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En la atmósfera gris y silenciosa de ese dÃa ambiguo habÃa como un jadear imperceptible y agonizante, y como si toda la vasta planicie se adurmiera inquieta bajo la pesadumbre de alguna cuita.
Más relieve tenÃan las cosas y la calma era más densa. Las abarcas del mozo caminante chasqueaban únicas en el suelo duro del camino, ceniciento, como si a todo el paisaje le hubieran dado un brochazo de la misma pintura.
El eco se difumaba quejumbroso entre los cerros y alcores que, a un flanco, se dibujaban remotos con un violeta pálido y desteñido.
Tras de esas cumbres, como parpadeos imperceptibles, leves relámpagos demostraban que en otras comarcas la lluvia descendÃa copiosa, con un júbilo de fiesta popular, y como si comprendiera la bondad de su ayuntamiento con el duro suelo, siempre árido y sediento.
La flauta se apagó. El indio, joven recio, que venÃa a pie desde un caserÃo oculto en el abrazo de dos cerros erizados de pencas y pasacanas, sintió sus manos ateridas por la brisa que acariciante y sutil, le hacÃa palpitar las mejillas.
Las matas de paja, que el frÃo habÃa dorado, afinaban sus arpas para una canción que el Altiplano saluda al cortejo interminable de los vientos.
Una densa nube de tierra, hecha remolino caprichoso, se aproximó elevándose muy alto como lábaro de triunfo, anunciador del huracán impetuoso.
La atmósfera se hizo más densa. El gris se iba ensombreciendo con un color de crepúsculo y los centelleos eran más dilatados.
Aún distaba algo para alcanzar el villorrio donde los demás indios, de pie en las puertas de sus viviendas, arrebujados en sus amplias chalinas, veÃan cómo la naturaleza habÃa apagado todas sus luces y cubrÃa los campos con un manto de silencio y profundidad.
Una nube de polvo se fue disolviendo, lenta como el humo de un disparo.
Y cuando llovÃa con gotas menudas e inficionantes, y los chiquillos de la aldea jugaban en el lodo o se salpicaban con el agua de los regatos, las indias, en el fondo de sus cabañas, seguÃan pronunciando frases para conjurar el rayo. A breve distancia de la aldea sobrevino el relámpago y estalló el trueno.
De su fervoroso panteÃsmo el sÃmbolo era un apóstol, galopante en un corcel invisible, y que donaba sus bienes con la consagración de los rayos.
-Santiago, SantiagoÂ? -se decÃan ellas como en una letanÃa, mientras sus maridos tenÃan en la mente la imagen del dios paradójico.
Por eso, concluida la lluvia, y aun cuando los carriles del camino estaban inundados todavÃa, salieron hombres y mujeres en dirección al sitio donde habÃa ocurrido la explosión.
El mozo viajero estaba agonizante. La descarga lo habÃa herido, y, en demanda de instintivo auxilio, se habÃa revuelto en el lodo; alzó los párpados somnolientos y dejó ver las pupilas sin luz; movió las mandÃbulas en una palabra apagada.
Los demás indios, arrodillados en torno suyo, no se aproximaron más, cohibidos por su misticismo espectaron los rictus agoniosos del que no alcanzara la jornada.
No se atrevieron a tocarlo por el temor de ofender la voluntad de Santiago, y esperaron, pacientes, que concluyera el último suspiro del moribundo.
AsÃ, en procesión, retornaron a la aldea, donde concluyeron el funeral. Mientras tanto, otros levantaron un túmulo en el sitio mismo donde habÃa descendido el apóstol tonante y que habÃa consagrado con uno de sus rayos.
Al otro dÃa, llenos de Ãntima alegrÃa, ataviáronse de gala, y, con presentes diversos, fingieron despedir a Santiago, que hasta entonces habÃa permanecido oculto en la superficie.
Era un baluarte más que los defendÃa de los malos influjos, y aun cuando o habÃan podido salvar al mozo que cayera malherido, estaban satisfechos con esa promisora visita.
Y los padres del desaparecido, con un orgullo imposible de disimular, sin el más mÃnimo dolor anunciaban desde entonces:
-A nuestro hijo se lo llevó el rayo.
Las matronas sentÃan el escozor de la envidia, y los hombres se empequeñecÃan ante la preferencia del apóstol.
Josermo Murillo Vacareza. Oruro, 1897-1987.
Periodista, sociólogo y escritor.
Fuente: LA PATRIA
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