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Domingo 31 de julio de 2016

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Cultural El Duende

La necesidad de una estética edificada sobre la belleza

31 jul 2016

H.C.F. Mansilla

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Wolfgang Welsch señaló que un comportamiento adecuado y hasta la noción de una vida lograda sólo pueden ser concebidos adecuadamente en el marco de una totalidad, la que, a su vez, debe ser determinada por analogía a la reflexión estética. La representación de toda totalidad precisa de un acto de fantasía y de la facultad de discernir entre bienes. Este acto selectivo implica inexorablemente la realización de juicios valorativos. Ahora bien: imaginarse una totalidad social implica pensar una posible concertación de las partes integrantes -una convivencia siempre frágil de pluralidades dispares, no una uniformidad coercitiva-, por más precaria y fugaz que resulte esa concertación, y esto presupone figurarse una proporcionalidad conveniente de los ingredientes de acuerdo a una normatividad que transcienda lo cotidiano y ordinario, lo cual es la actividad estética por excelencia. La conformación de una vida bien lograda es un acto de estilización permanente, como cuando un artista modela y transforma su material. Nuestros esfuerzos cognitivos y éticos están inextricablemente ligados a parámetros estéticos.

La belleza es, por consiguiente, el criterio que determina el arte auténtico: lo bello constituye el lenguaje que nos libera de la servidumbre y lo subalterno, nos conduce con inteligencia y mesura a la dimensión lúdica y traslada lo infinito a formas finitas. No existe obviamente un criterio absoluto, seguro y generalmente aceptado para definir lo que es la belleza estética, pero se puede afirmar que lo bello se sedimenta en aquellas obras que, además de la perfección técnica, dejan entrever el peso de la experiencia humana, el talento innovador del artista y la energía de la emoción concentrada. Objetos que se limitan a ser pura forma o mera ocurrencia pertenecen al campo del diseño industrial o publicitario. El arte genuino no aplana las diferencias entre realidad e imaginación, sólo las hace más visibles. Las concepciones clásica e idealista concibieron lo bello como la transparencia de lo divino, lo que reunía los criterios de unidad, perfección, proporción y claridad, o lo que causa satisfacción exenta de interés.

El gran arte es como una representación de la totalidad de la vida humana: es la expresión de lo misterioso y profundo, elaborada mediante medios que traslucen belleza (o, por lo menos, apuntan a ella) y en la cual toman parte las intuiciones, las obsesiones, las fantasías y hasta las locuras del artista, controladas, eso sí, por el talento de éste, su sentido de armonía, su conocimiento de lo ya experimentado y logrado en su campo. El arte vive de las cuestiones eternas que atañen al género humano, como ser la felicidad, el infortunio, el encuentro decisivo, los golpes del destino ciego, lo inconfundible de la individualidad, cuestiones que están por encima de categorías ideológicas y económicas.

La dimensión creativa del arte lo hace más perdurable, más apreciado y más importante que los productos del frío intelecto. El arte contiene, afirmó Theodor W. Adorno, una verdad mayor que la filosofía, la ciencia y hasta la razón, porque no está amenazado por el carácter abstracto y reduccionista de los conceptos y porque prefigura una comunicación liberada: en toda objetivación artística hay un sujeto colectivo. La racionalidad estética nos manifiesta la idea de una razón substantiva, basada en la solidaridad y donde se conjugan lo universal y lo particular, lo empírico y lo conceptual, la identidad y la alteridad. Por otra parte, el arte mantiene viva la memoria de una racionalidad orientada hacia fines; el comportamiento estético es la facultad de percibir más aspectos de los que habitualmente nos muestran las cosas. Como tal cumple una función semejante a la religión.

El gran arte es aquel que expresa lo que la ideología encubre, aquel que transciende la falsa consciencia; arte genuino es aquél que está libre del principio de utilidad, que está exento del esfuerzo por sobrevivir, libre de las coerciones de la praxis social. La inutilidad del arte es su verdad enfática en un mundo donde el principio de utilidad, exacerbado a la calidad de norma rectora absoluta, ha desvirtuado toda posible humanidad. La autonomía del arte se refleja en su protesta permanente contra toda realidad; sus ficciones son más verdaderas que la vida cotidiana. La esencia del arte reside, según Herbert Marcuse, en su fidelidad a la idea de la felicidad; por ello es "incondicionalmente subjetivo e intraducible a la dimensión de la praxis radical".

Lo que distingue y define al arte auténtico es justamente su facultad de transcender la realidad existente: sobrepasa la "normalidad" creada por instituciones y normas, proponiendo una razón y una sensualidad diferentes. Personifica por ello la protesta contra una sociedad fría, inhumana, alienante, opresiva: la distancia del arte con respecto a ella es la cifra de lo falso del orden social. El arte autónomo en cuanto la "memoria del sufrimiento acumulado" (Theodor W. Adorno) es, en el fondo, un movimiento subversivo contra las coerciones sociales; su independencia es la garantía de su rebeldía y simultáneamente de su grandeza. El arte auténtico es aquel que se opone a ser clasificado y encasillado y que exige simultáneamente una interpretación siempre nueva y distinta. Es aquél que encarna la verdad reprimida por el orden social y trabajosamente descifrada por la filosofía y hasta la sobrepasa. El arte verdadero brinda sentido a nuestro mundo, cuando éste se transciende a sí mismo. Además el arte y sobre todo la literatura se consagran a tematizar fenómenos individuales, particulares, y por ello la ilusión es su característica substantiva; se hallan contrapuestos al actual mundo administrado, que es el orden de lo siempre igual, uniformado, nivelizado. La dimensión artística es el único lugar que hoy en día permite aun el despliegue de la individualidad.

La preservación de principios aristocráticos -y esto quiere decir: progresistas- en la esfera estética obliga a impugnar el nuevo dogma: todo es arte y todos somos artistas. Ya Friedrich Nietzsche había prevenido sobre el error que sería identificar artista y obra, como lo hace ahora el postmodernismo y que deviene un endiosamiento absolutamente inmerecido del artista: todo lo que éste roza o todo capricho suyo se transforman mágicamente en una obra de arte... Nietzsche comparó adecuadamente al artista con el suelo, el abono y el estiércol sobre los cuales brotan las manifestaciones artísticas, fenómenos ciertamente importantes, pero que uno hace bien en olvidar durante la contemplación estética. La concepción de que todos somos artistas -inmensamente popular hoy en día y legitimizada por las corrientes postmodernistas- postula que no hay diferencias substanciales entre la salud y la enfermedad, entre la lucidez y la locura, entre la maestría y la cursilería, entre lo santo y lo profano, entre lo festivo y lo cotidiano, y, obviamente, entre lo artístico y lo prosaico. Estas deliberadas simplificaciones, que caracterizan sobre todo las artes plásticas contemporáneas, conllevan una traición a la función transcendente de la belleza, el talento y la fantasía inmersas en las genuinas obras de arte y literatura. Bajo la excusa del experimento y amparándose en una presunta búsqueda de nuevos medios de expresión, las artes contemporáneas documentan, según Mario Vargas Llosa, "la terrible orfandad de ideas, de cultura artística, de destreza artesanal [...] del quehacer plástico en nuestros días". La pretendida espontaneidad de los artistas contemporáneos es, en el fondo, el criterio impuesto "por un mercado intervenido y manipulado por mafias de galeristas y marchands y que de ninguna manera revela gustos y sensibilidades artísticas, sólo operaciones publicitarias, de relaciones públicas y en muchos casos simples atracos".

Pese a su apariencia revolucionaria y desenfadada, espontánea y turbulenta, estas doctrinas denotan una índole profundamente conservadora y rígida, ortodoxa y prescriptiva, pues significan, en el fondo, una cohonestación de la masiva fealdad de la civilización industrial en su etapa actual, una justificación de lo momentáneo (por ser lo existente), una condenación de las tendencias estéticas disidentes y una apología de los gustos convencionales y banales difundidos por los medios masivos de comunicación. La lucha contra lo bello -que parece ser el contenido del arte en la época postmodernista- representa, de acuerdo con Herbert Marcuse, un movimiento represivo y reaccionario, que tiene profundas raíces en la historia del ascetismo fanático, pequeño burgués y anti-intelectual.

No podemos retornar al mundo pre-industrial, pero sí podemos intentar una simbiosis entre los elementos positivos de lo premoderno y de la modernidad: podemos, por ejemplo, tratar de no destruir ni desvirtuar nuestras tradiciones razonables, y combinarlas con lo rescatable de la modernidad. Estos esfuerzos sincretistas no son ni tan raros ni condenados a priori al fracaso: en gran parte la historia universal está construida por ellos. Max Horkheimer señaló que una de las tareas primordiales de la teoría crítica en la actualidad era discernir lo que había que preservar del pasado -sobre todo normativas y logros culturales- y lo que era necesario combatir del presente. Cada progreso conlleva la eliminación de algo que ha sido positivo: es conveniente tener consciencia y dejar constancia de ello. El dolor y el duelo por estas pérdidas sirven para relativizar el progreso material, no siempre tan razonable: lo irracional sería aceptar todo progreso por el mero hecho de serlo. Es sintomático que un gran pensador como Max Weber, quien consagró una notable porción de su obra teórica a fundamentar la necesidad de la abstención de juicios valorativos en la actividad científica, sintiese una enorme nostalgia reprimida por sentimientos y valores: la modernidad de su enfoque fue horadada por su añoranza de elementos premodernos, como la fraternidad, la religiosidad, la espontaneidad y la búsqueda de sentido.

* Hugo Celso Felipe Mansilla. Doctor en filosofía.

Académico de la Lengua.

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