Jueves 25 de agosto de 2016
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Existe una inconfundible similitud entre los autócratas que, engolosinados con el poder, han decidido perennizarse en él a toda costa. Es el caso del presidente turco Recep Tayyip Erdogan, cuyo anhelo de convertirse en el mandatario que dure más tiempo en el gobierno se ha traducido en una obsesión, incluso hasta superar los quince años que el gran paladín de la Turquía moderna, Kemal Ataturk, estuvo al frente de la presidencia a partir de su fundación en 1923.
Para satisfacer ese afán ha recurrido a un auto golpe de estado, donde han muerto centenares de "supuestos golpistas" y ya se cuentan por miles los detenidos entre jueces, fiscales, civiles y militares, producto de su "actividad terrorista", como se ha calificado a ese cruento suceso y sobre ellos se trata de aplicar una ilegal pena de muerte, exigida por parte de los adulones del presidente, ya que fue abolida en ese país el año 2004, como requisito para ingresar a la Unión Europea.
La tragicómica derrota de la asonada golpista, que ha fortalecido al que debió ser el damnificado, si bien logró afianzarlo momentáneamente en el poder, amenaza con convertir a Turquía en una bomba de tiempo capaz de llevar al mundo a una tercera guerra mundial, dada su importancia geopolítica, que la convierte en el fiel de una balanza, donde se decide el destino de las relaciones de occidente con el mundo musulmán, al igual que el estrecho del Bósforo que separa Europa de Asia y desde tiempos inmemoriales fue el escenario donde griegos, otomanos y rusos han pretendido cerrarlo en procura de utilizarlo en forma exclusiva.