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En mi libro Diario de los caminos, incluyo un texto titulado La Luna, que dice: Nemecia, mi abuela materna, que descendÃa de los indÃgenas movimas de la AmazonÃa boliviana, afirmaba que la verdadera Luna no es la que está en el alto cielo nocturno, sino la que se estremece sobre las ligeras olas de la laguna.
En esta historia, que no sé si es verdadera o si la inventé, está, para mÃ, el origen de la literatura y eso es lo que he venido haciendo a lo largo de estas cuatro décadas de escribir, treinta y cuatro años de publicar si tenemos en cuenta que en 1983 publiqué mi primer libro de cuentos BiografÃa de un otoño. En este tiempo descubrà que, como dice John Updike, "cuando uno escribe para sà mismo, con honradez, descubre que está escribiendo para todo el género humano", creo que esa es la misma y vieja promesa de fidelidad que cada artista se hace a sà mismo, silenciosamente, todos los dÃas y pienso que ahà radica la nobleza del oficio de escribir; porque al dialogar descubrimos que en la historia de la humanidad "el hombre ha experimentado mucho. / Nombrando a muchos celestes, desde que somos diálogo/ y podemos oÃr unos a otros", tal como lo afirma Friedrich Hölderlin, otro de mis poetas favoritos, constatando que no estamos solos y que la escritura y la lectura es ese diálogo sagrado.
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Los que me conocen saben que soy un hacedor de fábulas, un narrador que ya no sabe si lo que cuenta es real o ficticio, al que le suceden cosas tan inverosÃmiles como que le otorguen este importante premio. Si bien no escribo para ganar premios, ni me he convertido en un gestor cultural para obtener distinciones, debo reconocer que estos se constituyen en evidentes estÃmulos para seguir en la brega cotidiana. Todos los premios reconocen la obra de una persona en particular, desde la humilde distinción que recibe un poeta en un pequeño pueblo perdido en el mapa, hasta el celebérrimo Premio Nobel de literatura. Los premios y los agradecimientos se igualan en su significado, por eso quiero citar, un párrafo del discurso que el escritor norteamericano William Faulkner pronunció cuando recibió el Premio Nobel de literatura: "Creo que este honor no se confiere a mi persona sino a mi obra, la obra de toda una vida en la agonÃa y vicisitudes del espÃritu humano, no por gloria ni en absoluto por lucro sino por crear de los elementos del espÃritu humano algo que no existÃa. De manera que esta distinción es mÃa solo en calidad de depósito", y lo suscribo porque sé que los me antecedieron en este honor, tenÃan bien ganados los méritos para enaltecerlo y espero ser un buen custodio para el próximo homenajeado.
A tiempo de agradecer a la Cámara Departamental del Libro Santa Cruz, a Sarita Mansilla y al directorio de la misma, por este galardón que lo recibo con humildad y compromiso, quiero hacerlo con mi familia. Primero con mis padres.
Mi padre, Antonio Carvalho Urey, me enseñó el lenguaje de los libros. Fue la biblioteca, era culto e ilustrado como el hombre de un cuento de Ray Bradbury que estaba lleno de historias. Por sus consejos leà a los clásicos universales: Aristóteles, Sócrates y Platón en la filosofÃa y Homero, Dante, Shakespeare y Cervantes en la literatura. Soy de la generación que creció leyendo al Boom latinoamericano que reinventó la literatura en lengua castellana, y recuerdo que, cada vez que lo visitaba en Trinidad tenÃa los últimos libros de autores imprescindibles como Gabriel GarcÃa Márquez, Mario Vargas Llosa, Carpentier, Rulfo, Borges, Cortázar, Amado, Onetti y los de poetas como Neruda, Vallejo y Huidobro. Antonio, mi padre, también me enseñó a leer a los nuestros, a escritores y poetas como Juan B. Coimbra, Nataniel Aguirre, Augusto Céspedes, Franz Tamayo, Jaime Sáenz, Yolanda Bedregal, Raúl Otero Reiche, Adela Zamudio, Horacio Rivero Egüez y otros.
Si mi padre fue la escritura, los libros y los atlas, mi madre, Janola Oliva Mercado, fue la naturaleza, el viento y las estrellas, asà como la sabidurÃa de la tierra amazónica, las tradiciones y las leyendas y, naturalmente, el amor y el cariño que me protegÃa de los males de la humanidad. De ambos aprendà a leer y a escribir, de uno a leer los libros y de la otra a leer el lenguaje de la naturaleza, como se debe aprender más allá de la escuela si queremos ser algo en la vida.
Hasta que en la universidad, en el alba de las revelaciones, cuando la revolución también era una muchacha, creà que lo estaba de una socióloga revolucionaria (cuyo nombre confundo con el de una dirigente de la Juventud del Partido Comunista), que dominaba los textos de Marx y Gramsci, tanto como mis deseos juveniles y pronto me di cuenta que debÃa aprender más de la dialéctica de los cuerpos. Hasta que un dÃa, en el atrio de la universidad, como una aparición entre los profetas del trotskismo, vi pasar a una muchacha pecosa y de crespa cabellera, vestida con jeans y un poncho de alpaca, que iluminaba el mundo con su sonrisa, de la que no sabÃa nada, ni siquiera su nombre; el sol proyectó su sombra sobre mi nostalgia y, al verla, fue como si toda la energÃa oculta de la tierra subiera por mi cuerpo, vi los mundos que querÃa descubrir en su mirada y la amé como si la revolución dependiera de ello. Esa muchacha se llama Carmen Sandoval LandÃvar y me casé con ella en 1988. Hoy, no serÃa lo que soy si ella no hubiera estado a mi lado. Gracias Amada. Y como el amor lo puede todo, fue el amor quien me trajo a esta ciudad y aquà he escrito la mayor parte de mi obra literaria, he realizado talleres de escritura creativa y he donado casi toda mi biblioteca, asà como los libros de gente noble que me los confÃa para que los haga llegar a otros lectores.
Tengo tres hijos: Brisa EstefanÃa, Luis Antonio y Carmen LucÃa, y el amor de ellos también hizo posible que sea una mejor persona, que me dedique a dirigir talleres de literatura y que done los libros que eran su legado. Son tan generosos y esplendidos que nunca me reprocharon nada, siempre me apoyaron en todos mis emprendimientos, aun sospechando que podÃa fracasar, y cada noche me entregan un hilo, con que puedo salir del laberinto de mis pesadillas para enfrentarme el dÃa.
También quiero agradecer a las amigas y amigos que siempre han estado para mÃ, a los reales y a los imaginarios; a los que me acompañan desde el barrio, el colegio, la universidad y el trabajo; como también a los que se perdieron en el camino o a los que tomaron otros rumbos, buenos o malos; a los que, como Jorge Suárez me dieron muy buenos consejos para mejorar mi escritura; a los que escribieron prólogos, contratapas y comentarios acerca de mis libros, me refiero, entre otros, a Ramón Rocha Monroy, Gigia Talarico, Gaby Vallejo, Adolfo Cáceres Romero, Julio de la Vega, Jesús Urzagasti, Alcides Parejas, Ruber Carvalho y muchos escritores extranjeros; a los amigos periodistas que creyeron en mi obra; de todos ellos he aprendido mucho, porque los amigos son como los libros y uno es, al mismo tiempo, los libros que ha leÃdo como los que ha dejado de leer.
Y, por último, un abrazo de palabras cariñosas a todos los que me siguen en las redes sociales y para todos ustedes que han venido a acompañarme esta noche, que sin la presencia de ustedes no hubiera sido tan importante para mÃ. Sepan que la gratitud es la memoria del corazón. Los amo.