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Desde la ventana de mi cuarto, sobre la avenida gris y silenciosa, bajo el frÃo de este cielo de invierno, la veo pasar sola y pensativa...
Su traje color ceniza, el mismo color del cielo, me parece hoy un harapo. Antes me pareció una nube hecha para envolver su regio busto de estatua, su cuerpo, su piadoso cuerpo de Magdalena... Nada ha cambiado en ella; ni sus andares leves, que son los mismos de antes, ni su traje, que es el mismo de otros dÃas...
En cambio, su palidez ha aumentado, palidez de ensueño; de nácar, de lirio muerto... Su rostro se ha idealizado y sus ojos brillan más negros.
Y al verla pasar desde mi ventana, sobre la avenida silenciosa, bajo el frÃo de este cielo de invierno; al verla pasar sola y pensativa, me pregunto:
El largo crepúsculo, que es un dÃa de invierno bajo este cielo, traza en su manto gris estrÃas negras que se agrandan en inmensas alas de sombra. Es de noche. Ella ha desparecido.
-Maestro -le decÃa-, tú sabes que yo soy humilde, compasivo y bondadoso, pues la experiencia me ha enseñado que el más inteligente y feroz de todos los animales, eres tú mismo. Entre mil invenciones con que alegras o torturas tu carne y tu espÃritu, tienes la música, la escritura, el juego y el alcohol. En tu alma florece la negra envidia, que escondes y cultivas en secreto. Horribles vÃboras familiares, el rencor y el engaño, anidan en tu pecho. DesconfÃa de tu mejor amigo, y te causan rabiosos tormentos la sed del oro y el amor de la mujer.
-Y por ti sufro hondamente y te compadezco, no porque eres mi hermano y mi maestro, sino porque tengo piedad de mà mismoÂ? ¡Y abrigo el justo temor de llegar un dÃa al grado de perfección a que has llegado!
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