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Domingo 28 de agosto de 2016

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Cultural El Duende

Santiago

28 ago 2016

Fuente: LA PATRIA

Josermo Murillo

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En la atmósfera gris y silenciosa de ese día ambiguo había como un jadear imperceptible y agonizante, y como si toda la vasta planicie se adurmiera inquieta bajo la pesadumbre de alguna cuita.

Más relieve tenían las cosas y la calma era más densa. Las abarcas del mozo caminante chasqueaban únicas en el suelo duro del camino, ceniciento, como si a todo el paisaje le hubieran dado un brochazo de la misma pintura.

Ni las aves éticas que otrora revoloteaban entre las matas y los guijos daban sus trinos lamentables a la polifonía agónica. Entonces, como para acompañarse de alguien que le diera la sensación de seguridad en medio de aquella vastedad horizontal que se confundía muy lejos con las cenizas del cielo nublado, el mozo expandió de su quena la rima sollozante y larga como la demanda de una mujer sin consuelo.

El eco se difumaba quejumbroso entre los cerros y alcores que, a un flanco, se dibujaban remotos con un violeta pálido y desteñido.

Tras de esas cumbres, como parpadeos imperceptibles, leves relámpagos demostraban que en otras comarcas la lluvia descendía copiosa, con un júbilo de fiesta popular, y como si comprendiera la bondad de su ayuntamiento con el duro suelo, siempre árido y sediento.

La flauta se apagó. El indio, joven recio, que venía a pie desde un caserío oculto en el abrazo de dos cerros erizados de pencas y pasacanas, sintió sus manos ateridas por la brisa que acariciante y sutil, le hacía palpitar las mejillas.

Las matas de paja, que el frío había dorado, afinaban sus arpas para una canción que el Altiplano saluda al cortejo interminable de los vientos.

Una densa nube de tierra, hecha remolino caprichoso, se aproximó elevándose muy alto como lábaro de triunfo, anunciador del huracán impetuoso.

El polvo se le adhirió al mozo en el traje y en los párpados. Y los pajonales inclinábanse como una rubia y dócil cabellera vibrando en una canción lúgubre que a instantes se hacía aguda como un grito desgarrante, y que tornábase después grave como si un hombre gimiera con trágicos sollozos; mil sirenas escondidas no hubieran hecho orquesta mejor.

Después, como una corte infinita de héroes menos epónimos, pasaron otros vientos con la marcha triunfal de las pajas de todo el altiplano, y fuéronse a ras del suelo sin levantar un átomo de polvo como si fueran bandadas de aves gigantescas y sedosas.

La atmósfera se hizo más densa. El gris se iba ensombreciendo con un color de crepúsculo y los centelleos eran más dilatados.

Aún distaba algo para alcanzar el villorrio donde los demás indios, de pie en las puertas de sus viviendas, arrebujados en sus amplias chalinas, veían cómo la naturaleza había apagado todas sus luces y cubría los campos con un manto de silencio y profundidad.

Estaba muy próxima la tormenta.

El mozo caminante no podía abreviar su sendero, trazado como una línea recta a través de la llanura.

El estrépito de un rayo cercano sacudió a las matas que concluyeron su monorrima; la tierra pareció palpitar agitada en convulsiones que, como ondas, repercutieron en las montañas distantes. La luz de la descarga iluminó, deslumbrante todo el panorama.

Una nube de polvo se fue disolviendo, lenta como el humo de un disparo.

Y cuando llovía con gotas menudas e inficionantes, y los chiquillos de la aldea jugaban en el lodo o se salpicaban con el agua de los regatos, las indias, en el fondo de sus cabañas, seguían pronunciando frases para conjurar el rayo. A breve distancia de la aldea sobrevino el relámpago y estalló el trueno.

De su fervoroso panteísmo el símbolo era un apóstol, galopante en un corcel invisible, y que donaba sus bienes con la consagración de los rayos.

-Santiago, Santiago� -se decían ellas como en una letanía, mientras sus maridos tenían en la mente la imagen del dios paradójico.

Por eso, concluida la lluvia, y aun cuando los carriles del camino estaban inundados todavía, salieron hombres y mujeres en dirección al sitio donde había ocurrido la explosión.

El mozo viajero estaba agonizante. La descarga lo había herido, y, en demanda de instintivo auxilio, se había revuelto en el lodo; alzó los párpados somnolientos y dejó ver las pupilas sin luz; movió las mandíbulas en una palabra apagada.

Los demás indios, arrodillados en torno suyo, no se aproximaron más, cohibidos por su misticismo espectaron los rictus agoniosos del que no alcanzara la jornada.

No se atrevieron a tocarlo por el temor de ofender la voluntad de Santiago, y esperaron, pacientes, que concluyera el último suspiro del moribundo.

Sólo cuando éste dejó caer el mentón y se le aflojaron los tendones, las mujeres le dieron una posición digna y los hombres lo trasladaron a un poncho que había extendido en el suelo húmedo.

Así, en procesión, retornaron a la aldea, donde concluyeron el funeral. Mientras tanto, otros levantaron un túmulo en el sitio mismo donde había descendido el apóstol tonante y que había consagrado con uno de sus rayos.

Al otro día, llenos de íntima alegría, ataviáronse de gala, y, con presentes diversos, fingieron despedir a Santiago, que hasta entonces había permanecido oculto en la superficie.

Era un baluarte más que los defendía de los malos influjos, y aun cuando o habían podido salvar al mozo que cayera malherido, estaban satisfechos con esa promisora visita.

Y los padres del desaparecido, con un orgullo imposible de disimular, sin el más mínimo dolor anunciaban desde entonces:

-A nuestro hijo se lo llevó el rayo.

Las matronas sentían el escozor de la envidia, y los hombres se empequeñecían ante la preferencia del apóstol.

Josermo Murillo Vacareza. Oruro, 1897-1987.

Periodista, sociólogo y escritor.

Fuente: LA PATRIA
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