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Domingo 03 de julio de 2016

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Cultural El Duende

Leopoldo Teuco Castilla

03 jul 2016

Leopoldo Teuco Castilla. Poeta argentino (Salta, 1947). Ha publicado: El espejo de fuego (1968), La lámpara en la lluvia (1971), Generación terrestre (1974), Versión de la materia (1982), Campo de prueba (1985), Teorema Natural (1991), Baniano (1995), Nunca (2001), Libro de Egipto (2002), Línea de Fuga (2004), Bambú (2004), El Amanecido (2005) y Antología poética (2008).

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XIX A Joaquín Giannuzzi y Libertad Demitrópulos

La brasa de la luz

y la carne

dilatando los hombres,

afeminando el barro

hicieron Benarés.

¿Hay un sitio

donde se una lo sagrado y el cuerpo

que no sea en el asombro

de ir desapareciendo?

¿Quién sino el hombre que huye

de su propia distancia,

que se va quedando

en lo que ya se ha ido

puede,

sin ver su llaga,

mirar un río?

No hay como su sensación

templo tan profundo

que deshunda el agua,

ni inmensidad

como la de seguir naciendo

para perder futuros.

Como el río.

Aquí viene a morir,

en una casa azul espera

que se borren el día,

sus hijos, el olfato y el tacto.

Junto a su mujer anciana

secreteándose

comen sus huecos,

intersticios de su historia

pedazos de un pan

que nunca podrá ser dividido.

Ella lo ayuda:

si ocupa todo el recuerdo

le vendrá el olvido.

Le deja, eso sí, que tenga,

su jarro, su nombre, su sombrero

(todavía está imantado)

y lo lleva al Ganges

para que alce el agua y la aplauda

y la deje caer en la luz

pues para cruzar el infinito

hace falta una infancia.

Junto a él, otros,

van perdiendo su alguien

(también su alguien pierde

el que pide salvarse)

Todos

lámparas

con el agua al pecho

entre la vida y la muerte

perplejos

en un fuego sin instantes

hicieron esta turbulencia,

estas lenguas sin gravedad

que unge el río

y tiemblan

de tanto adiós

sin salir de la carne.

¿Qué media

entre ese adolescente

que se zambulle

y el niño

que flota

sin luna, en el fondo?

No es la muerte

sino la forma

en que los abandonó el espacio.

¿Qué abisma al hijo

con esas varas encendidas

que, antes de prenderle fuego,

da vueltas alrededor de su madre,

que no sea señalar un sitio

pues no hay sustentación

ni pierde distancia lo que cae?

Y entre la muerta

sin fondo, en su mortaja

y el esposo

que se afeitó los cabellos

para despedirla

qué se rompe

sino un relámpago

y cada uno vuelve a su soledad

de no ser ni solo

pues a la muerte la une la asimetría.

Ese cadáver

que pasa sobre la corriente

con un pájaro vivo

parado

sobre la profundidad de su cabeza

flor de agua

va como el río

de cuerpo presente

en su ausencia.

¿Dónde está Benarés

sino en todo lo lejos

que estamos de nosotros?,

cruzando el día

como apagones, haciendo noche

en la fosforescencia,

buscando camino

donde sólo hay señales,

cada uno en su espejo

para que el otro no se vea,

llamando dios

a lo inestable

queriendo llenar la velocidad

con una piedra

hasta llegar a Benarés

y hundirse en el río

para acabar en alguna forma

y ser uno la salida

a la que nunca llega.

Y el hombre le dice al dios:

esta es mi carne

la única que te queda.

Desde el río se ve el humo

sólo hay una orilla

donde el muerto comienza.

Esa nube es él.

Ahora se ve cómo se sentía

y cual era la forma

que se desorientaba

en la forma que él era.

Ahora no importa dónde arde.

Tampoco en la vida

tuvo dentro ni fuera

ni lo retuvo un sitio.

Lleva una luz que la luz no toca.

No se detiene

porque todo lo atraviesa.

Lo dan al río. Se lleva

el agua sus cenizas.

Agua sin agua sentirán que llueve

cuando nunca vuelva.

Para tus amigos: