Domingo 03 de julio de 2016
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"Todo el que huye del pasado pierde siempre la carrera"
T.S. Eliot (El viejo estadista)
La ciudad tenía dos mundos, dos territorios. Uno era el de las calles por donde debíamos caminar con las demás gentes, la casa, el colegio, los tranvías, el pequeño ámbito en el cual nos movíamos diariamente y que compartíamos con "los otros". Pero había otro mundo que comenzaba en el confín de la ciudad. Era el extramuro. Borges diría "la orilla". Así como aquel mundo era de todos y de cualquiera, éste otro era exclusivamente nuestro. No era el suburbio total, sino apenas Tembladerani, más allá de San Pedro y Sopocachi.
He olvidado el nombre del compañero del curso que vino con la primera noticia y despertó nuestra fantasía. A un costado de la cancha de fútbol "Olimpic", pero no mucho más arriba, había dos lagunas, aunque no llegó sino hasta la primera, la más cercana. En realidad, ninguno de los alumnos del curso conocía Tembladerani y sólo habíamos oído hablar del lugar, pero aquel relato bastaba para poner en pie nuestra imaginación. Claro que viendo las cosas como realmente eran, se trataba de dos pequeños estanques naturales, con los bordes cenagosos y cubiertos de una corta vegetación. Era el misterio y su compañero inseparable el peligro, y éramos las únicas personas que en las tardes, cuando faltaba poco para que anocheciera, íbamos a sentarnos a sus orillas. Una tarde, vimos en una de las lagunas una pequeña lancha de madera con un remo cruzado sobre sus bordes, como si un tripulante solitario hubiera acabado de navegar en medio de ese contorno desierto y silencioso.