega al límite permisible de sus dignidades, recién entonces pueden emigrar a Tembladerani, especialmente al "Cementerio de los elefantes".

Cabe notar que también en este barrio existen numerosos alcohólicos, y que la preocupación del padre Daniel Stretch logró la edificación del primer alberque de alcohólicos, debido a la elevada cantidad de personas que dormían cada noche en las calles del vecindario. La mayoría de sus cantinas atienden en horas de la noche, hasta la madrugada, y muchas de ellas están tan bien camufladas que solamente son conocidas por los clientes asiduos.

Los "artilleros" que vienen de otras zonas, especialmente de Chijini, inicialmente frecuentan "las K´isistas", "Los pitufos", "El Sanjicho", "El Zeballos" y "La Academis". De allí al "Cementerio" sólo hay un paso, porque hay que subir la calle que parte del estadio Bolívar, y entrar en uno de los tantos callejones hasta llegar a la pileta pública. Se entra por la izquierda por un callejón lateral, y se busca la única puerta de garaje que existe. Se golpea la puerta, y uno de los muchos clientes que están adentro será el encargado de abrirla. Lo primero que uno ve es el patio de tierra apisonada bordeado de bancos donde las personas están bebiendo, y si uno tienen amigos entre los allí presentes, es fácil que lo acepten sin recelo alguno. A primera vista, parece una cantina igual o peor que las demás; y si no fuera por los dos cuartos cerrados con candados que tiene al fondo, aquí no pasaría nada.

Quienes van con ánimo de quedarse definitivamente, no lo hacen con los bolsillos vacíos. En este tugurio el trago cuenta plata, y hay que garlo; y para ir a matarse con la bebida sin que nadie moleste, el "artillero" deberá llevarse por lo menos 100 bolivianos. Doña Hortencia no hace preguntas, y cuando uno le consulta si es que alguno de los cuartos está vacío, ella sabe muy bien qué es lo que le están preguntando. Disimuladamente lleva al cliente al interior del cuarto disponible, y tras entregarle una jarra pequeña llena de trago, cierra con candado la puerta, y lo deja encerrado adentro. La pieza es pequeña. Consta de una mesa y su silla, un viejo colchón de paja en el suelo, una lata de manteca a manera de urinario en una de las esquinas, y el foco encendido empotrado en el tumbado.

La comida está prohibida, y al que está dentro no se le da ni el saludo, amén que a los clientes que están bebiendo fuera tampoco les interesa. La soledad que necesita el dipsómano está asegurada. Otra cosa que hay que anotar, es que en esta cantina no se escucha música alguna; y las conversaciones son desarrolladas casi susurrando, que parecen charlas de velorios. Cuando a la persona se le ha terminado la bebida, lo único que tienen que hacer es llamar a la puerta del cuarto, y no faltará quién avise a la doña para que atienda el pedido, que no es otro que una nueva jarra de trago.

Algunos parroquianos duraron hasta dos semanas, y los más fallecen al tercer día. Cuando la muerte visita el interior del cuarto, y este hecho es advertido por la dueña, espera a que la madrugada cubra el barrio, y contando con la colaboración de los clientes de más confianza, hace llevar el cadáver hasta una de las calles aledañas al estadio Bolívar, donde el día siguiente será recogido por los de la policía, quienes me imagino, lo encontrarán en posición de cúbito dorsal. Ante la noticia de que en El Tejar se abrió una cantina similar, el P. Daniel Stretch, fue a conversar con autoridades de la Policía para advertirles del peligro que entrañaba este tipo de locales, pero, la respuesta que recibió fue de que ellos no podían hacer nada, puesto que este tipo de locales, ayudaban a disminuir el número de alcohólicos en la ciudad. y es más, para los vecinos del "Cementerio de los elefantes", en Tembladerani, la presencia de uniformados en las cercanía no es de extrañar, puesto que por lo menos una vez a la semana, van hasta allí, para ver quiénes son los que quieren emborracharse hasta morir.

Serán por estas y otras cosas que, cada vez que me acuerdo que "El amado", la "Chispita", el "Muru", y otros amigos más murieron en el "Cementerio de los elefantes" me pongo nostálgico, y siento una gran pena por toda esa mi gente.

Víctor Hugo Viscarra Rodríguez. La Paz, 1957 - 2006.

Escritor y narrador.

El testimonio fue publicado en 1987.

Para tus amigos: