Mi primer maestro me enseñó desde los puntitos y las rayitas, las vocales, las consonantes, hasta llegar al maravilloso mundo de la lectura y la escritura. Gracias a él conocà los números cardinales, ordinales, y los números primos y romanos, que para mà hasta ahora son números extraños; aprendà a contar hasta el cien y el mil, y luego de dos en dos, de cinco en cinco, de diez en diez, y de mucho más; me ayudó a sumar y restar, a multiplicar y a dividir; las operaciones con fracciones (de los benditos quebrados) y la teorÃa de conjuntos (tan abstracto que nos abstraÃamos); a hacer copias de libro con letras iniciales mayúsculas en rojo y signos de puntuación con azul, dictados de palabras largas y extravagantes, y oraciones con sujeto y predicado. Nos enseñó con láminas coloridas los tres reinos de la naturaleza y los recursos naturales de nuestro paÃs. Aprendimos las fechas históricas en las horas cÃvicas que preparaba con entusiasmo, para recitar como poetas, bailar como ratones y disfrazarnos como libertadores.
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Su asignatura favorita era dibujo libre, que lo usaba como instancia pedagógica de emergencia para mantenernos ocupados en los recreos largos de travesuras extremas, mientras los profesores se reunÃan en consejo. Cuando notaba nuestra inquietud nos pedÃa el famoso minuto de silencio, a cambio de un cuento inventado, que nos resultaba oportuno, porque nos hacÃa imaginar aventuras en el reino del nunca jamás, con princesas indias y caballeros mestizos, en castillos celestiales. Fue explorador en las excursiones y buscador de objetos perdidos. El formó los equipos de fútbol, básquet y voleibol del curso, donde fue entrenador, árbitro y enfermero; con los suplentes planificaba estrategias y con los restantes organizaba las barras; y como todos éramos varones, nos exigÃa más que los demás para triunfar como equipo o morir. Nos alentó a competir con honor, y cada vez se volvÃa psicólogo para enseñarnos a perder y ganar en las carreras de obstáculos, de modo que sorprendÃamos al profesor de educación fÃsica con nuestra actitud de buenos deportistas. Y exigÃa cada lunes cantar fuerte el Himno Nacional (de los "helados propicios") y la hermosa Marcha Naval (del "sumar, sumar"), para que la maestra de música quede impresionada y feliz. Para ir a la clase de religión, con la monjita polonesa, nos repetÃa el valor de amar a Dios, a nuestra patria y a nuestras familias, y nos mandaba a la capilla en fila de monaguillos, rezando el padre nuestro, al son de la marcha nupcial.
TenÃa el carisma de un sacerdote y la diversión de un payaso, aunque su severidad delataba a un hombre serio. Era delgado, crespo y presumÃa su aseo personal para que imitemos su técnica de acicalamiento único, demostraba bastante agilidad, de punterÃa certera con la almohadilla y las tizas, que las utilizaba para recuperar la atención de los juguetones. Era implacable con los castigos de trabajos forzados en clase, y nunca pasó de las amenazas del cocacho, el estirón de patillas y el reglazo correctivo. Jamás nos puso en vergüenza, ni ridiculizó a los indisciplinados. Usaba el método del sermón de la montaña que nos hacÃa reflexionar con lágrimas en los ojos, hasta que nos imaginemos como angelitos.
Con él pasamos los cinco años del nivel básico, después nos fuimos a diferentes colegios de nivel intermedio, y dejamos de verlo con el tiempo. Luego yo pasé al nivel medio y posteriormente a la universidad. Para mi bachillerato mi mamá me exigió que lo buscara para nombrarlo padrino de promoción. Después de la noche de graduación no lo vi más, hasta que veinticinco años después lo encontré en la calle. Lo reconocà de inmediato, tenÃa el pelo canoso, los ojos vidriosos y el rostro optimista, bien afeitado como siempre, con varias arrugas en la frente y su voz cansada y estropeada. Lo noté más delgado y encorvado, aunque su sonrisa de dientes blancos era la misma. Me saludó por mi sobrenombre y me dio un cálido abrazo de gentileza anciana. No demostró mayor alegrÃa para evitar ponerse en evidencia nostálgica. Me contó que dejó el profesorado para dedicarse al comercio y perdió su jubilación, un divorcio intempestivo destruyó su familia, y sus hijas enojadas se fueron al exterior, y vivÃa de un bono de beneficencia estatal y donativos ocasionales de parientes caritativos.
Ese dÃa del encuentro final, atinó a repetirme, como despedida, lo que nos decÃa en la escuela: "vivir una vida de valores para tener el valor de vivir", y lo recuerdo todavÃa con su alegrÃa triunfal, coronado de lauros y penas, caminando a su descanso, después de toda una vida ideal.
(*) Comunicador y educador