Sábado 25 de junio de 2016
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En mi infancia, como a tantos otros niños, la imagen de la Muralla China llenó mi imaginación de las tareas titánicas que es capaz de cumplir la humanidad y del heroísmo de los guerreros que murieron por millares en los largos años de su construcción. Era el mejor reflejo de una civilización que tenía otra concepción del tiempo, de la obediencia y de resolver metas aunque sean tan difíciles que comprometan a varias generaciones.
Los miles de kilómetros de la fortaleza para defender al imperio bajo dinastías antes de Cristo hasta la misma Edad Moderna son una de las maravillas del mundo y considerados patrimonio cultural mundial. Actualmente es un destino turístico y llegar a caminar por sus terrazas fue cumplir mi sueño. Pensé que lo chino era el rostro de lo grandioso, complementado con lo precioso de las porcelanas del Siglo XIX, los manteles bordados, las sedas de suaves tonos o los tejidos sutiles.
Adolescente conocí primero los libros rojos de Mao que pasaban clandestinos entre los estudiantes. Eran comunistas "chinos" dirigentes extraordinarios del movimiento obrero boliviano, entre ellos el sin igual Federico Escobar. Al momento parecía propaganda imperialista las historias de las muertes y del terror durante la Revolución Cultural.