Falso de toda falsedad

Tom era el nombre de un niño pobre que nació en un hogar miserable de Londres alrededor del año 1500. Vivía en la calle del pescado, en una humilde casa de leñador, en compañía de su madre y sus hermanas que padecían los maltratos de su padre y su abuela, quienes abusaban de todos ellos, haciéndolos mendigar para poder sobrevivir.

A unos cuantos kilómetros de allá, en el palacio del Rey Enrique VIII, el mismo día nacía Tudor, el príncipe hijo de aquel soberano y futuro heredero a la corona. Todo el reinado lo recibió con efusión y algarabía y le dieron la bienvenida a un mundo que como tenía a todos ocupados en el festejo, nadie tuvo tiempo ni siquiera de enterarse de la llegada de Tom.

Resulta que en la dura y golpeada existencia del pobre muchacho, se cruzó un sacerdote a quien todos llamaban "el Padre Andrés". Este buen hombre era una especie de tabla de salvación para todos aquellos infantes que no tenían oportunidad en la vida de esos tiempos, pues sólo se dedicarían a la mendicidad o al delito. Ilustrado en una abadía, Andrés era sabio, tenía conocimientos de matemáticas, arte, historia y sobre todo latín, entendimiento que fue ingresando en la fresca y ávida mente de Tom que se devoraba las horas de enseñanza que le brindaba el sacerdote, y que hacían en su cabeza una enorme suma de cultura que le cambiaría la vida primero a él y luego a todo un reinado. Mucha cosa para un mendigo.

Resulta que lo que más le gustaba aprender era sobre historia, y ahí comenzaban a ser relatadas las proezas de reyes y conquistadores, hombres vestidos de metal, descubriendo nuevos mundos y sometiendo a unos salvajes. Leyendas épicas en tierras lejanas que hacían alucinar la imaginación de Tom. Con tanta y tan bella información, una noche acostado en su cama de paja Tom dejó volar su imaginación encerrada en un sueño y se vio vestido de príncipe, comandando tropas y pueblos y siendo un líder generoso. Al despertar nada había cambiado, la calle del pescado seguía igual de apestosa, y entristecido decidió salir de allí con rumbo desconocido a donde no sólo lo llevara su tristeza sino también sus pies.

Fue caminando y alejándose de las estrechas calles de su barriada hasta más tarde llegar a nuevas rutas mucho más anchas, limpias, empedradas y sin barro. La elegancia de la gente y, los árboles y flores le abrían los ojos como nunca antes hasta que sin darse cuenta se chocó con los altos barrotes de los exteriores del palacio de Westmister. Un inmenso jardín distanciaba este abierto muro de metal del castillo al fondo. En medio de la verde alfombra, un muchacho de su misma edad, vestido de tules y seda, con una gorra hermosa y una espada blandeante jugaba solo y lo deja encandilado. Se trataba del príncipe Eduardo, que se distraía un poco en su jardín. Tom quiso tocarlo y llamarlo para verlo más de cerca, cuando un guardia iracundo lo lanzó al suelo diciéndole que no era digno de acercarse a su majestad. El príncipe, enfurecido, llamó la atención del centinela y ordenó a la guardia que hagan pasar al muchacho. Incrédulos abrieron las grandes puertas y el mendigo pisaba por primera vez el palacio.

El heredero al trono estaba algo incómodo con la apariencia y aseo de Tom, sin embargo se asombró de sus modales en la mesa, las que inquirió rápidamente y fueron atribuidas a su maestro, el Padre Andrés. ¿Qué más te enseña Andrés? preguntó el príncipe. Y la pléyade de conocimientos fue expuesta, incluyendo el latín que mantuvo intrigado al real oyente.

Pero lo que le dejó absorto fue cuando Tom le relató su vida en compañía de sus amigos, los juegos de pelota, las largas jornadas en el río cuando quema el sol del verano y, todas las aventuras y travesuras que festeja un infante de esa edad. Un solitario como el príncipe jamás había gozado de tanta dicha, podía tener todo lo que quería, podían forrarlo de oro si así lo pedía, pero nunca había sido tan feliz como lo era Tom. El reto se planteó inmediatamente. Cambiémonos de ropa le ordenó, y cuando las vestimentas cubrieron el cuerpo del otro quedaron asombrados del parecido singular que tenían.

Se dieron un plazo para intercambiar oficios, Tom sería el príncipe y Eduardo iría a la calle del pescado a ser feliz como un mendigo.

Lo que les esperaría a ambos es una historia maravillosa, pero no les voy a arruinar el placer de leer esta hermosa novela de Marc Twain, de manera que solamente me referiré a que falsificar las identidades y pretender ser lo que no eran les costó a estos muchachos una serie de aventuras y por poco la vida, además que a su majestad el chistecito de hacerse pasar por pobre, le hizo saber que lo divertido era apenas instantes, mientras que la mayor parte del tiempo, el que no tiene plata, las ve bien negras.

Hace pocos días la ministra de Transparencia, Leny Valdivia salió a los medios de comunicación para intrigar un poco más al ya bastante extrañado pueblo boliviano con la historia de que el abogado Eduardo León, no tiene título de licenciado en Derecho y tampoco Libreta de Servicio Militar, o por lo menos, estos dos documentos, no habrían sido obtenidos de manera legal y tal cual dictaminan las normas, reglas o leyes que se suponen rigen a nuestro Estado Plurinacional.

Dicho jurista, como todos sabemos, es o era (ya muy poco se sabe en realidad) el patrocinador legal de la señora Gabriela Zapata Montaño, quien también ha ido demostrando a la población, desde febrero pasado, que en nuestro país pasar por alguien que uno no es, es más fácil que demostrar quien uno realmente es, como cuando, por ejemplo, en un banco para cobrar un cheque, aparte de su carnet le piden licencia de conducir, y hasta que traiga a su madrina para dar fe de que usted es usted y no alguien que se quiere hacer pasar por usted.

No por nada ya nadie cree en el padrón biométrico. No por nada si quiere que lo atiendan en emergencias de la Caja de Salud debe llevar su carnet, su AVC, su historial clínico y su tarjeta de vacunas. No por nada cuando el Segip quiso implantar la cédula de identidad con CHIP, todos miraron al costado y nadie se quiso hacer cargo, me da la impresión que por miedo a que este documento sí pueda ser inviolable e imposible de falsificar, o peor aún, demuestre que su propietario sí es su dueño.

Es realmente triste que algo tan simple como averiguar si alguien es o no abogado, sea imposible de averiguar, al extremo de que toda una autoridad de estado como una ministra, intuya la "posible" falsedad, como si algo pueda ser "posiblemente real".

La kafkiana novela Zapata nos ha dado tristes señales de que en Bolivia incluso se puede nacer y morir sin que nadie se entere o se dé cuenta, o haya un partero que testifique o un enterrador que dé fe, nos pone de cara al mundo en una triste situación.

Cómo es posible que en pleno siglo XXI, a mediados de su segunda década, cuando hasta mi teléfono es dizque inteligente, seamos todos tan idiotas y no podamos tener, con la ayuda de las computadoras, un solo registro de identidad universal donde todos logremos saber si hemos nacido o ya hemos muerto, pero sobre todo donde ningún "afanado" nos inscriba como licenciado sin serlo o peor aún, donde apuntemos a cualquiera de no ser lo que es con el simple deseo de denostarlo públicamente, cuando todos sabemos que si algo realmente cuesta, es ser algo o alguien en este bello país.

(*) Es paceño, stronguista y liberal