Medios internacionales reflejan el desastre ambiental
Apocalipsis ecológico del "Poopó"
17 jul 2016
Fuente: LA PATRIA
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Un inmenso desierto, eso es lo que queda de lo que fue considerado el segundo lago más grande de Bolivia, luego del Titicaca; nos referimos al Poopó, ubicado en el cantón de Untavi del municipio de Toledo.
Este hecho casi "apocalÃptico" por lo impactante de sus efectos, no solo en el piso ecológico en el que se encontraba, sino en el sistema ecológico del planeta, sigue generando la atención de medios de comunicación nacionales e internacionales, que reflejan la realidad de este humedal, que prácticamente se "seco" a la conclusión del 2015.
Pese a todo este contexto negativo, en cuanto a lo ecológico con incidencia por ejemplo en problemas sociales y económicos que recaen en pobladores del sector que tenÃan a la pesca como su medio de subsistencia, hasta el momento instancias gubernamentales nacionales ni departamentales, esbozan por lo menos algunas pautas para remediar esta catástrofe medioambiental.
Es por eso que LA PATRIA, que en su momento alertó de este problema e hizo un seguimiento al mismo, ve por conveniente publicar un interesante artÃculo de Josh Haner, periodista de The New York Times, que refleja este desastre con una mirada más social y analÃtica, que en las siguientes lÃneas ponemos a su consideración:
´Sin este lago, ¿adónde
iremos?´: Los nuevos
refugiados climáticos
de Bolivia
La desaparición del lago Poopó pone en riesgo la identidad de los uru-muratos, que se adaptaron a las conquistas de los españoles y los incas y ahora luchan por ajustarse a este trastorno ambiental.
LLAPALLAPANI, Bolivia, The New York Times - El agua menguó y los peces murieron. Salieron decenas de miles a la superficie, con el vientre hacia arriba, y durante semanas el hedor se estancó en el aire.
Las aves que se habÃan alimentado de los peces no tuvieron otra opción que abandonar el lago Poopó, que alguna vez fue el segundo más grande de Bolivia, pero ahora no es más que una expansión de tierra seca y salada.
"El lago era nuestra madre y nuestro padre", dijo Adrián Quispe, uno de cinco hermanos pescadores cuyas familias vivÃan en Llapallapani. "Sin este lago, ¿adónde iremos?".
La desaparición del lago Poopó pone en riesgo la identidad misma de los uru-muratos, la etnia indÃgena más antigua en la región. Durante generaciones se adaptaron a las conquistas de los españoles y los incas pero parece que no podrán ajustarse al trastorno ocasionado por el cambio climático.
Desde la muerte de los peces en 2014, una buena parte de los 3.700 urus de Llapallapani y dos poblados cercanos se han ido a trabajar a las minas de plomo y las salinas, a una distancia de casi 322 kilómetros, donde están luchando por adaptarse; los que se quedaron ganan lo imprescindible como agricultores o apenas sobreviven en lo que solÃa ser la orilla del lago.
Eva Choque, de 33 años, sentada al lado de su casa de adobe, secaba carne por primera vez sobre el lazo del tendedero. Anteriormente, ella y sus cuatro hijos solo comÃan pescado.
En la región se les conocÃa como "la gente del lago". Algunos habÃan adoptado el apellido Mauricio por el mauri, que es como se conoce al pez que antes pescaban a raudales. Veneraban a San Pedro porque eran pescadores y cada septiembre le ofrendaban pescados a la orilla del agua, pero esa celebración terminó cuando los peces murieron hace dos años.
Es difÃcil explicar la importancia de la pesca para los urus. Cuando le preguntamos a Quispe si se ganaba la vida como pescador, nos devolvió una mirada de extrañeza antes de contestar, básicamente, ¿es que existe algún otro trabajo?
Los hombres pasaban periodos de hasta dos semanas en el lago, buscando bancos de carachi, un pez gris parecido a una sardina, o de pejerrey, que tenÃa enormes escamas y crecÃa hasta alcanzar el tamaño del antebrazo de Quispe. Algunas esposas, junto con sus maridos, jalaban las redes y cocinaban, haciendo del bote una especie de segundo hogar.
La temporada de pesca comenzaba en la orilla del lago con un ritual conocido como "la remembranza". Los hermanos Quispe se encontraban entre los 40 hombres de Llapallapani que pasaban toda una noche masticando hojas de coca y bebiendo licor. Juntos recitaban los nombres de los principales sitios del lago Poopó y el lugar donde se encontraban.
"Esa noche pedÃamos que nuestra travesÃa fuera segura, que hubiera poco viento, que no hubiera mucha lluvia", nos contó Quispe, de 42 años. "Recordábamos toda la noche y masticábamos nuestra coca".
En la mañana, los hombres remaban para abrirse paso entre los jansuris, manantiales subterráneos. Aventaban dulces desde el barco como una ofrenda religiosa y empezaba la temporada de pesca.
Ahora, el viento solo acentúa lo árido del paisaje, mientras los arbustos rodaban entre los barcos abandonados en el fondo del lago, ahora seco.
El lago Poopó es uno de los muchos lagos del mundo que están desapareciendo por causas humanas. El lago Mono de California y el lago Salton menguaron debido a desviaciones de sus cauces; lagos de Canadá y Mongolia están en peligro debido al aumento en la temperatura.
Generaciones de urus observaron cómo el nivel del agua fue disminuyendo para luego regresar a su nivel anterior, lo que se convirtió en un ciclo predecible. En los noventa, un periodo de sequÃa consumió el lago hasta reducirlo a tres pequeñas pozas y acabó con las granjas pesqueras durante varios años. Pero poco a poco volvió a su tamaño original.
Transmitieron sus conocimientos sobre cómo vivir en el lago y sus alrededores. En el horizonte, las colonias de enormes aves de color negro eran un sencillo indicador de que habÃa bancos de peces en las aguas. Contaron tres tipos distintos de vientos que podÃan ayudar o perjudicar: uno del oeste, otro del este y un tipo de borrasca del norte llamada saucarÃ, que podÃa hundir botes.
"Se levanta del norte y no se calma", explicó Quispe. "´Ahà viene el saucarô, decÃamos. ´¡Hasta que no se calme no podemos meternos al agua!´".
En el lago crecÃa un alga llamada huirahuira que era buena para aliviar la tos. Los flamencos eran como una farmacia: además de la grasa rosa para las reumas, las plumas se usaban para bajar la fiebre al quemarse e inhalarse.
"Del lago agarramos muchos de estos", exclamó Huanaco, el artrÃtico lÃder indÃgena, sacando un ala de color rosa encendido de entre el lodazal, detrás de su casa. El dÃa que cazó al animal, hace ya siete años, no sabÃa que serÃa el último.
Además, el calor aumentó. La temperatura en la meseta se habÃa incrementado en 0,9 grados centÃgrados tan solo entre 1995 y 2005, mucho más rápido que el promedio nacional de Bolivia.
En el verano de 2014, un hedor putrefacto pesaba en el aire. La superficie del lago habÃa bajado tanto que cuando el saucarà sopló desde el norte, no dejó suficiente agua para que los peces sobrevivieran.
Quispe y sus hermanos se reunieron una última vez a la orilla del rÃo muerto para llevar a cabo la Remembranza. Remaron para adentrarse en el lago, como siempre, pero volvieron el mismo dÃa porque no habÃa peces.
La semana siguiente, se fue de Llapallapani para trabajar en una mina de carbón a una hora en transporte.
´Los urus no están hechos para esto´
Pablo Flores, otro pescador uru que se marchó, comienza su agotador dÃa de trabajo antes de que salga el sol, dentro de un molino en el borde de la salina más grande del mundo, el salar de Uyuni. Toma bloques de sal sin refinar, los muele en una pila de su misma altura y los va poniendo en pequeñas bolsas por las que le pagan 25 centavos, por cada una.
Afuera del molino, la vida es más dura. En la enorme salina cercana al pueblo de Colchani, donde se reubicaron decenas de urus, los jornaleros se alejan sobre camiones, cargando palas. Recolectan la sal mientras el sol cae a plomo y se refleja sobre la vasta expansión a sus pies.
"Los urus no están hechos para esto", exclamó Flores, de 57 años. "Yo no estoy hecho para esto. No podemos hacer este trabajo".
En su pueblo, Puñaka, Flores habÃa sido un anciano respetado; alguna vez fue alcalde y la gente que lo conocÃa de aquella vida todavÃa lo llamaba anteponiendo la palabra de respeto: don. Como pescador, siempre fue su propio jefe. Pero en la mina de sal, es un trabajador más al que se explota.
"Este es un sistema feudal", recalcó. "Puedo decir con toda honestidad que este es un mal lugar".
Mirando por encima de la montaña de sal, recordó una vieja leyenda sobre una inundación terrible que destruyó el mundo, a excepción de los urus, que escaparon en sus balsas y se escondieron en la cima de una montaña hasta que comenzó a bajar el nivel del agua. Los desastres solÃan hablar de diluvios, no de sequÃas, dijo.
Algunos urus se fueron solos y envÃan dinero a sus familiares que se quedaron en el lago. Pero otros, como Flores, se llevaron consigo a sus familias a un nuevo mundo que ha comenzado a transformar su vida en todos los sentidos.
En Machacamarca, un poblado polvoriento de miles de personas que alguna vez fue la parada del tren para llegar al lago, MarÃa Flores Ignacio y sus dos hijos adolescentes se mudaron en la primavera a vivir en un apartamento rentado, el primero de Flores, cuya casa de adobe en Llapallapani se habÃa heredado por generaciones.
"Vivo en casa de alguien más", dijo, dejando escapar un largo suspiro.
Para pagar el alquiler, MarÃa Flores teje artesanÃas que vende a los turistas en la capital del estado, Oruro, o en el mercado sabatino. Hay sombreros, cestas, pulseras, aretes y pequeños barcos como los que usaban los urus para navegar el lago Poopó.
Cuando los peces murieron, Cepeda puso toda su esperanza en la quinua, el cultivo ancestral de los Andes, que ahora está de moda en los cÃrculos culinarios occidentales.
HabÃa heredado dos hectáreas de tierra de su padre. No sabÃa mucho del cultivo de quinua, pero esparció las semillas en la tierra y cruzó los dedos.
En lugar de un golpe de suerte, los cultivos de Cepeda fueron golpeados por una helada devastadora en el mes de marzo. Tomando un puño de quinua, nos mostró su escasa cosecha, casi pulverizada. El viento se la llevó; solo quedaron unos cuantos granos que no se habÃan hecho polvo.
La vida de los urus siempre habÃa girado en torno al lago, no a la tierra, nos dijo Cepeda. Sin embargo, ahora era distinto.
"Ahora nos peleamos entre nosotros", se lamentó. "Aquà está mi tierra, pero alguien dice: ´Estás invadiendo mis tierras´. Luego alguien más dice: "No, son mÃas´".
´Quiero enseñarle a mi hijo a pescar pero no puedo´
Francisco Flores, de 26 años, era un niño cuando sus abuelos le contaron sobre la primera vez que los uru-muratos probaron la carne.
En cambio, contó los billetes de un fajo con su esposa y madre; los tres se veÃan confundidos. El alcalde, que llevaba una caña que usaba para castigar a los pobladores infractores, estiró la otra mano para comprar un frasco de desodorante Axe.
"Todo esto es nuevo para nosotros", dijo.
Un dÃa, de regreso del salar con Adrián Quispe, vimos un flamenco posado al lado de la carretera, por un cauce que se encuentra a 160 kilómetros de Poopó. De repente, Quispe se acordó de la sopa que su madre acostumbraba preparar.
Detuvimos el auto, salimos y nos adentramos en un paisaje acuoso con montañas cubiertas de nieve en el horizonte y aves frente a nosotros.
"Asà es como alguna vez se vio el lago Poopó", dijo.
Una hora antes habÃa estado en el molino de sal con Flores, el ex alcalde de Puñaka que hace dos años se fue a vivir a Colchani con su esposa y sus dos hijos.
La última vez que los llevó de visita a su antigua casa, algo que dijo su hija de seis años hizo que se le erizara la piel.
Ella miraba en dirección hacia donde alguna vez estuvo el lago, sin haberlo visto nunca repleto de agua.
"Vámonos a Colchani", dijo. "Vámonos a casa".
Fuente: LA PATRIA
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