No es extraño a la mente menos acuciosa la fragilidad de la tolerancia humana cuando afrontamos en nuestra cotidianidad las flaquezas y desventuras del envejecimiento de nuestros prójimos; este estado es uno de los más determinantes para valorar el desarrollo de las virtudes humanas por la infrecuente cantidad de amor, ternura y tolerancia, así como comprensión que hay que introducir en cada contacto: la palabra, el acercamiento, la aclaración, la voz entonada hacia la ayuda, el corazón henchido de ternura y amor, las ansias de una recepción clara de lo que se transmite y la percepción a las alteraciones constantes. No se visualiza en los humanos otra fase de la vida donde ingresa la decrepitud y la lenta extinción de los sentidos que una vez mantuvieron su excelsa potencialidad y vigor para afrontar las exigencias y retos de la vida, que requiera mayor observancia y atención.
Y ello no limita la intensidad cuando observamos la inagotable necesidad de comunicación que reflejan los ancianos. Percibir, afrontar y ser parte activa de ese requerimiento de comunicación, proveerá a los más cercanos de una información invalorable en relación a experiencias, eventos, recuerdos y sentimientos que como un manantial sin fin hace brotar, enriqueciendo nuestro conocimiento de la persona, a la cual presumíamos conocer en su integridad pero que esta fase nos desvela esa imperiosa necesidad de comunicar, no manifestada tan elocuentemente y con fidelidad, en otras fases de la vida.
No creemos que haya una fase de la vida tan completa en la culminación de las facultades orgánicas e intelectuales como la ancianidad, que es la única que produce la simbiosis entre lo experimentado, lo consolidado como marcos de referencia indelebles, la evolución de la personalidad a lo largo de determinados años y la exigencia de conservación de lo somático, inherencia al amor y cuidado que se debe dispensar al cuerpo. Se afirma que la vejez es la fase que decanta el resumen de una vida, es que tiene fundamento irrefragable, porque en la persona se rezuman la complejidad de los sentimientos ejercitados durante toda una vida, los conflictos de no haber seguido el derrotero de esos valores, el arrepentimiento de no haber seguido a la intuición y al buen sentido en muchos emprendimientos por voluntad volátil, lo irreparable de la eventualidad de actos injustos contra el prójimo, el desasosiego de no expresar lo que sentíamos, produciendo la incomunicación con el ser que se amaba, el lacerante egoísmo de preservar la individualidad en las decisiones esenciales, omitiendo los consejos de nuestros próximos, sea cual fuere la cercanía, el diletantismo, que justificaba temporalmente los deseos de protagonismo, el destructivo ejercicio de la maledicencia frente a la desgracia o los errores de los conocidos o no, la vanidad de presentar los actos propios como la expresión de la perfección, el desaliño en las relaciones con los hijos que denotan la intermitencia de los sentimientos, la deplorable presuntuosidad de emitir juicios de valor hacia acontecimientos sobre los cuales no se poseía la correcta información, produciendo con ello el descrédito de los aludidos.
La profundidad de todo lo que vierten los ancianos en sus comunicaciones y lenguaje corporal requiere de una atenta e inteligente percepción para interpretar fidedignamente los mensajes y así obtener una autentica sabiduría que doblega cualquier intento de imitación por la incumbencia directa que refleja con la carga de la vida. Estos conocimientos transmitidos sin ningún retoque o eufemismo verbal, transportan al que los asimila y comprende a un estado de aproximación inédito con el objetivo superior de vivir. El proceso es de naturaleza evolutiva porque los signos visibles, que se manifiestan mayormente en el rostro, no son solo cansancio de la piel, sino que contienen en cada pliegue la esencia o el origen de una experiencia o vivencia que se desvela voluntariamente a medida a surge el relato. Los ojos, que para algunos pasan inadvertidos, son la fuente de expresividad inequívoca y nos conducen al mundo mágico del conocimiento previo de las cosas, de los sentimientos, de lo sobreviniente y de lo misterioso cuando obviamente nos falta experiencia; es el único estado humano en cual unos órganos tan vitales en su mirada, fijación o reflejo no cohonestan absolutamente nada.
La terquedad en la fijación cuando quieren sustentar afirmaciones o sentencias les facilita la credibilidad, pero no necesitan imponer por el conjunto de su expresión que, en una espesura de arrugas, dimanan la sabiduría refrescante de la posesión del saber, aun así con una reconocible aureola de humildad.
Es complicado explicar o definir, menos sustentar con precisión, la causa de la repetición con pertinacia, de vivencias o situaciones pasadas y actuales que aturden con frecuencia su expresión, transfiriendo al diálogo un problema no resuelto que los desasosiega y buscan la solución con la exploración de soluciones que puedan avenirles como satisfactorias. La intención no reside en el encuentro de una solución personal que mitigue esa inquietud que se desborda, sino que están participando y adelantando circunstancias sobrevivientes que, de ser perceptivos, ya habrán acumulado el desenlace para futuras actividades terrenales.
Y esa información única que pueden emitir las personas que ya han recorrido los senderos de la vida, concita un valor y una calidad únicos, por su proveniencia humana y haber sido procesada por la misma naturaleza de la persona, sin injerencia alguna de influencia o inclinación a la semejanza. Es un proceso único que, en los últimos estadios de la vida abriga la imperiosa necesidad de comunicarla, como un aporte a la propia realización de la persona y a la solidaridad con la finalidad que otras congéneres no se equivoquen y puedan recoger esta savia de experiencia, que es la expresión humana de insospechado significado.
Los irrefrenables mensajes que se emiten en esta fase de la vida, así nos parezcan normales e intrascendentes a simple observación, incuban una sapiencia que se fundamenta en la única fuente válida para hacerla creíble: la experiencia propia. Esa decantación única que se presenta en los humanos, merece ser llamada como un epitome de la capacidad creadora del hombre, que en el discurrir de su vida no hace otra cosa que generar consistencia intelectual y espiritual a sus experiencias.
(*) Abogado Corporativo, Docente universitario, Escritor, autor del libro SENESCO-HACERSE VIEJO, Edit. Cima La Paz
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