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Domingo 19 de junio de 2016

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Cultural El Duende

Los animales y la muerte en la poesía de Juana de Ibarbourou

19 jun 2016

Christian Velázquez

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Hoy por hoy, definir a la poesía creo que no es necesario, ya que obtiene su propio valor descriptivo e individual, que nace y se vierte silenciosamente en todas y cada una de las palabras, y éstas a su vez adquieren una dinámica oculta, misteriosa, como destellos de vela, y juegan con nuestros sentidos, con la imaginación, con la realidad, sin dejar de serlo.

Estaremos de acuerdo en que la poesía femenina latinoamericana posmodernista toca a su paso esas fibras medulares que la caracterizan por representar una tradición de libertad y valentía espiritual, la cual se ve reflejada en la manera de percibir la vida desde su propia óptica, haciendo que ese ente espiritual se vuelva verbo, se torne poesía. La obra de Juana de Ibarbourou se encuentra plagada de memoria, de raíces que, afianzadas a la niñez, han establecido "esos vasos comunicantes" entre ambos aspectos para después levantar del letargo una diversidad de componentes que llenan su vida hasta la edad adulta. Hoy sólo nos ocuparemos de dos presencias que encontraron cobijo en la poesía de la también llamada "Juana de América": los animales, sus cómplices eternos; y la muerte, depredadora continua escondida bajo la asechanza.

Estos integrantes del mundo de la fábula, con los que extrañamente la escritora establece un pacto, son en sí mismos animales tangibles, no surgidos de la evocación poética que constituye la metáfora, como: "Dormían los luceros infinitos/ y dormían los vientos enconados/ en el seno profundo de los montes/ que custodian, ceñudos los leopardos", en donde el personaje cobra su valor más heráldico y decorativo, protagónico del verso; no, no es éste el caso, me refiero directamente a esos seres cuya presencia no únicamente nos hacen más llevadera la vida sino que van incluso más allá de los bordes cotidianos, son parte constitutiva de la familia en que se encuentran: perros, gatos, caballos, pájaros, integrantes de una cofradía secreta que se amalgaman simbólicamente a su memoria y se permean en su imaginación dotados de la fuerza que otorga ciertos lazos fraternales. Estos animales que pesan tanto en el alma de la escritora, serán llevados sin vacilar a las cuartillas con ese halo de eternidad.

Impregnada desde niña por la fábula y sus personajes, así como de la existencia de mundos mágicos habitados por duendes, Juana nutrió indudablemente la semilla de su imaginación sembrada por la negra Feliciana, su nana, a quien le dedicaría en Chico-Carlo toda la extensión y profundidad de las palabras. Desde aquel perdido paraíso de la niñez salió al mundo a combatir el vacío de las hojas de papel, con lo que ya crecía en su parcela mental: "en el mundo de los niños, las bestias tienen una importancia fraterna" diría en algún momento. Así giraba su mundo secreto. Las luciérnagas servían para alumbrar el camino de la abuela Santa Ana cuando iba a visitar a su nieto al caserío; no las cazó más. Sin un intento premeditado y con el tiempo, la poetisa trasladaba hacia sus propios hijos como resultado de una especie de herencia implícita en sus actos, esta forma que poco a poco irá contando con la fuerza necesaria para transformarse en una tradición recreada en esa imaginativa espiritual. Decía:

"en el descendiente

que a los cinco años

no crea en los duendes

y los encantamientos,

en los animales que hablan

y las cosas

secretamente animadas

por espíritus como el suyo,

apenas estará mi sangre".

Es decir, es el involucramiento de un íntimo entendimiento en que establece lazos con viejos cuentos, la ficción es vida y se toma como un algo corpóreo cuando establece sus propias normas dentro del caudal literario.

Por otro lado, su universo "fáunico" va creciendo a medida que ella crece, sin romper esas raíces que la mantienen estrechamente relacionada con su niñez, Juana de Ibarbourou reflejará en su obra continuamente connotaciones autobiográficas, ya que hurga entre sus archivos mentales los pasajes de su vida que de alguna manera evocarán esas peculiares situaciones tan llenas de indeleble intensidad que retratan las imágenes de toda una época; esto lo percibimos cuando leemos: "ese mundo fresco, cándido, encantador y puro, que ilumina la infancia y que nos da lo fabuloso cuando lo necesitamos tanto como nuestro tazón de leche en el desayuno y el diario y bendito pan de corteza crujiente y dorada. Los animales son nuestros aliados perfectos. Tilo mi perro, está aún en mi corazón, después de más de treinta años que el polvo de su cuerpo vestido de pelo amarillo se mezcló a la madre tierra de Cerro-Lago. Mi gato Alí, sigue viviendo en mis recuerdos, con su cola gris y hocico de seda rosa; y el caballo Tubiano de mi padre, que todas las noches galopaba hasta el cielo para traer en su lomo al guardián de Dios que me hacía tan señalado servicio".

Para la escritora, estas imágenes permanecerán sin ningún trastoque, sus zoológicos recuerdos se encontrarán viajando en una especie de "carrusel mental" reforzando, así, su actividad literaria; en este sentido, al igual que ella, Colette, novelista francesa decía: "...que en las épocas de su vida en que vivió sin la compañía de los animales, fueron las menos afortunadas de su carrera literaria". La aguda sensibilidad de Juana de Ibarbourou, la lleva a utilizar la pluma como herramienta de su lenguaje, de su voz que se prolongará toda su vida; inmersa en un mundo alegre, mágico, íntimo; donde sus compañeros de juegos y después de recuerdos, tendrán su propio sitio, su propia ración de tiempo y paraíso; cada uno de sus animales representará, así, la traducción simbólica en cada momento ritual de su poesía.

Ahora, sumergiéndonos por sitios oscuros para abordar ese otro elemento existente en la poesía de Juana de América, el regreso a ese mundo protagonizado por nuestra única certeza, tal vez, como la más trágica de las tragedias, la muerte; hecho sustancial incrustado en la incertidumbre del que todas, o la mayoría de las culturas, han hecho reverencia, formando parte importantísima en su visión contextual de todo su quehacer socio-religioso y en el que ha ocupado el privilegio de su propio reino; nuestra escritora, también le brinda sus nichos entre las palabras; la muerte transgrediendo terrenos para situarse en el del arte, en el reino de la palabra escrita. En otro vuelco de la sensibilidad intrínseco tanto en las escritoras, en las poetisas místicas, como en las románticas, posmodernistas o actuales, su creación se ve impulsada, en la mayoría de los casos, por un mismo afán: la conquista de sí mismas hasta el punto más extremo y la pasión y el sometimiento de su propia existencia; estos supuestos, las destina transfiriéndolas a ese "clan" de escritoras cuyo punto de partida se encuentra precisamente en el acto de subrayar las visiones más inefables.

El sentimiento y/o sentido de la muerte, común a esta generación de poetisas hispanoamericanas representadas por Juana de Ibarbourou, comienza desde mi punto de vista con la española Teresa de Jesús, cuyo apasionamiento se veía desbordado en los impulsos de transfusión y transverberación con el amado que la sumían en aquel estado que era un "vivir muriendo". Algunos poetas se inspiran en la muerte considerándola, entre muchas cosas, como esa idea anclada en su conciencia sustentada por la huida del mundo, de un amor...; otros poetas son ellos mismos la muerte, nido y cuerpo de ella; algunos finalmente luchan por alcanzar la inmortalidad, por añorar un sueño sin término. El tema de la muerte, pues, traspasa toda poesía verdadera para constituirse en extremo o sombra de la vida y del amor; en este sentido, la reacción lírica del poeta ante la muerte indica su categoría, su valor humano y artístico ... sobrepasar la muerte, ahondar en Dios, eternizarse, inmortalizarse como las máximas aspiraciones de la poesía. Para Juana, la sombra de la muerte pasa por su obra como experiencia, muerte vivida y sufrida, dolor auténtico, no simple inspiración forzada, vinculando a su poesía su propio teatro de la memoria; por otro lado, la complicidad con la palabra también lo será con su imaginación. La muerte en ella puede ser superada o vencida mediante la resurrección en nuevas formas de la naturaleza; el erotismo, unido a un amor panteísta por todo lo creado, es un tema que aborda con singularidad, sobre todo en sus primeros poemas; sin embargo, el goce vital no puede eludir la presencia de la muerte; es decir, como en una peculiar dialéctica armónica en donde, precisamente, por amar demasiado la vida, la muerte surge como un desasosiego que obsesiona el pensamiento a manera de certeza trágica de transitoriedad.

A continuación, veremos esa parte evocativa cuyo destino se vierte no en el dejar de existir, sino en el estar de otra forma. Veamos pues, en "Fusión", que el amor enlazando apretadamente las almas no podrá ser destruido por la muerte: "es un abrazo inacabable y largo que ni la muerte romperá"; en "Laceria" el aliento de Eclesiastés: ante la certeza de que el cuerpo es polvo, ceniza de tumba, previene a su amado:

No codicies mi boca.

Mi boca es de ceniza

y es un hueco sonido

de campanas mi risa

No me oprimas las manos.

Son de polvo mis manos

Y al estrecharlas

tocas comida de gusanos.

Por otro lado, en la "Estatua" estrecha su relación con la muerte:

Anda di a la muerte

Que aguardando estoy

Anda di a la muerte

Que de bronce soy.

La luna, también, como en otros escritores, culturas e incluso leyendas, provoca en Juana de Ibarbourou sensaciones melancólicas y aún, lúgubres. Veamos "La tristeza de la luna":

Tan triste me pone

que a veces parece

Que en mi alma un negro

ciprés estremece.

Bajo su luz clara

mi alma queda inerte

Y es como un guiñapo

olor a muerte.

La poetisa también crea poemas que recogen otros aspectos de la muerte misma, es decir, los sitúa desde la perspectiva que los confiere a la condición "in situ", los cementerios, y por otro lado, al personaje que vigila el sueño eterno, el ciprés; este último, simbolizado tantas veces en su obra estableciéndolo en su propia opinión como: "ciudadano de todos los cementerios de la tierra", "árbol que siempre clama por los muertos" y "arrulla el sueño eterno como un aya" (El ciprés). Ella, al pasar por el camino del camposanto, triste, gélida ciudad del silencio, donde de vez en vez cantan los sapos y los grillos, siente que un sabor de ceniza encuentra su garganta y en una aparición elocuente de surrealismo, ve que un dedo se transforma en hueso de muerto:

Vi mis dedos rosados

como diez huesos pardos

Untados de penumbra,

de humedad y de tierra.

Y sin separamos de esta misma línea, en "Cementerio Campesino" el sobresalto de tanto silencio como el lenguaje propio de los que ahí yacen, surge a manera de la posibilidad de un pequeño remanente de vida, la emanación de la sonoridad como representación de movimiento.

Pobres muertos del campo

a quienes nunca turba

El rumor de la vida

honda de la ciudad.

Podríamos continuar al acecho, desgranando la obra de Juana de Ibarbourou hasta recoger todos y cada uno de sus pasajes relacionados con la muerte; sin embargo, hemos mencionado algunos de esos momentos, escogidos ex profeso como las representaciones contenidas en su propio ejercicio intimista, el cual, mediante una cierta alquimia, se fusiona a la equidad de la palabra.

Juana de Ibarbourou, poetisa uruguaya cuyo verdadero nombre de soltera era Juana Fernández Morales, nace en Melo (Cerro Largo) el 18 de marzo de 1892 y no en 1895 como ella misma decía. Su primer libro, Las lenguas de diamante (1919), junto con un segundo, El cántaro fresco, le otorgan una gran popularidad. En 1947 fue elegida miembro de la Real Academia uruguaya, y en 1959 le fue concedido el Premio Nacional de Literatura otorgado ese año por primera vez. Contrae nupcias con el capitán Lucas de Ibarbourou cuando tenía 20 años, siendo precisamente con este apellido y su nombre, Juana, con el que será conocida. Cuando se hace merecedora del sobrenombre de "Juana de América" ella contribuye declarándose "hija de la naturaleza". Sus principales obras son Las lenguas de diamante (1919), Raíz Salvaje (1920), La rosa de los vientos (1930), Perdida (1950), en poesía; y Chico Carlo en prosa. Muere en Montevideo el 15 de julio de 1979.

* Christian Velázquez Vargas. Escritor y antropólogo mexicano.

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