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Entró con un perro sacrificado colgando de sus hombros y lo depositó sobre la mesa. Afuera un cielo oscuro y helado construÃa una pintura de violetas sobre la nieve sucia de hollÃn. Ã?l se sentó cerca de la chimenea para mirar cómo Romina, su mujer, desollaba y descuartizaba al animal para salar las tiras de carne. Tranquilamente, mientras tomaba su larga taza de cerámica ruda y bebÃa a sorbos el agua caliente, le fue contando su historia.
Sabes que antes de que te encontrara, vivÃa en las montañas del sur, cerca de la ciudad destruida. Allà la vida era más dura y no existÃa nada que pudiera aliviarla. Se respiraba muy mal y la gente usaba filtros de tela para evitar que el carbón se meta en los pulmones. Entonces estaba con nosotros Maltavos, un hombre muy grande del pueblo de Arlán, lÃder de grupo y gran cazador. TenÃa las muñecas más gruesas que he visto y en su mirada se podÃan sentir las múltiples aventuras de su vida. Nada le causaba temor y su risa, cuando estaba contento, se podÃa escuchar a muchas leguas entre las cañadas de los rÃos de azufre. Maltavos sospecha que vivimos en el infierno.
Dice que todos estamos condenados, que la luz que vemos no es tal sino reflejo de la noche que tampoco es nuestra. Está de acuerdo con la leyenda que dice que al morir nos trasladamos a un lugar que está más allá del mar de arena, frontera del occidente, pero que allà solamente esperan otros horrores, un aire que produce lepra y un agua que destruye el cuerpo. La mayorÃa no cree ni descree de ello, parece que no les interesa, ellos dicen: nosotros, la circunstancia; pero no, los dos sabemos que lo que tienen es miedo, un miedo que no los deja pensar. Tú sabes.
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