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Una vÃctima de la envida que deviene en odio, en nuestra reciente historia polÃtica, es Marcelo Quiroga Santa Cruz. Perteneciente a una ilustre familia cochabambina, hijo de un ministro de Salamanca y luego alto funcionario de la Casa Patiño, Marcelo pudo haber seguido el curso tranquilo de existencia acomodada que le permitÃan sus bienes y su clase. Pero desde muy temprano dio muestras de inconformidad y de talento explorando diversos campos, desde el periodismo, sobresaliendo en todos.
Quienes ordenaron su asesinato, en la toma de la Central Obrera Boliviana, el 17 de julio de 1980, y los propios ejecutores del crimen, eran la hez de la sociedad boliviana. VeÃan en Quiroga Santa Cruz al hombre brillante, valeroso, que no pedÃa ni daba cuartel, entregado a su pasión reivindicatoria del paÃs mientras a ellos sólo les interesaba medrar a costa de Bolivia y al amparo de instituciones deformadas y manoseadas por sus malos miembros.
Gentes incapaces de pronunciar un discurso que no fuese redactado por un pendolista alquilado, envidiaban en Quiroga Santa Cruz la maestrÃa oratoria; incapaces de redactar un telegrama, celaban al novelista premiado y al periodista insobornable; incapaces de renunciar a cualquier ventaja material denostaban del hombre que se habÃa desprendido de todo para darse a la causa de los desheredados.
Otra diferencia era que, mientras uno habÃa nacido en el seno de hogar respetable y conocido, era delgado, de buena estampa y facciones regulares, vestÃa con sobriedad y buen gusto, los segundos mostraban en los rostros y los cuerpos su fealdad fÃsica y moral, su ordinariez repulsiva y degradante. Marcelo tomaba ocasionalmente un vaso de vino con las comidas y más raramente todavÃa, saboreaba una copa de coñac en la sobremesa, cuando la charla con antiguos amigos le alejaba de la polÃtica para incursionar en la literatura, la poesÃa, el cine. No hacÃa concesiones al folclorismo mediante la ingestión de chicha o el baile de la cueca, rituales casi obligados de los polÃticos bolivianos. Su hogar formado con Cristina Trigo no sólo era estaba sino, dentro de los sobresaltos y amarguras de la vida púbica, feliz, pues existió siempre entre ellos una gran comprensión y cariño.
Sus asesinos en cambio hicieron gala de su dipsomanÃa y lascivia cual si ellas fuesen cualidades que abonaban a su bastarda hombrÃa.
De todas estas indiferencias insuperables nació la envidia y de allà el crimen horrendo contra el diputado de 49 años, a quien el novelista mexicano Juan Rulfo ha comparado con San MartÃn y Sucre por la gallardÃa de sus gestos y la pureza de su entrega.
Mariano Baptista Gumucio. Cochabamba, 1933. Historiador, periodista y gestor cultural.
De: "Bolivianos sin hado Propicio"
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