Nosotros, los conquistadores del Universo, no somos más que prisioneros de esta grande e incomprensible inmensidad, somos nada en la realidad del Espacio Sideral que a nuestra vista ahora es como una irrealidad absurda y fantástica.
La contaminación en nuestro planeta, fue pavorosamente rápida, devorando bosques, rÃos, mares y todo vestigio de vida, como un incendio que devora sin dejar rastro de existencia. El agua, las preciosas vertientes, la hermosa flora y fauna marina, los bosques llenos de pájaros y el rugido de las fieras, son hoy un sueño imposible. Hemos convertido el Planeta Tierra en un páramo donde la muerte llegó por nuestra mano. El esplendor del amor y la felicidad ahora son nada más que un sueño, solamente nos damos para que la humanidad no desaparezca sintiendo el deseo de soledad a que invita el silencio absorto y perdido de nuestro destino. De vez en cuando el grito de nuestro espÃritu desgarra el Universo y hiere como una fila daga. Es el grito de nuestra razón que se pierde en la psicosis absoluta del vencido, que no puede, aunque quisiera, regresar al pasado y reconstruir la vida.
Nuestros cuerpos menguados por sustancias quÃmicas, sustitutos de los alimentos naturales, tuvieron una metamorfosis incomprensible. Nuestros rostros pálidos y alargadas figuras nos dan el aspecto de los imaginarios extraterrestres con los que muchas veces nuestra fantasÃa jugaba. No tenemos lágrimas. Dios nos quitó el poder del sentimiento. TodavÃa algún cientÃfico cree que somos dueños del Universo, pero no, sólo somos prisioneros de la vasta soledad del Espacio. A veces nace una estrella como un destello de esperanza, pero nosotros, los perdidos, con los rostros enjutos, ya no tenemos esperanza. En nuestro Planeta, en la Tierra, el rugido de los bosques en la voz de las fieras y el murmullo de la vegetación eran la fuerza vital, bastaba ahuecar la mano para beber de la vertiente de la vida. La flora y la fauna eran exuberantes.
Todo vestigio de vida huyó de nuestra vista, si bien vemos el enorme y vasto Universo donde florecen estrellas y astros, todo es ajeno a nuestra naturaleza. Sentimos el frÃo de la soledad y vagamos con los sentidos adormecidos en un viaje sin fin, no tenemos el desahogo del grito de alegrÃa o el rugir de la cólera, aquà la alegrÃa es un mito y la cólera un misterio de siglos que muere en el silencio.
Cuando llegamos a un sistema solar con esperanza de encontrar un planeta con vida, hallamos que este planeta tiene temperaturas de infierno, porque su órbita está muy cerca del sol o, por el contrario, está tan alejado que los rayos del astro no logran deshelar sus capas congeladas.
Asà como no podemos procrear, nuestras vidas se alargan, y tanto que el hastÃo de vivir es insoportable. De vez en vez muere un ser humano como nace otro. Parece que aquà el tiempo no transcurre y nuestras figuras menguadas no dejan traslucir la edad, el dolor ni la angustia. Somos como un largo letargo que a veces se convierte en pesadilla. Los niños al nacer tienen ya, el signo de la vejez.
Alguna vez, en nuestro interminable vagar, acertamos a pasar por el que fuera nuestro Planeta Tierra, y nuestros ojos frÃos lo miran casi con indiferencia, pero aún la chispa de la esperanza parece encenderse en nuestra mente y en nuestros corazones al verlo aparecer. Pensamos que quizá por algún milagro lo encontraremos nuevamente con vidaÂ?, exuberante en riqueza vegetal, y entonces, al ver nuestro planeta erosionado y muerto, la decepción oprime nuestro ser.
Elba MejÃa Arce. Oruro, 1939. Poeta, novelista y dramaturga.
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