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Domingo 11 de septiembre de 2016

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Cultural El Duende

Cervantes, animales salvajes y pirámides bajo el agua

11 sep 2016

Luis Cremades

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El arte de traducir es el arte de leer. Traducir, al fin, no es más que leer y escribir; leer en un idioma y escribir en otro. Lo que sucede en medio, como en una misteriosa caja negra, es un proceso complejo a la vez técnico y personal. Técnico, dado que exige conocimiento de ambos idiomas, y personal porque el traductor está obligado a elegir los aspectos que se traducen como quien muestra un diamante, estableciendo un orden en sus aristas.

Cuando lo que se traduce es un poema, el lenguaje multiplica sus posibilidades: contenido, imagen, ritmo, repeticiones, metros y rimas, supuestas intenciones últimas del autor, por no mencionar criterios de exactitud filológica o aproximaciones históricas. Cada elemento no se percibe más que como un juego de espejos en que el verdadero poema se escapa siempre. El lector no distingue el poema real del poema reflejado, como si nunca hubiera asomado la cabeza al aire, fuera de la caverna de Platón o de los probadores de ropa: humo y los espejos es la respuesta que obtiene cada vez que intenta captar o cazar el poema para reescribirlo, reproduciéndolo bajo control. El poema es un animal salvaje que se resiste al cautiverio.

La idea más adecuada para describir una traducción poética -qué sucede entre lo que el traductor lee y lo que escribe- estaría ligada al concepto de "resonancia". El texto original resuena en los campos semánticos de la corriente de conexiones del traductor y de su mundo más o menos amplio, más o menos estrecho. Provoca ondas en la superficie de su particular lago lingüístico en busca de un significante acorde hasta que una expresión equivalente responde a la llamada. Resonancia y equivalencia, dos misterios de la subjetividad que se enlazan en busca de un nuevo texto objetivo: el poema traducido.

La resonancia no puede escapar a sus límites: la configuración de los campos semánticos del traductor (construidos principalmente a través de su experiencia lectora (1) o, si fuese una máquina, de la experiencia lectora de sus programadores). La noción de equivalencia tiene también límites subjetivos. "Todo necio confunde valor y precio" porque el precio es fácil de determinar, lineal y objetivo. Y no así el valor, poliédrico y subjetivo; de nuevo nos recuerda que no hemos salido de la caverna, del humo y los espejos. Así, dado que no puede poner precio a las palabras, la equivalencia de dos términos tendría que ver con una cierta "economía de trueque" del lenguaje, en función del uso que pueda dársele; usos que varían en función de costumbres, tribus y creencias. En este sentido, traducir supone reducir, más que traicionar, las posibilidades de un texto, su carga semántica. Igual que en una lectura reducimos también el texto, adaptándolo al contexto particular de nuestro humor y nuestras necesidades concretas de "alimento espiritual". Un traductor es un lector "médium" al servicio de otros lectores. Pero, aprendiendo de su actividad, podemos profundizar en los mecanismos del acto de leer en general. ¿Qué hacemos cuando leemos? ¿Interpretamos? ¿Disfrutamos? ¿Se trata de una actividad intelectual, erótica, cultural�? Cada vez más creo que el lector idealmente re-crea la obra: escoge un punto de vista desde el que se hace responsable de los hallazgos y experiencias que reporta esa lectura. Se ha dicho que el pecado está en el ojo que mira y no en el cuerpo observado. Así también la virtud estará en el ojo que lee, al menos tanto como en el texto leído.

Y, sin embargo, más allá de ese subjetivismo que se propone revisar críticamente la educación del acto de leer, hay autores que se abren paso a través de los tiempos, que son capaces de seducir a lectores de épocas, idiomas y culturas diferentes. Hay obras que se resisten a traductores y otros cataclismos. En ellas se esconde un reducto de lo que podría llamarse "arte objetivo", que vuela y escapa más allá de la cortina de humo y los espejos; sea un soneto de Shakespeare, una sonata de Beethoven o una pirámide en Egipto.

El traductor en el quirófano:

amputaciones

Si un traductor elige o da prioridad a unas posibilidades del texto frente a otras, algunas reducciones resultan auténticas amputaciones. Con ánimo de difundir textos de gran riqueza terminológica, hay traductores que restringen el vocabulario de una obra de cinco mil palabras a la mitad; tal vez con idea de que el lector desea ser considerado incapaz de esfuerzo intelectual y aprendizaje, como si quisiera saber solo aquello que ya sabía, en tanto que palabras y conceptos nuevos pudieran sumirle en estados de desesperación profunda.

El traductor adapta el texto a otro idioma y a otra edad mental, como cuando se reescribe la Biblia contada para los niños o se editan las novelas de Robert L. Stevenson para un público adolescente que está aprendiendo inglés. En esta línea de traducción-adaptación proponemos como ejemplo la inefable versión de El Quijote al spanglish, idioma que merece todo respeto en la medida en que da de comer a tantos profesores desheredados. Así, a manos del profesor mexicano Ilan Stavans, el primer párrafo de la novela queda como sigue:

In un placete de La Mancha of which nombre no quiero remembrearme, vivía, not so long ago, uno de esos gentlemen who always tienen una alanza in the rack, una blukler antigua a shinny caballo y un grayhound para la chase. A cazuela with más beef than muton, carne choppeada para la dinner, un omelet pa los sábados, lentil pa los viernes, y algún pigeon como delicacy especial para los domingos, consumían tres cuarers de su income. (2)

Entre "rocín flaco" y "skinny caballo" hay un mundo insalvable, dado que el animal acompañará al caballero en sus andanzas con el nombre de Rocinante, tal vez Mr. Stavans haya sustituido tan sonoro nombre por el más acorde con su versión "Caballante" o lo haya rebautizado simplemente como "Skinner", en un homenaje al maestro del reflejo condicionado. Aunque técnicamente correcta, las resonancias para el lector en este caso se disparan en sentidos opuestos, irreconciliables. No hay equivalencia posible.

¿Y por qué escribo "técnicamente correcta", y no "semánticamente correcto"? Porque creo, y esto es una afirmación arriesgada, que en literatura la semántica no es tanto técnica como emocional. Que la carga de significado de una expresión se comprende en un acto de sensibilidad más que puramente cognitivo. A la emoción literaria se llega a través del estilo, de la música, de la cadencia, de las cargas emocionales de la expresión. Eso hace Rubén Darío, Rimbaud o Vicente Aleixandre grandes autores y no tanto su complejidad cognitiva.

Por decirlo en términos de la psicología sistémica: Paul Watzlawick diferencia entre una dimensión digital de la comunicación (sintaxis, estructura, complejidad, cognición) y una dimensión analógica (semántica, representación, contenido emocional). La literatura hace del énfasis en la dimensión analógica su razón de ser como expresión. Así, aspectos irrelevantes en una traducción jurada ante notario (en la que "rocín flaco" por "Skinny caballo" sería más que correcto) pueden plantear cuestiones irresolubles en una traducción literaria.

(1) Podría escribir con más precisión, "competencia lingüística", pero quiero pensar que son lo mismo. Los educadores, empeñados en el desarrollo de competencias, olvidan la experiencia y olvidan que son inseparables, como los márgenes de un camino o las rectas paralelas que no saben encontrarse en otro punto que no sea el infinito.

(2) El País, 6 de Julio de 2002 .

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