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Domingo 08 de mayo de 2016

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Cultural El Duende

Mariano Baptista, el Papá Noel impaciente

08 may 2016

Fernando Molina

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Mariano Baptista es un hombre calmado y como hecho a las desazones de la vida, o al menos eso aparenta. Sin embargo, uno de los dos rasgos que lo definen como escritor es la impaciencia. El otro, complementario pero positivo, es la generosidad. Encontramos entonces así a Mariano impaciente por compartir.

Podríamos llamarlo el Papá Noel de los estudios bolivianos, que trae regalos a todos los niños que se portan bien y leen antes de acostarse -y después también-. Pero sus regalos no vienen manufacturados en Alemania, famosa por su originalidad y precisión, ni tampoco en China, célebre por hacer de nuevo lo que ya estaba hecho. Son regalos artesanales, elaborados con materiales genuinos, con madera y piedra sacadas del lugar, con pedazos de papel viejo.

Este Papá Noel no puede esperar para que sea Navidad; él crea su propia Navidad, por ejemplo en junio, y, si no ha concluido de fabricar todos los regalos, los lleva consigo tal como están. O reimprime un regalo antiguo, sin corregirlo ni ponerle un nuevo prólogo.

"¡No hay tiempo, es tarde, no hay tiempo, hay que leer!", parece decir este Conejo mientras corre de una en otra presentación de sus libros. Un Conejo, claro está, vestido de Papá Noel.

Baptista comparte pronto y fácil con el público lo que va descubriendo a lo largo de su impresionante trayectoria como lector de literatura boliviana o relativa a Bolivia. No espera, como otros autores, a asimilar lo que encuentra en las bibliotecas y libros ajenos, a incorporarlo dentro de su propio universo creativo.

No mastica prolijamente aquello que considera alimenticio. Prefiere reproducir directamente, en sus publicaciones, lo que le interesó o consideró valioso.

Algunas de sus obras se convierten así, naturalmente, en compilaciones de materiales, tanto de primera como de segunda mano, sobre la historia, y en particular; la historia intelectual del país. Regalos maravillosos para quienes estamos interesados en estas materias y, gracias a ellos, nos ahorramos el extensivo trabajo de investigación que, en nuestro nombre, generoso, realiza Baptista.

Otras obras suyas son más personales, por ejemplo algunas biografías de autores nacionales, en las que sin embargo Baptista no ha hesitado en incluir, en medio del cuento, larguísimas citas de propios y ajenos, citas de un tamaño que desaconsejaría cualquier manual de composición (o de derechos de autor, todo hay que decirlo, aunque esta prevención no valga entre nosotros: aquí lo único que le interesa a un escritor es que alguien dé señales de haber leído algo suyo, aunque sea citándolo sin medida ni clemencia).

La prolífica impaciencia

Hace tiempo estuve influido por el comentario maledicente de quienes no quieren a Mariano Baptista y dicen que este es un "Mago" -el apodo que heredó de su abuelo homónimo, el gran conservador y presidente del país, quien se lo ganara por su habilidad política-, porque en lugar de escribir, "reúne" los libros. Luego tuve que escribir mis propios libros y en esta labor usé tanto a Baptista que ahora no pongo en duda sus cualidades mágicas.

Papá Noel, Conejo Blanco y también Harry Potter de la literatura boliviana, que todo lo hace aparecer a tiempo, aunque sea imperfecto, pero a tiempo, para que sobre ello los escritores nos encaramemos y entonces construyamos o deshagamos, y evitemos al menos repetir lo que ya existe hace mucho.

Un tiempo tuve la teoría de que Baptista citaba tanto porque no escribía bien. Luego comprobé que no es así; que, aunque le sobran las comas, Baptista posee una prosa correcta y elocuente, con la que ha construido algunas escenas excelentes a lo largo de sus libros; escenas en parte ficticias, claro está, porque esto siempre ocurre cuando la historia deja de ser meramente referencial y procura volverse reconstructiva, es decir, desea ir más allá de los puros y esquemáticos hechos, y entonces imagina.

De estos pasajes, el que más recuerdo y probablemente me acompañará el resto de mis días fue uno que leí con los ojos del corazón, muy despiertos a la edad que tenía entonces, que era la increíble -es decir, la que hoy me maravilla haber tenido- de 17 o 18 años.

En uno de sus libros más importantes, Yo fui el orgullo, su reportaje biográfico sobre Franz Tamayo, Baptista intenta explicarse por qué el poeta, ensayista y político boliviano se separó de su primera esposa, una francesa con la que se había casado en Europa. Puesto que carece de datos ciertos sobre el episodio, imagina que una de las causas -que en efecto es muy probable- fue la pérdida de los dos hijos que la pareja concibió.

Pero añade, quizá arbitrariamente, que la joven seguramente se aburrió en La Paz de principios del siglo XX, en la que apenas había unas calles, las adyacentes a la plaza Murillo, que concordaban con la imagen de "civilización" que tenía un europeo de la época.

Para reforzar su punto, Baptista describe la forma en que los viajeros de ultramar llegaban entonces a esta capital, atravesando el lago Titicaca en pequeños barcos, y, ya sobre tierra, trasladándose por días y días en "birlochos", que eran carruajes tirados por mulas.

Compone así una estampa muy convincente del pasado, que se hace conmovedora cuando informa de los esfuerzos de Franz para distraer a su mujer y conseguirle amigos europeos, estableciendo en su casa una tertulia dominical con los cónsules de Francia e Inglaterra.

Esto último pudo haberse debido a la abnegación de Franz y al aburrimiento de su señora, u otras razones, pero aporta una nota patética a la narración que Baptista, arbitraria y al mismo tiempo muy exactamente, cierra con dos poemas de Tamayo, hermosos como muchos de los suyos, sobre la pérdida amorosa.

Si esto puede hacer Baptista, ¿por qué no lo hace más a menudo? Mi teoría es la siguiente: El famoso novelista japonés Haruki Murakami, que es maratonista y tiene un libro en el que compara la escritura y el jogging (De qué hablo cuando hablo de correr, clasifica a los escritores igual que a los corredores; así, para él hay escritores velocistas, de poco fuelle, y escritores fondistas, que como Murakami pueden despacharse una novela de 600 páginas por año.

Mi tesis es que Baptista es un velocista, porque el "tamaño" ideal en el que se expresa es el artículo. No olvidemos que durante toda su vida ha trabajado como periodista. Confirma esta tesis el que sus libros de ensayos, tanto sobre educación como sobre otras materias, sean siempre colecciones de artículos y documentos.

Sin embargo, por su personalidad "de Papá Noel" de la que ya hablamos, la eterna aspiración de este escritor ha sido ser fondista. Más páginas son, finalmente, más regalos. Y, simultáneamente, Baptista ha aspirado a ser prolífico.

Por su papanoelismo, otra vez, y por impaciente, una vez más, pues solo los pacientes -y a veces los aburridos- se reducen a un solo tema, al lento trabajo de preparación de una o dos obras, quizá definitivas, pero también pocas y solitarias; lógicamente, uno o dos tiros tienen menos probabilidades de dar en el blanco que muchos.

Esta ambición de producir con profusión se debe a la combinación de dos factores. El primero es la temática de Batista, que es la divulgación cultural, y no la investigación académica (más adelante veremos el rechazo que siente nuestro autor por lo académico), y que por fuerza debe ser extensiva antes que intensiva.

Divulgar significa "hacer conocer", y mientras más asuntos se difunden, más satisfactorio es el trabajo. Por eso el mayor divulgador de nuestro tiempo, Isaac Asimov, se felicitaba efusivamente por haber sobrepasado los cien libros sobre toda clase de materias. Asimov, por cierto, reconocía que esta satisfacción se originaba, en parte, en su gran ego. Baptista tiene más de 70 publicaciones, según señala él mismo.

Ahora bien, ¿qué hace uno cuando debe o quiere ser extensivo, pero al mismo tiempo no es un escritor "fondista"?

Una opción es la de Baptista entender "divulgación" no solo como la traducción de materiales originales, pero complejos, a un lenguaje accesible al gran público, sino también como la distribución de los propios materiales originales, y de entrevistas con sus autores, lo que, claro está, solo tiene sentido en un país como Bolivia, en el que las instituciones culturales no funcionan y no cumplen estas labores.

En efecto, aquí las bibliotecas no divulgan, a la manera de Baptista, cuando esta debería ser su principal responsabilidad. Y ni siquiera conservan adecuadamente los documentos fundamentales. Y los periódicos no solo no entrevistan a los autores: ignoran quiénes son, al mismo tiempo que conocen e interactúan con el último politicastro de la última provincia del territorio nacional.

Por último, la academia es, para decirlo de manera suave, muy deficiente en su atención a la cultura y el arte nacionales.

El segundo factor que, además de la temática, explica el deseo de algunos autores de publicar muchos libros, son las condiciones de trabajo, y de reconocimiento del trabajo, que rodean a los escritores bolivianos. Si la publicación de un libro, no importa cuán popular sea, solo arroja unas pequeñas ganancias, es obvio que este escaso rendimiento puede compensarse, aunque limitadamente, con un mayor volumen de entregas.

Por otra parte, si, dado el bajísimo nivel educativo de todas las clases sociales, casi nadie en el país toma en cuenta la calidad de los escritores, lo que cuenta es la inserción de estos en el sistema de significaciones político­culturales, es decir, su coincidencia con las ideologías prevalecientes, su frecuente aparición en los medios y otros factores extraliterarios.

Por esta razón resulta necesario que el escritor, para conservar cierta influencia, esté siempre en vigencia, lo que le exige un ritmo de publicación frenético. Puede hallarse todas estas motivaciones en los más productivos escritores bolivianos, todos ellos, además, divulgadores culturales y pedagogos: Alipio Valencia Vega, Guillermo Francovich, Augusto Guzmán, Hernando Sanabria y Mariano Baptista.

Un contraejemplo entre los divulgadores es Roberto Prudencio, quien quiso limitar su magisterio a la revista Kollasuyo y, quizá por esto, hoy es el menos recordado de los citados nombres de la literatura nacional. (Lo que significa que ya nadie se acuerda de él, porque de los otros, con la excepción de Sanabria y Baptista, lo hace solamente un puñado de intelectuales).

Hasta aquí hemos visto la influencia de las condiciones de trabajo sobre la aparición de escritores prolíficos. Aquí digamos que también desempeñan un papel en ello las condiciones de reconocimiento del trabajo autoral.

Condiciones que, como se imaginarán los lectores, son muy precarias, porque el público no solo no sabe reconocer cuáles autores son más interesantes, sino porque ni siquiera ha oído hablar de ellos. En muchos casos, la faena de estos se desarrolla en una casi total oscuridad.

¿Cómo obtener reconocimiento,

entonces?

Con diversas estrategias extraliterarias de construcción del mismo, desde la busca de becas, de "pegas" y otras dádivas estatales, hasta el cultivo de relaciones afectuosas con los periodistas culturales, que entonces proyectan una imagen amplificada del autor que sabe cómo cortejarlos. Aquí no podemos detenernos en la descripción de estos mecanismos. Solo digamos que uno de ellos, el más sano, es la profusión de publicaciones. Más libros son también más oportunidades de obtener reconocimiento estatal, periodístico y social.

Salvemos a Bolivia de la escuela

Los académicos de la historia miran a Mariano Baptista por encima del hombro. No se trata de algo excepcional. Los ensayistas suelen incomodar a los profesionales de las materias que tocan, porque normalmente hablan de ellas con mayor originalidad y libertad que estos, y tienen mucha más influencia sobre los lectores.

Las obras de los especialistas, en cambio, solo se consumen en los círculos de iniciados. Hay ensayistas que se resienten de ello y aspiran a ser aceptados, pero la mayoría tienen una clara actitud antiacadémica.

¿Dónde situar a Baptista?

Hoy la edad y el tamaño de su obra lo han puesto por encima de las peleas, pero en el pasado nuestro autor manifestó críticas feroces contra el sector de la academia con el que más relación tuvo a lo largo de su vida: el sistema escolar. Y los maestros le replicaron con odio y múltiples agresiones verbales.

Baptista fue ministro de Educación en tres ocasiones.

Sus batallas por la transformación educativa quedaron registradas en sus libros de crítica a la escuela, cuyo talante puede resumirse en estos dos títulos: Salvemos a Bolivia de la escuela y La educación como forma de autodestrucción nacional. En ellos hace observaciones durísimas sobre el método y el contenido de la enseñanza pública y privada, que Baptista encuentra repetitiva, alienada, anticuada en cuanto a su concepción de lo que los estudiantes son y quieren, y atrofiada por la lenidad y el desconocimiento de la mayoría de los maestros.

Entroncándose en la línea pedagógica nacionalista, que se remonta a su adorado Franz Tamayo, Baptista propone volcar la escuela "hacia adentro", hacia el aprovechamiento y el estudio de la cultura nacional, de modo que los estudiantes dejen de memorizar datos sobre "los persas y los medas", que seguramente olvidarán poco después, y aprendan a vivir y juzgar en su comunidad, valoren su tradición, se conviertan en seres capaces de actuar.

Estas ideas han sido adoptadas por el Estado, por lo menos teóricamente, en los 40 años que nos separan de esos libros. Sin embargo, sigue vigente la crítica de los mismos sobre la incompetencia de los estudiantes, que ahora salen bachilleres ignorando las cosas nacionales, como antes lo hacían ignorando las cosas internacionales. Pero siempre ignorando antes que sabiendo.

El amor del letrado por la patria

Podría escribirse muchas páginas acerca de la percepción de los escritores bolivianos sobre el país en el que les tocó actuar y sobre lo que implica su oficio en este contexto. Serían páginas amargas. Desde los primeros entre ellos, Gabriel René Moreno, Alcides Arguedas, Carlos Medinaceli, hasta los últimos y menos significativos, los escritores no hacen más que quejarse sobre este que es, en palabras de Mariano Baptista, un "erial de la cultura", donde las corrientes políticas que hacen profesión de fe nacionalista y prometen dedicarse solamente y nada más que al país, desconocen sin embargo lo que Bolivia ha producido, construido, aprendido y vivido; no saben cuáles fueron y cuáles son los talentos que han elevado y adornado a la patria que dicen amar; no dedican tiempo ni recursos a la cultura.

Y donde la razón para que los políticos actúen de esta forma es que la cultura no tiene ninguna significación para sus aspiraciones, ya que la población se las arregla para vivir tranquilamente en un lugar que se halla apartado casi por completo de ella.

La mayoría de los bolivianos no tiene la costumbre de leer y solventa sus necesidades artísticas consumiendo bienes culturales extranjeros.

Esta catarata de quejas y de sentimientos de frustración es ya casi dos veces centenaria. Y si bien se debe en un diez por ciento a la hipersensibilidad natural de los escritores, en el otro noventa por ciento está constituida de análisis certeros. Uno de los pocos autores que no contribuye a esta corriente de indignación es el siempre entusiasta y dulce Ignacio Prudencio Bustillo, quien pese a la enfermedad que se lo llevó tempranamente y que lo convirtió en uno de los escritores con más mala suerte de los que tuvimos -junto con los que terminaron suicidándose por medio del alcohol o pegándose un tiro-, nunca consideró a sus colegas víctimas de la incomprensión general, sino ejemplos de amor por el oficio que abrazaron y por la tierra en la que nacieron, a la que entregaban sus obras sin esperar recompensa alguna.

Son patriotas, en efecto, los escritores bolivianos, los que pese a todas las dificultades descritas y las que el lector puede imaginarse; los que pese a la pellejerías económicas, el silencio de la audiencia, la inexistencia de remuneraciones, la lucha entre camarillas culturales, la ignorancia del Estado y sus servidores, dedican las mejores horas de su vida a escribir mensajes, ponerlos en botellas y echarlos al mar del tiempo, con la esperanza de que sean recibidos por las próximas generaciones.

¿Por qué lo hacen?

Hay muchas razones, pero siempre está presente, al menos en quienes perseveran en esa "gana solitaria" de la que hablaba Moreno, el amor por Bolivia y su gente.

Y más que amor: enamoramiento, pasión, emoción incontenible, inexplicable, arrasadora, que todo lo devasta y en cuyas aras se sacrifica todo.

Uno de estos insignes bolivianos, un patriota comparable con los soldados que tantas veces marcharon a defender a las fronteras de nuestro país sin ninguna expectativa de éxito e incluso de retorno, es el "Mago" Baptista.

* Fernando Molina. La Paz, 1965. Periodista y escritor

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