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Domingo 19 de junio de 2016

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Cultural El Duende

La casa de Jaime Mendoza en Uncía

19 jun 2016

Víctor Montoya (La Paz, 1958)

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Primera de tres partes

La primera vez que leí la novela "En las tierras del Potosí", siendo aún estudiante de secundaria, me llamó la atención el saber que su autor había vivido en las poblaciones mineras de Llallagua y Uncía, ubicadas en la Tercera Sección Municipal de la Provincia Rafael Bustillo del Departamento de Potosí. No podía imaginarme que un escritor chuquisaqueño, médico de profesión y literato de vocación, hubiera decidido asentarse en las tierras de lo que antes fuera el emporio del magnate minero Simón I. Patiño, en cuyos hospitales, tras egresar de la Universidad Mayor Real y Pontífice San Francisco Xavier de Chuquisaca en 1901, con su tesis de grado titulada "La tuberculosis en Sucre", prestó sus servicios para atender a los mineros aquejados de silicosis y a sus familias necesitadas de atención médica.

Tuvieron que pasar muchos años, casi cuatro décadas, para que me animara a viajar a Uncía para conocer la casa donde vivió este precursor del realismo social minero en la literatura boliviana. Así fue como una mañana, mientras el sol caía a plomo sobre las montañas jaspeadas de diversos colores y matices espectaculares de Llallagua, abordé un taxi en la Plaza 6 de Agosto -cerca de la "Escuela Jaime Mendoza", en cuyas aulas aprendí a leer y escribir entre tirones de patilla y reglazos en la palma de las manos-, con destino al municipio de Uncía, donde se encuentra la fortaleza que Patiño regaló a su esposa Albina, como lugar de residencia y prueba de su amor. En la actualidad, este portentoso palacio, con arcos barrocos, estructura canteada con pilares y detalles arquitectónicos de estilo francés e inglés, es el "Museo Histórico Simón I. Patiño".

En esta misma urbe están el Museo Etnográfico "Ayllus del Norte de Potosí"; la Planta generadora de energía a Diesel, los motores traídos desde Alemania en 1901, el Ingenio Miraflores, los hornos de tostación de minerales y otras instalaciones metalúrgicas de la entonces próspera empresa "La Salvadora". Aunque ya no existen los campamentos mineros ni funciona la estación del ferrocarril Uncía-Machacamarca, que empezó a construirse en 1912, este patrimonio histórico de la edad dorada de la minería boliviana, enclavado cerca de los cerros Espíritu Santo y Juan del Valle, sigue teniendo un fuerte poder de atracción para los turistas nacionales y extranjeros.

No es para menos, si se piensa que fue en uno de estos cerros, donde Juan del Valle, prospector de la Corona Española, rastreó en 1564, a 4.516 metros sobre el nivel del mar, los mismos yacimientos que sus coterráneos explotaban en el Cerro Rico de Potosí, pero la suerte no estuvo de su parte. Entonces se dirigió a sus huestes, que lo seguían a lomo de mulas y caballos, y les dijo: "¡Esto es una Uncía!" (moneda romana de ínfimo valor) y, sin haber logrado su ambicioso cometido, dio marcha atrás, heredándole su nombre al cerro que, tres siglos y medio después, se convertiría en la región más próspera de la nación, ya que en las faldas del cerro Juan del Valle, abiertas a fuerza de combos, barretas y dinamitas, Simón I. Patiño encontró la veta más rica de estaño del mundo. Así fue como el "Metal del diablo", despreciado por el prospector de la Corona Española, convirtió a Patiño en el "Rey del Estaño" y a Uncía en el imán de los cazadores de fortuna.

Un recorrido entre cerros y pampas

Durante el recorrido por la carretera diagonal Jaime Mendoza, actualmente asfaltada, no dejaba de contemplar los cerros ni las áridas pampas que, en mi infancia y adolescencia, recorrí una infinidad de veces a pie o en camioneta, para asistir al Cine Municipal, los balnearios de aguas termales, la festividad patronal de San Miguel, los encuentros deportivos entre el Colegio Primero de Mayo y el Colegio Rafael Bustillo, y cada vez que transportaba el estaño escondido en los bolsillos de una faja amarrada alrededor de mi magra cintura que, debidos a los barquinazos de la camioneta en los baches del tortuoso camino, me dejaba sin aliento y con las caderas adoloridas. Además, aún sin haber cumplido los diez años de edad y por órdenes categóricas de mi abuelo, tenía que regresar a preguntar el porcentaje de la "ley del mineral", que se había entregado en las oficinas de la COMIBOL en Uncía.

La tranca, ubicada en las afueras del pueblo, donde antes se requisaba a los "rescatiris", que vivían del negocio ilícito de los minerales, ahora daba la bienvenida a los visitantes interesados en conocer la historia de esta población que, junto al auge de la industria minera de principios del siglo XX, fue el escenario donde se organizó el primer sindicato minero del país, al amparo de las corrientes ideológicas del anarquismo, marxismo y nacionalismo revolucionario. De modo que no es casual que en estas tierras se haya protagonizado también la primera huelga en la Empresa Patiño, el 29 de abril de 1918, reclamando la jornada de ocho horas y el aumento salarial, y se haya perpetrado la primera masacre minera en 1923.

Al cabo de vencer los siete kilómetros desde Llallagua, el taxi paró en la Plaza 6 de Agosto de la "Capital Folklórica del Departamento de Potosí"; una urbe que sobrevive gracias a la agricultura, la ganadería y el comercio, como sujeta a una economía informal que nada tiene que ver con la época de esplendor de la empresa "La Salvadora", que Simón I. Patiño compró a una compañía chilena en 1897, para así tener bajo su control la mayor producción de estaño en el país. Lo cierto es que Uncía perdió su importancia económica, social y política desde que la industria minera se desplazó hacia la población de Llallagua, que desde las primeras décadas del pasado siglo se transformó en el nuevo epicentro de las actividades que antes florecieron en Uncía.

En la plaza de los recuerdos

Al bajar del taxi, miré en derredor, como quien retorna después de una larga travesía al lugar añorado en la lejanía, y encontré, a primera vista, varias referencias que quedaron fijadas en mi memoria, remontándome a mis años de pubertad y adolescencia, a esos años en los que solía viajar de Llallagua a Uncía, los días domingos y pasado el mediodía, en una camioneta que levantaba polvareda a lo largo del camino pedregoso y accidentado. No quería perderme la función de matiné en el Cine Municipal, en cuya sala de asientos cómodos y paredes elegantes, vi las mejores películas de cowboy, como "El bueno, el feo y el malo", "Por un puñado de dólares" y "Por unos dólares más", protagonizadas por el legendario pistolero Clint Eastwood.

Pero todo eso fue en otra época, porque ahora, la fachada del Cine Municipal de estilo francés, que funcionaba como tal desde los años 40 de la centuria pasada, se estaba desmoronando como un castillo de arena ante la mirada indiferente de sus habitantes y autoridades ediles. A mí no me quedó más remedio que mirarlo con sublime nostalgia, pues no podía entender cómo un importante edificio, que significó tanto para urbanización de Uncía, tenía las paredes a punto de caerse contra las aceras de las calles Chayanta y Potosí.

En esta plaza, en otrora dominada por los inmigrantes croatas, a quienes mi abuelo los llamada despectivamente "tikllosos" (sin color ni gracia), sorbí los helados batidos a mano y comí las "tawa-tawas" (masitas parecidas al churro español) más sabrosas que vendían las señoras de mantas y polleras. Eso sí, nunca llegué a saber el porqué mi abuelo los llamaba "tikllosos" a los croata-yugoslavos, salvo el hecho de que llegó a conocerlos muy bien en los pleitos que sostuvo con más de uno de ellos por cuestiones de minas y linderos de terreno, habida cuenta de que mi abuelo, en su condición de inmigrante chuquisaqueño y buscador de fortunas, se avecindó en este pueblo, donde compró sus mejores revólveres y caballos, y donde incluso nació mi madre un 26 de mayo de 1932. Pero el sobrenombre de "tikllosos", que a mí me sonaba como a una rara enfermedad llegada de allende los mares, fue un secreto que mi abuelo se llevó hasta la tumba.

Algunos de los inmigrantes, que llegaron a estas serranías con la ilusión de hacer "Las Américas", levantaron los edificios más emblemáticos del casco antiguo del municipio, como el "Hotel Uncía", construido en la última década del siglo XIX por el croata Jorge Granic. Desde entonces, el "Hotel" pasó por manos de varios propietarios y administradores, comenzando por el comerciante Gregorio Luksic, quien fue socio y empleado de su coterráneo Granic. Lo penoso es que este "Hotel" de dos plantas, cuya categoría era de "tres estrellas" para su época, pasó a ser la Caja Nacional de Seguridad Social tras la revolución de 1952 y, con el paso del tiempo, se redujo a una estructura vieja, que fue demolida sin pena ni gloria, como otras construcciones que quedaron reducidas a escombros, como en las ciudades bombardeadas o abandonadas a su suerte.

Espero que esto no suceda con la casa construida por Pedro Versalovic en 1895, en plena esquina de la Plaza 6 de Agosto, que constituye una verdadera joya arquitectónica que debe conservarse para la posteridad, convirtiéndola en el "Palacio Municipal de Artes de la Capital de la Provincia Bustillo". Ya sé que muchos han pensado en demolerla con afanes comerciales y de lucro, olvidándose de que los edificios son también reliquias del pasado histórico de un pueblo, un patrimonio que debe conservarse contra viento y marea, para evitar que la historia de Uncía no se pierda entre las brumas del olvido.

Continuará

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